Después de las aportaciones de ambos colegas, un pesado silencio inundó la sala.
—Tiene que haber un móvil —se empecinó Wallander—. Tarde o temprano lo encontraremos. Con paciencia, claro está.
—¿Quiénes conocían a las hermanas? —inquirió Rydberg—. Supongo que tendrían amigos y sus ratos de esparcimiento cuando no estaban en la tienda. Tal vez participasen en las actividades de alguna asociación, no sé. ¿Sabemos si tenían algún chalet para el verano o si salían de viaje durante las vacaciones? A mí sigue dándome la impresión de que no hacemos más que rozar la superficie.
Wallander percibió cierta irritación en el tono de voz de Rydberg. «Seguro que está sufriendo fuertes dolores», adivinó. «Me pregunto qué es lo que tiene, en realidad. Si es que no es simple reuma.»
Nadie tenía nada que objetar a los comentarios de Rydberg: debían seguir trabajando y profundizando en la investigación.
Wallander permaneció en su despacho hasta casi las ocho. Elaboró un esquema de todos los datos de que disponían acerca de las dos hermanas Eberhardsson. Cuando leyó lo que había escrito, tomó conciencia de lo flojo que era el material. En efecto, no contaban con la menor pista que seguir.
Antes de salir de la comisaría, llamó a casa de Martinson, que le comunicó que Holm seguía sin aparecer.
Se marchó, pues, a casa. Pero le costó un buen rato poner en marcha el motor. Enfurecido, decidió que pediría un préstamo en el banco para comprarse otro coche en cuanto tuviese tiempo para ello.
Una vez en su apartamento anotó su nombre en el horario de la lavandería de la comunidad y abrió una lata de salchichas danesas. Acababa de sentarse ante el televisor con el plato sobre las rodillas cuando sonó el teléfono. Era Emma, que preguntaba si podía pasarse por allí.
—Esta noche no —respondió Wallander—. Me figuro que has leído acerca del incendio y la muerte de las dos hermanas. Por ahora, trabajamos las veinticuatro horas.
La mujer lo comprendió. Cuando hubo colgado el auricular, se preguntó por qué no le habría dicho la verdad, que no quería verla más. Sin embargo, convino consigo mismo que habría sido imperdonable hacerlo por teléfono. Tendría que tomarse la molestia, al menos, de ir a su casa una noche. Y se prometió a sí mismo que así lo haría, en cuanto tuviese tiempo.
Comenzó a tomarse la cena, ya fría cuando habían dado las nueve de la noche.
De nuevo sonó el teléfono. Enojado, dejó a un lado el plato para responder.
Era Nyberg, que seguía en el lugar del incendio y llamaba desde un coche de policía.
—Bueno, por fin. Creo que hemos encontrado algo. Una caja fuerte de tan buena calidad que ha sido capaz de resistir el calor.
—Y ¿cómo es que no la habéis encontrado antes?
—Buena pregunta —convino Nyberg sin molestarse—. Pero resulta que estaba enterrada en los cimientos de la casa. Bajo los escombros, hallamos una zona con aislamiento térmico. Cuando logramos despejarla, descubrimos una cámara. Y allí estaba la caja.
—¿La habéis abierto?
—¿Con qué? No tenemos ni una sola llave. Y te aseguro que no resultará fácil perforar esta caja fuerte.
Wallander miró el reloj. Eran las nueve y diez minutos.
—Voy ahora mismo —aseguró—. Me pregunto si no habrás encontrado la pista que buscábamos.
Una vez en la calle, le resultó imposible poner en marcha el motor de su coche. Al cabo de varios intentos, se rindió y bajó a pie hasta la calle de Hamngatan.
A las diez menos veinte estaba, junto con Nyberg, observando la caja fuerte que relucía a la luz de un foco solitario.
Aproximadamente al mismo tiempo, la temperatura comenzó a descender y un viento racheado avanzaba amenazante desde el este.
Poco después de la medianoche del 14 al 15 de diciembre Nyberg y sus hombres lograron extraer la caja fuerte con ayuda de una grúa. La colocaron sobre la plataforma de un camión y la llevaron a la comisaría sin más dilación. Sin embargo, antes de que Nyberg y Wallander abandonasen el lugar, el técnico inspeccionó el hoyo practicado en los cimientos.
—Lo excavaron después de la construcción de la casa —aseguró—. Lo único que se me ocurre es que lo hicieran precisamente para esa caja fuerte.
Wallander asintió sin responder. Estaba pensando en las hermanas Eberhardsson. La policía buscaba un móvil. Y tal vez lo hubiesen encontrado, pese a que aún ignoraban qué había en la caja fuerte.
«Pero puede que haya alguien que sí lo sepa», adivinó. «Alguien que conozca tanto la existencia de la caja como lo que contiene.»
Nyberg y Wallander dejaron tras de sí el lugar del incendio y salieron a la calle.
—¿Crees que será posible cortar la caja? —inquirió Wallander.
—¡Pues claro que sí! Pero necesitaremos un soplete especial. No creo que pudiera abrirla ni un dinamitero —sostuvo Nyberg.
