—¿Adónde pensaban viajar? —inquirió el inspector.
—Adonde siempre, a España.
—¿Concretamente?
—A Marbella. Tenían una casa allí.
La continuación dejó a Wallander estupefacto.
—Yo he visto esa casa. El año pasado, cuando estuve en Marbella haciendo un curso. La competencia entre las agencias de viajes es muy dura en los tiempos que corren. Un día, en un rato libre, fui a ver su casa. Como conocía la dirección...
—¿Y era grande?
—¡Un palacio! Con un terreno enorme, altos muros y guardas de seguridad.
—No sabes cuánto te agradecería que me anotases la dirección —declaró Wallander sin poder ocultar su excitación.
La joven rebuscó entre sus archivadores hasta que encontró la dirección, que escribió en un papel.
—¿Y dices que Emilia tenía pensado salir de viaje en enero?
La muchacha miró la pantalla de su ordenador antes de responder:
—El 7 de enero; salida del aeropuerto de Kastrup a las nueve y cinco, destino Málaga vía Madrid.
Wallander tomó un bolígrafo de los que había en la mesa y anotó.
—Es decir, que no era un vuelo chárter, ¿no?
—Ninguna de las dos viajaba en vuelos chárter. Siempre primera clase.
«Claro, cómo no. Estas dos señoras gozaban de una buena situación económica», constató Wallander.
La chica le dio también el nombre de la compañía con la que volaba, Iberia, que Wallander se apresuró a añadir a sus notas.
—Me pregunto qué pasará ahora... El billete está pagado.
—Todo se arreglará, ya verás —afirmó Wallander—. Por cierto, ¿cómo pagaban los billetes?
—Siempre al contado y con billetes de mil.
Wallander se guardó las notas en el bolsillo y se puso en pie.
—Has sido de gran ayuda —aseguró agradecido—. La próxima vez que desee salir de viaje, te compraré el billete a ti. Pero, en mi caso, tendrá que ser un vuelo chárter.
Eran cerca de las cuatro de la tarde. Wallander pasó por el banco en que, al día siguiente, tendría que recoger los documentos de su préstamo y el dinero para la compra del coche. Al cruzar la plaza, se encogió para protegerse del fuerte viento. A las cuatro y veinte, ya estaba de vuelta en la comisaría. De nuevo castigó la abolladura de la puerta con su ya ritual patada. Ebba lo informó de que tanto Hanson como Svedberg estaban fuera y de que, y esto era lo más importante, había llamado al hospital para hablar con Rydberg. El colega le dijo que se encontraba bien pero que permanecería ingresado aquella noche.
—Bien, iré a verlo.
—Ya, bueno, eso fue lo último que dijo: que bajo ninguna circunstancia quería recibir visitas ni llamadas telefónicas y, menos aún, flores.
—No me extraña, sabiendo cómo es... —comentó Wallander.
—En mi opinión, todos trabajáis demasiado, coméis demasiado mal y hacéis muy poco ejercicio.
Wallander se inclinó hacia la recepcionista.
—Igual que tú —sentenció—. Tú también has engordado de un tiempo a esta parte.
Ebba rompió a reír mientras Wallander se dirigía al comedor, donde encontró media barra de pan que alguien había dejado sobre la mesa. Se preparó con ella unos bocadillos y se los llevó a su despacho. Después redactó un resumen de la información recabada de Linnea Gunnér y de Annete Bengtsson. Cuando terminó, a las cinco y cuarto, lo leyó mientras pensaba por dónde continuar. «Todo ese dinero viene de alguna parte», concluyó. «Un hombre que entra en la mercería y, al ver a una cliente, se da media vuelta. Es decir, que tenían una especie de código para entenderse.
»La cuestión es qué se ocultará detrás de toda esta historia. Y por qué estas mujeres resultan asesinadas de repente. Algún mecanismo del sistema ha dejado de funcionar.»
A las seis de la tarde hizo un nuevo intento de localizar a sus colegas, pero el único que andaba por allí era Martinson, con el que resolvió convocar una reunión para las ocho de la mañana siguiente. Wallander apoyó los pies sobre el escritorio sin dejar de pensar en el doble asesinato. Pero, puesto que su discurrir no parecía conducirlo a ningún resultado, decidió que tanto daba si continuaba reflexionando en casa. Además, cayó en la cuenta de que debía limpiar el coche, del que se desharía al día siguiente.
Estaba poniéndose la cazadora cuando Martinson entró en el despacho.
—Será mejor que te sientes —le recomendó el colega.
—Estoy bien de pie —replicó Wallander irritado—. ¿Puede saberse qué ha ocurrido?
Martinson, que sostenía un télex en la mano, parecía preocupado.
Le tendió el documento a Wallander, que lo leyó sin comprender nada. Entonces se sentó sobre el borde del escritorio y volvió a leerlo despacio, palabra por palabra.
Finalmente, comenzó a entender el contenido del mensaje. Y, aun así, se negaba a creer que fuese verdad.
