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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (44 page)

—Sí, pero los créditos hay que amortizarlos —se opuso ella—. Y, además, tú eres inspector, no un simple policía.

Después, comenzaron a hablar de Mona. Wallander escuchaba, no sin cierta satisfacción, sus quejas contra ella por controlar el menor de sus movimientos.

—Además, no me gusta nada ese Johan —concluyó.

Wallander la miró inquisitivo.

—¿Quién es ése?

—Su nuevo novio.

—Pues yo creía que se llamaba Sören.

—Sí, pero aquello se acabó. El de ahora se llama Johan y es propietario de dos excavadoras.

—Ya. Y a ti no te gusta.

La joven se encogió de hombros.

—Es tan ruidoso... Además, no creo que haya leído un solo libro en toda su vida. Los sábados, cuando llega a casa, siempre trae un nuevo ejemplar de Fantomas. ¿Te lo imaginas? ¡Un hombre hecho y derecho!

Wallander se sintió aliviado porque él jamás compraba tebeos. Aunque sí sabía que Svedberg, por ejemplo, leía los de Superman de vez en cuando. Y en alguna que otra ocasión él los había ojeado, en un intento de recuperar la sensación de la niñez, que, no obstante, jamás logró invocar.

—Vaya, vaya. Eso no tiene buena pinta —sentenció—. Me refiero al hecho de que Johan y tú no os llevéis bien.

—Bueno, no es ésa la cuestión —precisó ella—. La cuestión es que no comprendo qué habrá visto mamá en ese hombre.

—Pues vente a vivir conmigo —la invitó Wallander en un impulso—. Ya sabes que sigues teniendo tu habitación en la calle de Mariagatan.

—Créeme que lo he pensado, pero sospecho que no funcionaría.

—Y ¿por qué no?

—Ystad es una ciudad demasiado pequeña. Si viviese allí, acabaría volviéndome loca. Más adelante, quizá. Sencillamente, hay ciudades en las que resulta imposible vivir cuando se es joven.

Wallander comprendía a qué se refería, pues también para hombres separados en la cuarentena, una ciudad como Ystad podía resultar demasiado agobiante.

—Y tú, ¿qué? —inquirió la muchacha.

—¿A qué te refieres?

—¿A ti qué te parece? A las mujeres, claro.

Wallander hizo una mueca, consciente de que no tenía ganas de hablar siquiera acerca de Emma Lundin.

—Deberías poner un anuncio —propuso ella—. «Hombre en su mejor momento busca mujer.» Yo creo que te lloverían las respuestas.

—¡Seguro! —ironizó Wallander—. Y después no nos llevaría ni cinco minutos comprender, mientras nos mirábamos fijamente, con ojos vidriosos, que no teníamos nada que decirnos.

Pero Linda lo sorprendió de nuevo.

—Tienes que buscarte a alguien con quien acostarte, papá. No es sano que andes por ahí aguantándote las ganas.

Wallander dio un respingo, pues era la primera vez que ella hacía algún comentario sobre aquel particular.

—Ya tengo lo que necesito —respondió evasivo.

—¿Y por qué no me lo cuentas?

—No hay mucho que contar. Es enfermera. Muy buena persona. El único problema es que ella me aprecia a mí mucho más que yo a ella.

Linda no insistió con más preguntas. Wallander, por su parte, se sorprendió preguntándose por la vida sexual de su hija, pero la sola idea lo embargó de tal cantidad de sensaciones contradictorias que decidió no indagar sobre ello.

Permanecieron en el restaurante hasta pasadas las diez. Él quiso llevarla a casa, pero Linda tenía que hacer algunos recados en la ciudad, de modo que se despidieron en el aparcamiento. Antes de marcharse, Wallander le dio trescientas coronas.

—No tienes que darme nada —le advirtió ella.

—Ya lo sé, pero tómalo.