—Pues tenemos que abrirla lo antes posible.
Nyberg miró a Wallander incrédulo mientras se quitaba el mono.
—No querrás decir que hay que abrirla esta noche, ¿verdad?
—Preferentemente —afirmó Wallander—. No olvides que se trata de un doble asesinato.
—Ya, bueno, pero eso no es posible —opuso Nyberg—. No podré localizar a la gente que tiene esos sopletes hasta mañana.
—¿Son de Ystad?
Nyberg reflexionó un instante.
—Aquí hay una empresa que trabaja como proveedora subsidiaria del Ministerio de Defensa —recordó—. Ellos seguro que tienen buenos sopletes. Fabricius, creo que se llaman. Están en la calle de Industrigatan.
Wallander advirtió que Nyberg estaba agotado y se dijo que sería un despropósito forzarlo a seguir en aquellos momentos. Ni siquiera él mismo debería continuar hasta el amanecer.
—De acuerdo, mañana a las siete —se rindió.
Nyberg asintió.
Wallander miró a su alrededor en busca de su coche, hasta que cayó en la cuenta de que no había podido ponerlo en marcha. Nyberg se ofreció a llevarlo a casa, pero él le aseguró que prefería ir caminando. Soplaba un viento helado. En el exterior de un escaparate de la calle de Stora Östergatan había un termómetro: seis grados bajo cero. «El viento se acerca sigiloso», se dijo. «Pronto lo tendremos aquí.»
El 15 de diciembre, a las siete de la mañana menos un minuto, Nyberg entraba en el despacho de Wallander, que estaba sentado ante su escritorio con la guía de teléfonos abierta. El inspector ya había estado echándole un vistazo a la caja fuerte que guardaban en una dependencia, vacía a la sazón, y contigua a la recepción. Uno de los agentes que había salido aquella mañana del servicio nocturno le había contado que tuvieron que recurrir a una carretilla elevadora para conducirla hasta el interior. Wallander asintió, pues había reparado en las huellas que conducían hasta las puertas de la comisaría, una de cuyas bisagras estaba doblada. «A Björk no le gustará», presagió para sí. «Pero, por desgracia, no le quedará otro remedio que aguantarse.» Intentó desplazar la caja fuerte, pero no logró moverla ni un milímetro. De nuevo se preguntó qué habría dentro, y si estaría vacía.
Nyberg llamó a la empresa de la calle de Industrigatan. Wallander fue a buscar un par de cafés cuando apareció Rydberg. El inspector lo puso al corriente del hallazgo de la caja fuerte.
—Tal y como yo sospechaba —aseguró Rydberg—. Sabemos muy poco sobre las dos hermanas.
—Estamos buscando a un soldador que pueda con la caja —lo informó Wallander.
—Espero que me avises antes de que abran la caja de las maravillas —le advirtió Rydberg—. Va a ser una experiencia interesante.
Wallander regresó a su despacho con la sensación de que los dolores de Rydberg habían cedido algo aquella mañana.
Cuando Wallander llegó con las tazas de café, Nyberg estaba a punto de finalizar su conversación.
—Acabo de hablar con Ruben Fabricius —anunció—. Dice que cree que puede abrirla. Estarán aquí dentro de media hora.
—Bien. Avísame cuando lleguen —ordenó Wallander.
Nyberg salió del despacho. Wallander pensó en su padre, que estaría allá en El Cairo. Esperaba que el anciano viese colmadas sus expectativas con respecto a aquel lugar. Contempló la nota con el número de teléfono del hotel Mena House y sopesó la idea de llamar, pero, de repente, cayó en la cuenta de que desconocía la diferencia horaria que habría, si es que existía alguna. Olvidó el asunto y llamó a la recepción para preguntarle a Ebba quiénes habían llegado ya a la comisaría.
—Martinson llamó para avisar de que iba camino de Sjöbo —explicó la recepcionista—. Svedberg aún no ha llegado y Hanson está duchándose, pues parece que tiene una fuga de agua en su casa...
—Bien, dentro de un momento vamos a abrir una caja fuerte. Me temo que se armará algo de jaleo —advirtió Wallander.
—¡Ah, sí! Yo he ido a verla. La verdad, creía que las cajas fuertes eran más grandes.
—Ya, bueno, pero ésta tiene capacidad suficiente para guardar bastantes cosas.
—¡Uf! Seguro que sí —repuso Ebba.
Wallander se preguntó qué habría querido decir la mujer con su último comentario. Tal vez temiese que encontraran el cadáver de un niño allí dentro. O una cabeza seccionada.
Hanson apareció en el umbral, aún con el pelo mojado.
—Acabo de hablar con Björk —anunció ufano—. Se quejó de que las puertas de la comisaría hayan resultado dañadas durante la noche.
Hanson no sabía aún nada sobre la caja fuerte, de modo que Wallander lo informó.
—Eso quizá nos dé un móvil —aventuró Hanson.
—Sí, en el mejor de los casos... —vaciló Wallander—. En el peor, estará vacía y, entonces, comprenderemos aún menos cosas de todo este asunto.
