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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (51 page)

BOOK: La pirámide
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Martinson acababa de finalizar su relato cuando la puerta de la sala se abrió, dejando ver la cabeza de un agente que anunció que habían recibido un mensaje de la Interpol. Martinson salió para ir a buscarlo y, mientras tanto, Svedberg les describió la energía derrochada por Björk para hacer que reparasen la puerta de la comisaría.

Finalmente, regresó Martinson.

—Uno de los pilotos ha sido identificado —reveló—. Pedro Espinosa, de treinta y tres años. Nacido en Madrid. Huésped de las cárceles españolas por fraude y de las francesas por contrabando.

—El contrabando nos cuadra a la perfección —apuntó Wallander.

—Cierto, pero hay un detalle más que nos interesa —observó Martinson—. Su última residencia conocida está en Marbella, donde las hermanas Eberhardsson tenían su mansión.

Se hizo el silencio en la sala. Wallander no albergaba la menor duda de que podía tratarse de coincidencias fortuitas. Una casa en Marbella y un piloto cuyo avión se estrella y que, por casualidad, vivía también en aquella localidad española. Pero, en su fuero interno, sabía que estaban a punto de detectar una conexión apabullante. Ignoraba cuál sería su significado, pero, en cualquier caso, ya podían empezar a indagar en un sentido concreto.

—La identidad del otro tripulante sigue siendo desconocida —prosiguió Martinson—. Pero continúan investigando.

Wallander miró los rostros de sus colegas.

—Necesitamos la colaboración de la policía española —advirtió—. Si están tan dispuestos a cooperar como Radwan en El Cairo, no tardarán mucho en poder inspeccionar la casa de las hermanas Eberhardsson. Deberán buscar cajas fuertes, narcóticos... Y averiguar cuál era el círculo de amistades de las hermanas en la costa española. Es una información que necesitamos con la mayor brevedad posible.

—¡No crees que alguno de nosotros debería viajar hasta allí? —inquirió Hanson.

—Aún no. Para tomar el sol, te esperas al verano.

Revisaron una vez más todo el material y distribuyeron las diversas tareas pendientes. Ante todo, debían concentrarse en la persona de Yngve Leonard Holm. Wallander notó que el grupo de investigación empezaba a trabajar a un ritmo más acelerado. A las diez menos cuarto dieron por concluida la reunión. Hanson le recordó a Wallander que el día 21 de diciembre se celebraría la tradicional cena navideña de la policía en el hotel Continental. Wallander se esforzó por dar con una buena excusa para no asistir, pero sin éxito.

Una vez que hubo realizado las llamadas telefónicas que tenía pendientes, dejó descolgado el auricular y cerró la puerta del despacho. Muy despacio, comenzó a retomar punto por punto el material de que hasta entonces disponían tanto en torno al avión siniestrado como a Yngve Leonard Holm y las dos hermanas Eberhardsson. Así, dibujó en su bloc escolar un triángulo, cada uno de cuyos ángulos representaba uno de los tres componentes del caso. «Cinco muertos», recapituló para sí. «Dos pilotos, uno de ellos de origen español, en un avión que podemos calificar literalmente como un "holandés errante", puesto que se supone que quedó declarado siniestro total y fue entregado a la chatarra tras un accidente acontecido en Laos. Un avión que, durante la noche y en secreto, sobrevuela la frontera sueca, gira al sur de Sjöbo y se estrella junto a Mossby Strand. Hay testigos oculares de la proyección de unos potentes focos sobre el terreno, lo que puede indicar que el avión dejó caer algún paquete.

»Ése es el primer ángulo.

»El segundo, dos hermanas que se dedican a su negocio de mercería en Ystad. Aparecen asesinadas de un tiro en la nuca y su casa se desvanece pasto de las llamas. Resulta que son dos señoras adineradas, que tienen una caja fuerte incrustada en los cimientos de la casa y una propiedad inmobiliaria en España. Es decir, que este ángulo lo constituyen dos hermanas que llevaban una doble vida.»

En este punto del razonamiento, Wallander trazó una línea entre Pedro Espinosa y las hermanas Eberhardsson, pues había entre ellos una conexión: Marbella.

En el tercer ángulo se hallaba Yngve Leonard Holm, que había sido ejecutado en un sendero del bosque a las afueras de Sjöbo. De él sabían que era un notorio traficante de drogas que había desarrollado hasta la perfección la capacidad de borrar sus huellas.

«Sin embargo, alguien le dio caza a las afueras de Sjöbo», precisó Wallander para sí.

Se levantó de la mesa y contempló su triángulo. ¿Qué podía revelarle aquel esquema? Reflexivo, dibujó un punto en el centro de la figura geométrica. «Un núcleo», se dijo. «La eterna pregunta de Hemberg y Rydberg: ¿dónde está el núcleo, el punto central?» Sin dejar de observar su dibujo, de pronto cayó en la cuenta de que aquello que acababa de plasmar sobre el papel bien podía parecer una pirámide. La base de las pirámides era un cuadrado, pero, en la distancia, podían confundirse con un triángulo.