Después, la vio desaparecer en dirección al centro mientras pensaba que aquélla era su familia: una hija que buscaba su camino y un padre que, en aquellos momentos, ocupaba el asiento de un avión que lo llevaría al cálido Egipto. La relación que mantenía con cada uno de ellos era compleja, pues no era sólo su padre quien podía ponerse difícil; también Linda lo era en ocasiones.

A las once y media ya estaba de vuelta en Ystad. Durante el viaje de regreso, le costó menos concentrarse en el caso que lo aguardaba. En efecto, el encuentro con Linda había renovado sus energías. «Con la mayor amplitud de miras», se dijo resuelto. «Así hemos de proceder.» Se detuvo a la entrada de la ciudad para tomarse una hamburguesa al tiempo que se prometía a sí mismo que aquélla sería la última del año. Cuando entró en la recepción de la comisaría, Ebba lo llamó. La mujer parecía algo tensa.

—Björk quiere hablar contigo —le comunicó.

Wallander dejó la cazadora en su despacho y se dirigió al de Björk, que le dio paso enseguida. El comisario jefe se puso en pie tras el escritorio.

—Me veo en la obligación de manifestar mi más absoluto descontento —declaró.

—¿Con qué?

—Con el hecho de que viajes a Malmö por un asunto privado cuando nos encontramos en mitad de una compleja investigación de asesinato. En especial tú que, se supone, eres el responsable.

Wallander no daba crédito a lo que acababa de oír. En efecto, Björk estaba echándole una reprimenda. Y aquello no había sucedido jamás, por más que hubiese tenido motivos de mayor peso que en aquella ocasión. El inspector pensó en todos los momentos en que había actuado de forma demasiado independiente sin advertir de ello a los demás.

—Ha sido bastante desafortunado —concluyó Björk—. Comprenderás que no tomaré ninguna medida oficial pero, lo reitero, me ha parecido poco juicioso por tu parte.

Wallander clavó una intensa mirada en Björk, antes de darse la vuelta y marcharse sin mediar palabra. Sin embargo, a medio camino, se volvió de nuevo, abrió de un golpe la puerta del despacho de Björk y declaró impertérrito:

—No estoy dispuesto a aceptar monsergas. Date por enterado. Si lo deseas, puedes presentar una queja formal, pero no me vengas con monsergas. Porque no pienso aguantarlo.

Dicho esto, se marchó. De nuevo en el pasillo, notó que había empezado a transpirar, pero no lamentaba su reacción, que consideraba necesaria. Por otro lado, no temía la menor represalia, consciente como era de la solidez de su posición en la comisaría.

Fue al comedor por un café y se sentó después tras el escritorio. Sabía que Björk había asistido en Estocolmo a algún curso para mandos policiales. «Lo más probable es que le hayan enseñado que es conveniente reprender a los colegas de forma periódica con objeto de favorecer el clima de trabajo», concluyó Wallander. «Pero, en tal caso, no ha sido un acierto empezar conmigo.»

Acto seguido, se preguntó quién le habría ido a Björk con el cuento de que él pensaba llevar a su padre a Malmö aquella mañana.

Existían varias posibilidades. Wallander no recordaba exactamente a quiénes les había hablado acerca del viaje de su padre a Egipto.

De lo que sí estaba convencido era de la inocencia de Rydberg, que veía en Björk un mal administrativo necesario, pero poco más. Además, el colega siempre mostraba su lealtad a aquellos con quienes trabajaba codo con codo sin, al mismo tiempo, dejarse corromper: jamás se le ocurriría encubrir a ninguno de sus compañeros si éste incurriese en alguna falta grave. En tal caso, Rydberg sería el primero en reaccionar.

El inspector vio interrumpido el hilo de su discurrir cuando Martinson apareció en la puerta de su despacho.

—¿Tienes un momento?

Wallander le señaló la silla que había al otro lado del escritorio.

Comenzaron hablando del incendio y del asesinato de las dos hermanas Eberhardsson. Pero Wallander notó enseguida que el motivo por el que Martinson había ido a visitarlo era bien distinto.