—A ver..., aquí dice que la policía de El Cairo ha detenido a mi padre. Y que lo llevarán a juicio a menos que abone una cantidad equivalente a diez mil coronas suecas; que está acusado de «intromisión indebida y escalada prohibida». ¿Qué coño significará eso?
—Sí, a mí también me resultó un tanto extraño, así que llamé al Ministerio de Asuntos Exteriores —explicó Martinson—. Al parecer, tu padre ha intentado escalar la pirámide de Keops, pese a que está prohibido.
Wallander clavó una mirada impotente en su colega.
—Me temo que tendrás que ir tú mismo a buscarlo —auguró Martinson—. Existe un límite para las posibilidades de actuación de la embajada sueca en aquel país.
Wallander movía la cabeza incrédulo.
Simplemente, se negaba a creer que fuese cierto.
Eran las seis de la tarde. Del 15 de diciembre de 1989.
A las 13.10 del día siguiente, Wallander se hundió en el asiento de un DC-9 llamado Agne, perteneciente a la compañía aérea SAS. Ocupaba el puesto número 19 C, plaza de pasillo, y confiaba en que, tras un par de transbordos en Frankfurt y Roma, aterrizaría en El Cairo. La llegada estaba prevista para las 20.15. Wallander seguía sin saber si había alguna diferencia horaria entre Suecia y Egipto. En realidad, lo ignoraba casi todo acerca de las circunstancias que lo habían arrancado de su vida en Ystad, de la investigación de un siniestro aéreo y de un doble asesinato brutal, para colocarlo en un avión dispuesto a partir del aeropuerto de Kastrup con destino al norte de África.
La noche anterior, cuando el contenido del télex enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores alcanzó finalmente su entendimiento, el inspector perdió el control por completo. Abandonó la comisaría sin pronunciar palabra y, pese a que Martinson lo siguió hasta el aparcamiento ofreciéndole su ayuda en lo que necesitase, él no se dignó contestar.
Una vez en el apartamento de la calle de Mariagatan, se tomó dos generosos vasos de whisky, uno tras otro, antes de volver a leer el arrugado teletexto varias veces más, con la esperanza de hallar un mensaje oculto que le indicase que no se trataba más que de una invención, una broma que alguien, tal vez incluso su propio padre, hubiese querido gastarle. Pero la conclusión tras la repetida lectura no fue otra que la de admitir que el ministerio hablaba muy en serio. De modo que no le quedaba más salida que aceptar el hecho: su insensato padre había emprendido la hazaña de escalar una pirámide, con lo que había sido arrestado y estaba ahora a disposición de la policía de El Cairo.
Poco después de las ocho llamó a Malmö y, por suerte, fue Linda quien respondió al teléfono. El inspector le contó la verdad y le pidió consejo sobre qué hacer. La respuesta de la joven fue directa y decidida: el único remedio posible era que él mismo viajase a Egipto al día siguiente e hiciese lo posible para que le levantasen el arresto a su abuelo. Wallander opuso una serie de objeciones, que ella rechazó con sólidos argumentos. Finalmente, no le quedó más salida que admitir que la joven tenía razón. Además, le prometió que se informaría de las combinaciones posibles de los vuelos que partían para El Cairo al día siguiente.
El inspector fue calmándose de forma paulatina. Al día siguiente iría al banco a recoger sus veinte mil coronas para comprarse un coche nuevo. Nadie le preguntaría en qué pensaba invertir el dinero, en realidad. De modo que podría comprar el billete y cambiar el resto del dinero en libras esterlinas o en dólares para poder pagar la multa que le habían impuesto a su padre. A las diez de la noche, Linda lo llamó para comunicarle que había un vuelo a las 13.10. El inspector decidió que acudiría a Anette Bengtsson para que le preparase los billetes. Cuando, aquella misma tarde, le prometió a la joven que recurriría a los servicios de su agencia de viajes, no se imaginó ni por un momento que su promesa se vería cumplida con tal prontitud.
Hacia medianoche intentó preparar el equipaje. Pero, en realidad, no sabía nada de El Cairo. Su padre había emprendido el viaje con un viejo sombrero tropical; pero, por otro lado, era evidente que el hombre no estaba en sus cabales, de modo que su actitud no podía servirle de ejemplo. Al cabo de no mucha reflexión, arrojó unas camisas y algo de ropa interior en una bolsa de viaje convencido de que aquello debía bastar. Después de todo, no pensaba estar fuera más de lo absolutamente necesario.
Hecho esto, se tomó otro par de whiskies, puso el despertador a las seis e intentó conciliar el sueño. Un inquieto duermevela lo arrastró con lentitud infinita hasta el amanecer.
Cuando, a la mañana siguiente, el banco abrió sus puertas, él fue el primer cliente en entrar. No tardó ni veinte minutos en firmar los documentos, recibir el dinero y cambiar la mitad en libras esterlinas, confiando en que nadie le preguntase por qué debía pagar la mitad del coche en esa moneda. Una vez que salió del banco, se encaminó directamente a la agencia de viajes. Anette Bengtsson se sorprendió al verlo entrar, pero enseguida se mostró dispuesta a atenderlo y a reservarle el billete. La fecha del viaje de regreso debía quedar abierta. Al oír el precio, el inspector quedó atónito, aunque, sin el menor comentario, fue amontonando los billetes de mil coronas hasta completar la suma, recogió sus billetes y se marchó a toda prisa.