—Podrían haberla vaciado los asesinos de las hermanas, ¿no crees? —objeto Hanson—. Tal vez matase a una de ellas y obligase a la otra a abrir la caja antes de acabar también con ella.
A Wallander se le había ocurrido la idea, pero, pese a no estar seguro del porqué, algo le decía que no había ocurrido así.
A las ocho en punto, dos soldadores comenzaron, bajo las directrices de Ruben Fabricius, a cortar la caja fuerte. Tal y como Nyberg había presagiado, no fue tarea fácil.
—Es de un acero especial —confirmó Fabricius—. Un dinamitero de los de toda la vida necesitaría invertir mucho tiempo para abrirla.
—Pero ¿podría volarse con dinamita? —inquirió Wallander.
—Sí, pero se habría corrido el riesgo de que la casa volase por los aires al mismo tiempo —observó Fabricius—. En tal caso, deberían haber sacado la caja a campo abierto en primer lugar. Pero también puede ocurrir que se precise tal cantidad de explosivo, que la propia caja salte en mil pedazos, de modo que el contenido arda pasto de las llamas o vuele también por los aires, pulverizado.
Fabricius era un hombre corpulento y de complexión fuerte que coronaba cada una de sus réplicas con una breve risotada.
—Una caja como ésta debe de costar unas cien mil coronas —comentó, volviendo a reír.
Wallander lo miró perplejo.
—¿Tanto?
—Tanto.
«Bueno, al menos está claro que las hermanas Eberhardsson tenían bastante más dinero del que habían declarado a la autoridad tributaria», concluyó recordando el informe de la situación económica de las víctimas al que habían tenido acceso el día anterior. «Habrán tenido ingresos que no declararon jamás. Pero ¿qué podían vender en su mercería que fuese tan valioso? ¿Hilos de oro? ¿Botones con diamantes engarzados?»
A las nueve y cuarto apagaron las soldadoras y Fabricius le hizo a Wallander una señal, que acompañó de una de sus risas.
—¡Listo! —exclamó.
Rydberg, Hanson y Svedberg habían llegado y Nyberg había seguido el trabajo de los soldadores en todo momento. Con ayuda de una palanca, retiraron la pared trasera de la caja, que habían soltado con las soldadoras. Todos los allí presentes se inclinaron hacia delante. En el interior, según pudo ver Wallander, había una serie de paquetes envueltos en plástico. Nyberg tomó el primero de ellos y vieron que el plástico era de color blanco y que estaba sellado con cinta adhesiva. Nyberg colocó el paquete sobre una silla y cortó la cinta. En el interior del paquete había un grueso fajo de billetes: dólares americanos en billetes de cien. Había diez fajos, con diez mil dólares cada uno.
—Eso es mucho dinero —observó Wallander.
Con sumo cuidado, extrajo uno de los billetes y lo sostuvo al trasluz. Parecía auténtico.
Nyberg sacó los demás paquetes, uno tras otro, y fue abriéndolos. Fabricius se mantenía apartado tras ellos, riendo cada vez que descubrían el contenido de otro paquete.
—Llevaremos el resto a alguna de las salas de reuniones —propuso Wallander.
Después se volvió para darle las gracias a Fabricius.
—Enviadnos la factura —le dijo—. Sin vosotros, no habríamos logrado abrirla.
—No, si no vamos a cobraros nada —declaró Fabricius—. Ha sido toda una experiencia para un trabajador como yo. Y muy formativa.
—Ya, bueno... Quiero que sepas que no hay motivo alguno para comentar por ahí qué contenía la caja —aseguró intentando adoptar un tono terminante.
Fabricius lanzó una risotada y le dedicó un saludo militar. Wallander comprendió que no era irónico.
Una vez que todos los paquetes estuvieron abiertos y que hubieron contado los billetes, Wallander hizo un balance rápido: la mayor parte de los billetes eran dólares americanos. Pero había también libras esterlinas y francos suizos.
—Yo calculo que hay unos cinco millones de coronas suecas —dijo—. Que no es poco.
—Bueno, tampoco habría cabido mucho más en esa caja —señaló Rydberg—. Lo que significa en resumidas cuentas que, si este dinero fue el móvil, la persona o personas que asesinaron a las hermanas no consiguieron lo que buscaban.
—Ya, bueno, pero al menos tenemos una especie de móvil del crimen —puntualizó Wallander—. Esta caja estaba escondida. Según Nyberg, parece haber estado oculta en el agujero durante varios años. De lo que se deduce que, en un momento dado, las dos hermanas consideraron necesario hacerse con ella para guardar y esconder grandes cantidades de dinero. La mayoría son billetes nuevos o poco usados, de modo que no debe de resultar difícil seguirles la pista. Tendremos que averiguar si entraron en Suecia por la vía legal o no. Por otro lado, tendremos que apresurarnos a obtener respuesta a algunas de las preguntas que nos planteábamos ayer: ¿con quién se relacionaban las hermanas?, ¿qué hábitos tenían?