—Verás, quería hablarte del aeroplano —comenzó—. Los colegas de Sjöbo han trabajado con rapidez. Han localizado una zona justo al suroeste de la localidad donde se supone que divisaron luces aquella noche. Por lo que he podido comprender, se trata de una zona en la que no hay viviendas. Lo que puede apuntar a que, en efecto, dejaron caer algo.

—¿Quieres decir que se trataba de luces guía?

—Es una posibilidad. Además, aquella zona está cruzada por un sinfín de senderos y de vías de servicio: es tan fácil acceder allí como desaparecer.

—Bien, eso refuerza nuestra hipótesis —apuntó Wallander.

—Sí, pero aún hay más —prosiguió Martinson—. Los compañeros de Sjöbo han sido de lo más diligentes. Han estado controlando quiénes viven en los alrededores. La mayoría de los vecinos son, claro está, granjeros y agricultores. Pero hallaron una excepción.

Wallander lo escuchó con mayor interés.

—Hay una finca llamada Långelunda donde se han refugiado durante años personas de diverso pelaje que, de vez en cuando, le han causado problemas a la policía de Sjöbo. La gente ha llegado y se ha marchado de allí, las condiciones de propiedad no han estado nunca muy claras y han aparecido alijos de droga en alguna ocasión. Cierto que no se trataba de grandes cantidades, pero aun así...

Martinson se rascó la frente.

—El caso es que el colega con el que estuve hablando, Göran Brunberg, mencionó algunos nombres. Yo no presté demasiada atención, pero, una vez que hube colgado el auricular, me puse a recapacitar, pues había algo en uno de los nombres que me resultaba familiar. De algún caso reciente, ya sabes.

Wallander se estiró en la silla muy excitado.

—¿No querrás decir que Yngve Leonard Holm se aloja allí de vez en cuando? ¿Que tiene ahí un escondite?

Martinson asintió.

—Exacto. Me llevó unos minutos caer en la cuenta.

«¡Joder!», exclamó para sí Wallander. «Sabía que ocultaba algo. Incluso pensé en lo del avión. Pero no tuvimos más remedio que soltarlo, claro.»

—¡Vamos a citarlo! —resolvió Wallander al tiempo que subrayaba su exhortación con un puñetazo sobre el escritorio.

—Sí, eso fue precisamente lo que les dije a los colegas de Sjöbo cuando vi la conexión —convino Martinson—. Pero, cuando llegaron a Långelunda, Holm ya había desaparecido.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que había desaparecido, se había largado, ni rastro de él. Por lo visto, había estado viviendo allí durante los últimos años, pese a estar censado aquí en Ystad y haberse hecho construir aquí ese gran chalet. Los compañeros estuvieron hablando con algunos de los demás inquilinos del inmueble, gente de malas pulgas, me dieron a entender. Según averiguaron, Holm estuvo viviendo allí hasta hace unos días. Pero se marchó y nadie lo ha visto desde entonces. He estado inspeccionando la casa que tiene aquí, pero está cerrada a cal y canto.

Wallander reflexionó un instante.

—En otras palabras, que nadie se esperaba que Holm desapareciese, ¿no es así?

—Al menos los habitantes de la granja parecían inquietos.

—Es decir, que podría haber una conexión —concluyó Wallander.

—A mí se me ocurrió que tal vez Holm fuese uno de los pasajeros del avión. Que lo dejaron en algún lugar y luego se estrellaron.

—Lo dudo —negó Wallander—. En ese caso, el aparato habría contado con un lugar para aterrizar y recogerlo. Y la policía de Sjöbo no habrá encontrado ningún lugar así, ¿no?, alguna pista de aterrizaje improvisada o algo parecido. Además, no cuadran los horarios.

—Una avioneta pilotada por un experto tal vez no necesite más que una pequeña porción de terreno para aterrizar y despegar, ¿no te parece?