Volvió a sentarse. Cuanto tengo ante mis ojos no apunta, en realidad, más que a una sola idea: aquí ha sucedido algo que ha alterado un modelo. Lo más verosímil es que el avión que se estrelló constituya el punto de partida. Con ello, se provocó una reacción en cadena que desembocó en tres asesinatos, tres ejecuciones.

Tras la síntesis, comenzó de nuevo desde el principio. La idea de la pirámide no le daba tregua a su mente. ¿No estarían ante un episodio de una curiosa lucha por el poder en la que las hermanas Eberhardsson, Yngve Leonard Holm y el avión simbolizaban los ángulos del triángulo, pero en la que debía existir un núcleo, para ellos desconocido?

De forma paulatina y metódica fue desbrozando cada uno de los datos con que contaban. De vez en cuando anotaba una pregunta, una sugerencia. Sin que él se percatase de ello, dieron las doce del mediodía. Dejó el bolígrafo, tomó la cazadora y bajó al banco. Estaban a pocos grados sobre cero y caía una fina llovizna. Ya en el banco, firmó el nuevo contrato y retiró otras veinte mil coronas. En aquel momento, no quería ni pensar en la importante suma de dinero que había gastado en Egipto. Lo de la multa era distinto. Pero lo que corroía y hería lo más recóndito de su tacaño ser era el precio del billete de avión. Por otro lado, no abrigaba la menor esperanza de que su hermana estuviese dispuesta a compartir el gasto.

A la una en punto llegó el vendedor de coches con su nuevo Peugeot. El viejo se negó a arrancar, pero Wallander no podía esperar a que llegase la grúa, así que se dio una vuelta en su nuevo vehículo, de color azul marino. El interior estaba desgastado y olía a tabaco, pero el motor emitía un sonido excelente. Y eso era lo más importante. Salió a la carretera en dirección a Hedeskoga y, a punto estaba ya de dar la vuelta, cuando decidió continuar. En efecto, iba camino de Sjöbo y, puesto que Martinson les había explicado con todo lujo de detalles el lugar exacto en que fue hallado el cuerpo de Holm, sintió deseos de verlo y, tal vez, de visitar la casa en la que había vivido la víctima.

El lugar donde había sido hallado el cadáver seguía acordonado, aunque ya habían retirado la vigilancia policial. Wallander salió del coche. Un inmenso silencio lo rodeó al punto. Pasó por encima del cordón policial y miró a su alrededor. Sin lugar a dudas, si uno tenía planes de matar a alguien, no podía elegir escenario más idóneo. Intentó imaginarse el curso de los acontecimientos. Holm habría llegado allí en compañía de alguien. Según Martinson, no había huellas más que de un coche.

«Un trato», imaginó Wallander. «Una entrega, un pago. Después, se presenta un imprevisto, algo sucede, Holm recibe un disparo en la nuca y, antes de tocar el suelo, ya está muerto. La persona que ha perpetrado el crimen desaparece sin dejar huella.»

«Es un hombre», prosiguió razonando. «O varios. El mismo o los mismos que, días antes, habían asesinado a las hermanas Eberhardsson.»

De repente lo embargó la sensación de que se había aproximado a algo crucial. Otra conexión se presentaba desdibujada, un punto de unión que él debería descubrir con sólo esforzarse un poco. Le parecía evidente que tras todo aquello se ocultaba un asunto de tráfico de drogas. Por más que, hasta el momento, le resultaba difícil digerir la idea de que dos hermanas ancianas, dueñas de una mercería, pudiesen estar involucradas en semejante negocio. Sin embargo, Rydberg tenía razón. Su primer comentario, sus alusiones a qué era lo que en realidad sabían de las dos hermanas, hallaba poco a poco su justificación.

Wallander salió del sendero del bosque y volvió al coche para continuar su marcha. Tenía el plano de Martinson grabado en la memoria. En la gran rotonda situada al sur de Sjöbo debía girar a la derecha. Después, tomaría la segunda salida a la izquierda, que desembocaba en una carretera de gravilla. La casa que buscaba era la última de la derecha, con un granero de color rojo junto al camino. Allí estaba, en efecto, el buzón azul desvencijado. Los coches para el chatarrero y el tractor oxidado en un cercado junto al granero. El perro ladrador, de raza indefinida, en un amplio jardín. No tuvo la menor dificultad en dar con la casa. Antes de abrir siquiera la puerta del coche, oyó los ladridos del perro. Salió del vehículo y entró en el jardín. La pintura de la vivienda había empezado a caerse y los canalones pendían del tejado en varios trozos. El perro ladraba desesperado sin dejar de arañar la verja. Wallander se preguntó inquieto qué sucedería si la portezuela cediese y el perro quedase libre. Se dirigió hasta la puerta y llamó al timbre, pero vio enseguida que los cables de la corriente estaban sueltos. Dio, pues, unos toquecitos y aguardó. Finalmente, aporreó la puerta con tanto ímpetu que ésta cedió. Preguntó a gritos si había alguien en casa, pero seguía sin obtener respuesta. «No debería entrar», se recriminó. «Si lo hago, estaré contraviniendo toda una serie de normas que no sólo afectan a los agentes de policía, sino a todos y cada uno de los ciudadanos civiles.» Concluida la exposición mental de su advertencia, empujó la puerta y entró en la vivienda. Los colores del papel de la pared estaban desvaídos, olía a cerrado y a sucio y reinaba el más absoluto desorden. Los sofás estaban rotos y los colchones por los suelos. En cambio, había un televisor de pantalla de gran formato y un vídeo último modelo, así como un reproductor de discos compactos con grandes altavoces. Volvió a gritar al aire su pregunta, pero nadie respondió. En la cocina, el caos era indescriptible. Una torre inestable de platos sucios se erguía desde el fondo del fregadero y, esparcidas por el suelo, se veían infinidad de bolsas de papel y de plástico y de cajas de pizza vacías, hacia las que se dirigían hileras de hormigas con puntos de partida muy diversos.

