A Wallander le costaba asimilar las conclusiones de Nyberg. Le resultaba demasiado irreal, demasiado brutal. Sin embargo, era consciente de que el técnico jamás se pronunciaba en ningún sentido a menos que estuviese seguro de sus afirmaciones.
Se apartaron de la casa y volvieron a la calzada. Nyberg le tendió a Wallander una pequeña bolsa de plástico.
—Hemos encontrado una de las balas —continuó—. Estaba alojada en el cráneo. La otra atravesó la cabeza y salió por la frente, de modo que se ha derretido en el incendio. Pero los forenses tendrán que confirmarlo, claro está.
Wallander observaba a Nyberg mientras se esforzaba en reflexionar sobre lo sucedido.
—En conclusión, nos hallamos ante un doble asesinato que alguien ha intentado ocultar tras un incendio —aventuró Wallander.
—En absoluto —negó Nyberg categórico—. Lo más probable es que una persona capaz de ejecutar a otra de un tiro en la nuca sepa que el esqueleto siempre subsiste al fuego. Piensa que esto no es un crematorio.
Wallander comprendió que a Nyberg se le había ocurrido algo importante.
—¿Cuál es, en ese caso, la alternativa?
—Que la intención del asesino fuese ocultar otra cosa.
—¿Qué podían querer ocultar en una mercería?
—En eso consiste tu cometido, en averiguarlo —replicó el técnico.
—Bien. Reuniré al grupo de investigación —determinó Wallander—. A la una nos ponemos en marcha.
Miró el reloj. Ya habían dado las once.
—¿Crees que podrás asistir?
—Pues, como comprenderás, aquí no he terminado, pero asistiré —prometió Nyberg.
Wallander regresó al coche invadido por la sensación de hallarse en una situación irreal. ¿Quién podía tener motivos para ejecutar a dos abuelas que no habían hecho nada en su vida, salvo vender agujas e hilo, y alguna que otra cremallera? Aquello superaba todo lo que había visto hasta entonces en su vida.
De vuelta en la comisaría, encaminó sus pasos al despacho de Rydberg, que, no obstante, halló vacío. Wallander encontró al colega en el comedor, ante una taza de té que acompañaba de un panecillo tostado. Wallander se sentó a la mesa y le refirió los hallazgos de Nyberg.
—Vaya, vaya. Eso no suena nada bien —sostuvo Rydberg una vez que Wallander hubo concluido—. Nada, pero que nada bien.
Wallander se puso en pie.
—Nos vemos a la una —le advirtió—. Por el momento, dejaremos que Martinson se concentre en el asunto del avión. Pero Hanson y Svedberg deben asistir. Intenta que también acuda Åkeson. ¿Tú recuerdas algún caso similar?
Rydberg hizo memoria un instante.
—No, no lo recuerdo. En una ocasión tuvimos a un loco que le clavó un hacha en la cabeza a un camarero, hace veinte años, creo. El móvil fue una deuda impagada que ascendía a la cantidad de treinta coronas. Pero por lo demás, esto es inaudito.
Wallander se demoró un instante junto a la mesa.
—Oye, lo de los tiros en la nuca... Eso no parece muy sueco que digamos.
—Ya, pero ¿qué es sueco y qué no lo es? —objetó Rydberg—. No creo que los límites estén ya tan claros. Ni para los aviones ni para los criminales. Hubo un tiempo en que Ystad se encontraba en una especie de periferia y lo que sucedía en Estocolmo era impensable aquí. Ni siquiera lo que sucedía en Malmö era habitual en una ciudad pequeña como ésta. Pero esa época no tardará en pertenecer al pasado.
—Y ¿qué sucederá entonces?
—Verás, en mi opinión, los nuevos tiempos necesitarán un nuevo tipo de agentes de policía. En especial, un nuevo tipo de investigadores —auguró Rydberg—. Pero la clase a la que pertenecemos tú y yo, los policías capaces de pensar, ésos serán siempre necesarios.
Salieron juntos hacia el pasillo. Rydberg caminaba despacio y los dos colegas se despidieron ante la puerta de su despacho.
—A la una —confirmó Rydberg—. Doble asesinato de dos abuelas. ¿Te parece que lo llamemos así, el caso de las abuelas?
—A mí esto no me gusta nada —atajó Wallander—. No alcanzo a comprender por qué alguien querría asesinar a tiros a dos respetables señoras de edad tan avanzada.
—Pues tal vez debamos empezar por ahí —observó Rydberg meditabundo—. Averiguando si eran tan respetables como todo el mundo parece creer.
Wallander se quedó atónito.
—¿Qué estás sugiriendo?
—Nada —aseguró Rydberg con una sonrisa—. Sólo que, a veces, eres demasiado rápido a la hora de sacar conclusiones.
Wallander se colocó junto a la ventana de su despacho y contempló ausente el aleteo de unas palomas sobre el depósito de agua. «Claro que Rydberg tiene razón», resolvió. «Como de costumbre. Si no hay testigos, si no obtenemos ninguna otra información de personas ajenas a las hermanas, deberíamos comenzar por ahí precisamente: por investigar quiénes eran realmente Anna y Emilia.»