A Wallander le costaba dar la hipótesis por buena. Martinson podía tener razón, por más que a él le pareciese difícil. Por otro lado, le parecía muy probable que Holm hubiese estado implicado en el tráfico de narcóticos a mayor escala que la que ellos habían sospechado hasta el momento.

—Bien, en cualquier caso, seguiremos trabajando con este asunto —resolvió al cabo—. Por desgracia, tendrás que hacerlo solo. Los demás hemos de dedicarnos al asesinato de las hermanas.

—¿Habéis encontrado el posible móvil?

—No, sólo tenemos una ejecución inexplicable y un incendio provocado por una explosión —repuso Wallander—. Pero, si hay algo en los restos del incendio, Nyberg dará con ello.

Martinson se marchó. Los pensamientos de Wallander iban y venían del avión al incendio. Cuando dieron las dos, pensó que su padre debería haber llegado ya a El Cairo, si el avión había partido desde el aeropuerto de Kastrup a la hora prevista. Entonces recordó el extraño comportamiento de Björk. La sola idea volvió a llenarlo de indignación y, al mismo tiempo, de satisfacción por haberle contestado al jefe como correspondía.

Puesto que le costaba concentrarse en los papeles que tenía delante, tomó el coche y se dirigió de nuevo al lugar del incendio. Halló a Nyberg arrodillado entre los escombros junto con otros técnicos. El olor a quemado persistía con intensidad. Al ver a Wallander, el técnico se acercó hasta la calle.

—La gente de Edler dice que esto se ha quemado a muchísimos grados —explicó—. Todo parece derretido. Lo que, claro está, confirma la teoría de que fue provocado y comenzó en varios lugares al mismo tiempo, tal vez con gasolina.

—Tenemos que atrapar a quien lo hizo —exhortó Wallander.

—Sí. Parece que un loco anda suelto.

—Ya, o todo lo contrario —precisó Wallander—. Alguien que sabía bien lo que quería.

—¿En una mercería y en casa de dos abuelas solteronas?

Nyberg negó incrédulo con un gesto y regresó al lugar del siniestro. Wallander dio un paseo hasta el puerto. Necesitaba respirar aire fresco. Estaban a unos grados bajo cero y apenas si soplaba el viento. Al llegar a la entrada del teatro Riksteatern, se detuvo para ver qué había en cartel: La representación de un sueño, de Strindberg. «Si hubiese sido una ópera», se dijo. «Entonces sí que habría asistido.» En cambio, los parlamentos dramáticos lo hacían vacilar.

Salió al muelle del puerto deportivo. Un transbordador entraba en aquel momento, desde la gran terminal. Algo ausente, se preguntó cuántos coches de contrabando saldrían de Suecia a aquella misma hora.

A las tres y media de la tarde regresó a la comisaría. Se preguntaba si su padre se encontraría bien en el hotel, y si él recibiría otra reprimenda de Björk por ausentarse sin permiso. A las cuatro, tenía ya reunidos a sus colegas en una de las salas. Revisaron cuanto había sucedido durante el día, pero el material seguía siendo escaso.

—Sorprendentemente escaso —puntualizó Rydberg—. Resulta que una casa desaparece pasto de las llamas en medio de Ystad y da la casualidad de que nadie ha reparado en ningún detalle anormal.

Svedberg y Hanson informaron de lo que habían conseguido. Ninguna de las hermanas había estado casada jamás. Tenían unos cuantos parientes lejanos, algunos primos y primos segundos, pero ninguno de ellos vivía en Ystad. Las declaraciones de ingresos de la mercería eran de lo más normales y tampoco habían descubierto ninguna cuenta corriente con grandes cantidades. Hanson había dado con una caja fuerte que tenían en el banco Handelsbanken. Pero, puesto que no disponían de las llaves, el fiscal Per Åkeson tuvo que extender una orden para que la abrieran. Hanson contaba con que pudiesen hacerlo a lo largo del día siguiente.

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