Un ratón pasó como un rayo hacia un rincón. El olor a humedad era insoportable. Wallander prosiguió su inspección, para detenerse ante una puerta donde, escrito con espray, se leía: «El templo de Yngve». Empujó la puerta y comprobó que había una cama en excelente estado con tan sólo la sábana bajera y un edredón. El resto del mobiliario de aquella dependencia lo constituían un escritorio y dos sillas. Sobre el alféizar de la ventana había un aparato de radio y, de la pared, colgaba un reloj cuyas agujas se habían detenido en las siete menos diez. Allí vivió, pues, Yngve Leonard Holm. A pesar de que, por otro lado, se había hecho construir una mansión en el centro de Ystad. En el suelo de la habitación estaba la parte superior del chándal que Holm llevaba cuando Wallander lo interrogó. El inspector se sentó con cautela en el borde de la cama, temeroso de que las patas cediesen bajo su peso, y echó una ojeada a su alrededor. «Aquí vivía una persona que se ganaba la vida abocando a otros seres humanos a distintas formas de infiernos relacionados con las drogas.» Movió la cabeza en gesto displicente y se agachó para mirar debajo de la cama, donde no halló más que gruesas bolas de pelusas, una zapatilla sin su pareja y unas revistas pornográficas. Se puso en pie y abrió los cajones del escritorio, llenos de más revistas ilustradas con fotografías de mujeres desnudas y despatarradas, algunas de ellas aterradoramente jóvenes. Ropa interior, comprimidos analgésicos, tiritas...

El cajón siguiente. Un viejo soplete, de esos que se utilizaban para poner en marcha el motor de las pequeñas embarcaciones pesqueras. En el último cajón, halló un montón de papeles formando un desordenado revoltijo, entre los que distinguió algunas calificaciones escolares. Wallander comprobó que Holm sólo había obtenido buenas notas en aquella asignatura que también era su favorita, la geografía. Por lo demás, había ido aprobando por los pelos. Algunas fotografías del propio Holm en un bar, con sendas cervezas en las manos y visiblemente borracho; los ojos enrojecidos. Otra de Holm desnudo en una playa mirando fijamente a la cámara con una amplia sonrisa bobalicona. Después, una fotografía antigua en blanco y negro, de un hombre y una mujer junto a un sendero. Wallander le dio la vuelta para ver el reverso, donde se distinguía la leyenda «Bastad, 1937». «Podrían ser los padres de Holm», aventuró.

Siguió rebuscando entre los papeles y se detuvo en un billete de avión usado que se llevó hasta la ventana. «Copenhague-Marbella, ida y vuelta, el 12 de agosto de 1989. Regreso el 17.» Cinco días en España, por tanto, y no en vuelo chárter, precisamente. Ignoraba si el código correspondía a clase económica o a primera clase. Se guardó el billete en el bolsillo y cerró el cajón tras varios minutos de búsqueda infructuosa. En el armario no halló nada que le llamase la atención, salvo el desorden inefable que allí reinaba. Wallander se sentó de nuevo sobre el borde de la cama mientras se preguntaba qué clase de personas serían los demás habitantes de la casa. Regresó a la sala de estar. Al ver el teléfono que había sobre la mesa, decidió utilizarlo para llamar a la comisaría, donde habló con Ebba.

—¿Dónde estás? —inquirió la recepcionista—. Aquí preguntan por ti.

—¿Y quién pregunta por mí?

—Bueno, ya sabes. Basta que no estés para que todos quieran hablar contigo.

—Está bien, ya voy —aseguró Wallander.

Antes de colgar, le pidió que le buscase el número de teléfono de la agencia de viajes en la que trabajaba Anette Bengtsson. Lo retuvo en su memoria, concluyó la conversación con Ebba y llamó a la agencia. Fue la otra chica quien atendió la llamada, de modo que le pidió que lo pasase con Anette. Transcurridos unos minutos, oyó la voz de la joven. Cuando Wallander se presentó, la joven preguntó enseguida:

—¡Ah! ¿Qué tal ha ido el viaje a El Cairo?

—Bien. Las pirámides eran muy altas y curiosas. Además, hacía calor.

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