A la una en punto ya estaban todos en la sala. Hanson había intentado localizar a Björk, pero sin éxito. En cambio, Per Åkeson sí se había presentado.
Wallander los informó del descubrimiento del hecho de que las dos ancianas hubiesen sido asesinadas. Una sombra de desaliento invadió al punto la sala. Al parecer, todos habían sido clientes de la mercería en alguna ocasión. Finalmente, Wallander le cedió la palabra a Nyberg.
—Nosotros seguimos rebuscando entre la porquería pero, hasta el momento, no hemos encontrado nada digno de mención —sintetizó el técnico.
—¿Y el origen del incendio? —inquirió Wallander.
—Aún es demasiado pronto para establecerlo —aclaró Nyberg—, Pero según los vecinos, se produjo un fuerte estallido. Alguno de ellos lo definió como una explosión apagada. Después, la casa fue pasto de las llamas en tan sólo unos minutos.
Wallander observó a sus colegas.
—Puesto que no disponemos de ningún móvil evidente, conviene que comencemos por concretar qué sabemos de las dos hermanas. ¿Es cierto que, según creo, no tenían ningún pariente próximo? Las dos estaban solteras, pero ¿ninguna estuvo casada nunca? ¿Qué edad tenían exactamente? Yo las recuerdo como ancianas desde que me mudé a Ystad.
Svedberg intervino para transmitirles su convencimiento de que ni Anna ni Emilia habían contraído matrimonio jamás; y que tampoco tenían hijos. Pero se ofreció a indagar a fondo en el asunto.
—¿Y las cuentas bancarias? —terció Rydberg, que no se había pronunciado hasta el momento—. ¿Sabemos si tenían dinero, ya fuese en el colchón o en el banco? Hay rumores de que así era. Y tal vez fuese ése el móvil del asesinato.
—Quizá, pero eso no explica el modo en que las asesinaron —precisó Wallander—. En cualquier caso, es algo que también debemos averiguar. Cuanto más sepamos sobre ellas, mejor.
Se distribuyeron los diversos cometidos como de costumbre, siempre las mismas tareas metódicas que tanto tiempo exigían al comienzo de cada investigación. A las dos y cuarto, a Wallander no le quedaba más que un punto por tratar.
—Hemos de hablar con la prensa —observó—. Este caso atraerá el interés de los medios de comunicación. Ni que decir tiene que Björk ha de estar presente. Pero yo estaría muy agradecido si pudiese librarme de asistir.
Ante la sorpresa general, fue Rydberg quien se ofreció para hablar con los periodistas, pese a que, por lo general, era tan reacio como Wallander a participar en las conferencias de prensa.
Acabada la reunión, todos se despidieron y Nyberg regresó al lugar del siniestro, en tanto que Wallander y Rydberg se quedaron unos minutos en la sala.
—A mi parecer, hemos de poner nuestras esperanzas en los testigos y en la gente en general —advirtió Rydberg—. Más, si cabe, que en otros casos. Es evidente que tiene que haber existido un móvil para el asesinato de las dos hermanas. Y a mí no se me ocurre otro mejor que el dinero.
—Bueno, no sería la primera vez que nos enfrentamos a un caso similar de gente sin blanca que resulta víctima de ataques de diversa índole por el simple hecho de que corre el rumor de que poseen una fortuna.
—Sí, claro. En fin, yo tengo algunos conocidos que podrían ayudarnos —aseguró Rydberg—. Veré qué puedo averiguar de forma más extraoficial.
Ya fuera de la sala de reuniones, Wallander preguntó:
—¿Por qué te ofreciste como portavoz en la rueda de prensa?
—Para que, por una vez, no tuvieses que asistir tú —declaró antes de marcharse a su despacho.
Wallander consiguió por fin localizar a Björk, que estaba en casa aquejado de una fuerte migraña.
—Verás, habíamos pensado celebrar la rueda de prensa esta tarde, a las cinco —explicó el inspector—. Creo que habría estado bien que hubieses podido asistir.
—Tranquilo, allí estaré —aseguró Björk—. Con o sin migraña.
El engranaje de la investigación rodaba tan lento como metódico. Wallander visitó una vez más el lugar del incendio para hablar con Nyberg, al que halló arrodillado entre los escombros. Después, regresó a la comisaría, pero, cuando comenzó la rueda de prensa, se mantuvo al margen de todo y, a eso de las seis, ya estaba en casa. Llamó de nuevo a su padre, que, en esta ocasión, respondió de inmediato.
—Ya tengo hecha la maleta —anunció el padre.
—Eso espero —replicó Wallander—. Iré a buscarte a las seis y media. No olvides el pasaporte ni los billetes.
Wallander dedicó el resto de la tarde a recopilar cuantos datos habían recabado hasta entonces acerca de lo acontecido durante la noche. Además, llamó a Nyberg para preguntarle cómo había ido el trabajo.