Después tomó un taxi hasta Malmö.
Hasta aquel momento le había sucedido en varias ocasiones que, en estado de absoluta embriaguez, se había visto en la necesidad de tomar un taxi de Malmö a Ystad. Pero jamás en sentido contrario y en estado de sobriedad absoluta. Estaba claro que no podría permitirse cambiar de coche. Tal vez debiese considerar la alternativa de una motocicleta. O de una bicicleta.
Linda lo aguardaba junto a los transbordadores. No disponían más que de unos minutos, pero la muchacha lo convenció de que estaba haciendo lo correcto y le preguntó si había recordado llevar el pasaporte.
—También necesitas un visado —le advirtió ella—. Pero puedes comprarlo en el aeropuerto de El Cairo.
Allí se encontraba, pues, en el asiento 19 C, sintiendo ya cómo el avión cobraba velocidad y se elevaba hacia las nubes y hacia las invisibles vías aéreas en dirección al sur. Aún le parecía estar en su despacho de la comisaría viendo a Martinson con el télex en la mano y aquella mirada inocente.
El aeropuerto de Frankfurt quedó en su memoria como una serie interminable de galerías y escaleras. De nuevo en su asiento de pasillo, llegó a Roma, donde, tras cambiar de avión una vez más, se desprendió de su cazadora, pues hacía mucho calor. El avión aterrizó a trompicones en el aeropuerto de El Cairo con media hora de retraso. Para amortiguar su preocupación, su miedo a volar y su inquietud ante lo que se le avecinaba, Wallander había bebido demasiado durante el viaje y, aunque no estaba ebrio cuando salió a la asfixiante noche egipcia, tampoco podía decirse que estuviese sobrio. Llevaba la mayor parte del dinero en una bolsita de tela que le rozaba el pecho bajo la camisa. Un indolente empleado del control de pasaportes lo envió a una oficina bancaria en la que podía adquirir el visado de turista. Tras haber recibido un montón de sucios billetes pudo, de repente, pasar tanto el control de pasaportes como la aduana. Un nutrido número de taxistas se ofreció al unísono a llevarlo a cualquier parte del mundo, pero Wallander conservaba aún la presencia de ánimo suficiente como para buscar algún minibús cuyo destino fuese el complejo Mena Houses, que, según había podido comprender, era bastante grande. Hasta ahí llegaba el plan que tenía elaborado: partir del mismo hotel en el que se hospedaba su padre. Así, sentado en un pequeño autobús y aplastado entre un grupo de altaneras señoras americanas, atravesó la ciudad en dirección al hotel. Sintió contra su rostro el cálido aire nocturno; de pronto descubrió el caudal de un río, tal vez el Nilo, y poco después el autobús llegó a su destino.
Cuando salió del autobús, se había recobrado y se sentía sobrio de nuevo. A partir de aquel momento, no tenía la menor idea de qué hacer. «Un policía sueco en El Cairo puede sentirse bastante insignificante», constató apesadumbrado cuando accedió a la ampulosa entrada del hotel. Se acercó a la recepción, donde un joven empleado muy amable le preguntó, en un inglés impecable, si podía serle de ayuda. Wallander le explicó que no tenía reservada habitación, a lo que el solícito joven reaccionó con un gesto de preocupación que subrayó negando con la cabeza. No obstante, halló por fin una habitación libre.
—Creo que ya tienen un huésped con el nombre de Wallander.
El hombre miró en su ordenador portátil antes de asentir.
—Es mi padre —declaró el inspector al tiempo que rabiaba en su interior a causa de su lamentable pronunciación de la lengua inglesa.
—Lamento no poder asignarle una habitación contigua a la suya —se excusó el joven—. Las únicas habitaciones que nos quedan son las más sencillas, sin vistas a las pirámides.
—A mí me viene de maravilla —aseguró Wallander, que no deseaba recordar las pirámides más de lo necesario.
Firmó, tomó la llave y un pequeño plano y comenzó a buscar su habitación en el pequeño laberinto que constituían las instalaciones del complejo hotelero. Mientras estudiaba el plano, comprendió que el edificio había sufrido sucesivas y múltiples reformas en el transcurso de los años. Finalmente, localizó su habitación y se sentó en la cama. El aire acondicionado refrescaba el ambiente. Se quitó la camisa, que tenía empapada de sudor, y fue al cuarto de baño, donde se miró al espejo.
—Bien, aquí estoy —anunció en voz alta dirigiéndose a su propia imagen—. Es muy tarde y necesitaría comer algo y dormir. Sobre todo, dormir. Pero no puedo, porque el chiflado de mi padre está en alguna de las comisarías de policía de esta ciudad.