Nyberg le hizo saber que avanzaban con lentitud y que continuarían al día siguiente, apenas hubiese amanecido. Después, el inspector llamó a la comisaría para preguntarle al agente de guardia si había llamado algún ciudadano para ofrecerles información sobre el suceso, a lo que el compañero respondió que nada que él hubiese juzgado interesante.
Hacia medianoche se fue a la cama. Con el fin de asegurarse de que estaría en pie a tiempo, solicitó el servicio telefónico de despertador.
Le costó conciliar el sueño, pese a que se sentía agotado.
La idea de que las dos hermanas hubiesen muerto víctimas de una especie de ejecución lo inquietaba.
Antes de que, finalmente, conciliase el sueño, había caído presa de una gran excitación ante la certeza de que aquélla resultaría, sin lugar a dudas, una investigación larga y difícil. A menos que tuviesen la suerte de tropezarse con la solución desde el principio.
A las cinco de la mañana del día siguiente, ya estaba en pie. Y a las seis y media en punto detenía el coche en el jardín de la casa de Löderup.
Su padre lo esperaba fuera, sentado sobre su maleta.
Viajaron a Malmö en la oscuridad. El intenso tráfico desde el resto de Escania hacia la capital, a la que muchos viajaban a diario para volver al final de la jornada, aún no había comenzado. Su padre vestía un traje y llevaba un curioso sombrero tropical. Wallander no lo había visto nunca y sospechó que el hombre lo habría adquirido en algún mercado o en un ropavejero, pero no hizo comentario alguno. Ni siquiera le preguntó si se había acordado del pasaporte y los billetes.
—Bueno, pues llegó la hora de tu viaje —observó sin más.
—Sí, por fin —repuso el padre.
Wallander notó que el hombre no parecía muy animado a hablar, lo que le permitió concentrarse en la conducción y en sus propios pensamientos. Le preocupaba lo que había sucedido en Ystad. Wallander se esforzaba por comprender: ¿por qué se habría molestado alguien, con premeditación, en dispararles en la nuca a dos ancianas? No se les ofrecía ningún contexto, ninguna explicación, más allá de aquella ejecución incomprensible.
Cuando giraron para entrar en el pequeño aparcamiento de la terminal de transbordadores, Linda ya estaba allí esperándolos. Wallander se incomodó ligeramente por el hecho de que la joven comenzase por saludar a su abuelo en lugar de él. La muchacha hizo algún comentario sobre el sombrero tropical y resolvió que le sentaba muy bien.
—¡Vaya! ¡A mí también me habría gustado tener algo tan bonito que ponerme en la cabeza esta mañana! —exclamó Wallander mientras la abrazaba.
Con gran alivio, el inspector comprobó que su hija, para variar, iba vestida con inusitada discreción. En efecto, la joven solía lucir una indumentaria algo estrafalaria que a él no terminaba de gustarle. De repente, se le ocurrió pensar que tal inclinación bien podía ser heredada o, al menos, inspirada por la persona de su abuelo.
Acompañaron al anciano hasta el edificio de la terminal. Wallander pagó su billete. Cuando el hombre subió a bordo, ellos se quedaron aguardando en la oscuridad observando cómo el barco desaparecía desde el puerto hacia mar abierto.
—Cuando sea mayor, espero ser como él —declaró Linda.
Wallander no replicó palabra pues él, por su parte, nada temía más que llegar a ser como su padre.
Desayunaron juntos en el restaurante de la estación central. Como de costumbre, Wallander no tenía ganas de comer tan temprano. Sin embargo, y con el fin de que Linda no comenzase a protestar por cómo descuidaba su salud, llenó un plato de embutido y tomó unas rebanadas de pan tostado.
Observaba a su hija, que hablaba casi sin cesar. No podía afirmarse que fuese hermosa en el vacuo sentido tradicional, pero no cabía duda de que tenía plasmado en su rostro un sello de independiente decisión que emanaba de su personalidad. Ella no pertenecía, sin duda, a la clase de jóvenes que se esforzaban con denuedo en la tarea de agradar, a cualquier precio, a todos los hombres que se cruzaban en su camino. En cambio, se le ocultaba por completo de quién habría heredado su locuacidad. Tanto él como Mona eran, por definición, más bien taciturnos. Pero a él le gustaba escuchar a la joven, pues su charla siempre lo ponía de buen humor. Ella seguía empeñada en dedicarse al tapizado de muebles y le expuso las diversas alternativas que existían para ello y cuáles eran los inconvenientes, indignada por el hecho de que el sistema de aprendices hubiese desaparecido casi por completo, y lo sorprendió esbozando la idea de, en un futuro, montar su propio taller en Ystad.
—Es una pena que ni tú ni mamá tengáis dinero —se lamentó—. De lo contrario, podría haber ido a estudiar a Francia.
Wallander intuía que la joven en modo alguno lo recriminaba por no ser adinerado, pero, aun así, interpretó su comentario en ese sentido.
—Si quieres, puedo pedir un préstamo —se ofreció—. Me imagino que un simple policía tendrá, al menos, la credibilidad suficiente como para que se lo concedan.