Wallander regresó a Ystad a mediodía mientras Nyberg se quedaba en Malmö. El inspector era consciente de que, si bien era cierto que deseaba haberse aproximado a la solución del caso, no tenía confianza alguna en que así fuese.
Al mismo tiempo, una idea hasta entonces postergada había empezado a rondarle la cabeza. Se trataba, en efecto, de una conclusión que él debía haber extraído; o de una suposición que obvió en su momento. Y por más que rebuscaba en su memoria, no conseguía identificarla.
En el trayecto de regreso a Ystad, tomó el desvío hacia Stjärnsund y se detuvo un instante en el picadero de Sten Widén, al que encontró en los establos junto con una señora de edad, propietaria, al parecer, de uno de los caballos que recibía entrenamiento en el picadero. La mujer estaba a punto de marcharse cuando llegó Wallander. Los dos amigos vieron partir el BMW.
—Es muy buena persona —declaró Widén—. Pero se deja convencer para comprar unos caballos incapaces de hacer feliz a nadie. Y mira que siempre le digo que me pida consejo antes de comprar, pero ella cree que sabe lo que hace. Ahora tiene uno llamado Júpiter que jamás ganará ni una sola carrera.
Widén abrió los brazos en gesto resignado.
—Pero me mantengo gracias a ella —terminó por admitir.
—Yo a quien quiero ver es a Traviata —aseguró Wallander.
Regresaron, pues, a los establos, donde se oía el patear de los caballos en los distintos compartimentos. Sten Widén se detuvo ante uno de ellos y comenzó a acariciar el morro del animal.
—Traviata —anunció presentando al equino—. Es bastante recatada, por así decirlo. Figúrate que se asusta de los sementales...
—¿Es buena?
—Puede llegar a serlo, pese a que sus patas traseras son muy delicadas. Ya veremos.
Salieron de nuevo al jardín. En los establos, Wallander notó que a su amigo le olía el aliento a alcohol. Widén le ofreció un café, que Wallander rechazó agradecido.
—Verás, tengo un triple asesinato que resolver —explicó—. Supongo que lo habrás leído en los periódicos.
—Bueno, yo sólo leo las páginas deportivas —advirtió Widén.
Wallander se marchó de Stjärnsund con la duda de si Sten y él serían todavía capaces de reavivar la mutua confianza que los había unido en otro tiempo.
Cuando llegó a la comisaría, se topó con Björk, que estaba en recepción.
—Ya he oído que habéis resuelto el caso de los asesinatos —comentó.
—En absoluto —rechazó Wallander en tono terminante—. No hemos resuelto nada.
—Bien, en ese caso, no perdamos la esperanza —repuso Björk.
El comisario jefe cruzó la puerta y desapareció en la calle. «Actúa como si no hubiésemos tenido ningún roce», consideró Wallander. «A menos que sea más reacio a los enfrentamientos que yo mismo. O menos rencoroso.»
Wallander convocó a los miembros del grupo y repasó con ellos la información recabada en Malmö.
—¿Crees que es nuestro hombre? —quiso saber Rydberg una vez que Wallander hubo concluido.
—No lo sé —confesó el inspector.
—En otras palabras, que no crees que sea él —aventuró el colega.
Wallander no respondió. Simplemente, se encogió de hombros con gesto resignado. Cuando dieron por terminada la reunión, Martinson le preguntó a Wallander si podría sustituirlo la noche de fin de año. Martinson tenía guardia, pero, naturalmente, prefería no trabajar esa noche. Wallander meditó un instante. En realidad, pensó que sería mucho más sensato quedarse trabajando y tener la mente ocupada en lugar de estar pensando en Mona toda la noche; sin embargo, le había prometido a su padre que iría a verlo a Löderup en fin de año. Y aquélla era una promesa insoslayable.
—Lo siento, le prometí a mi padre que pasaría Nochevieja con él —se excusó—. Tendrás que pedírselo a otro.
Una vez que Martinson se hubo marchado, Wallander permaneció un rato en la sala de reuniones, empecinado en dar con aquella idea tan difícil de concretar y que lo había asaltado durante el camino de regreso de Malmö. Se colocó junto a la ventana a contemplar abstraído el aparcamiento y, más allá, el depósito del agua. Muy despacio, revisó mentalmente todos los sucesos desde el principio, esforzándose por atrapar el dato escurridizo que creía haber pasado por alto, pero todo fue en vano.
El resto del día no les trajo ninguna novedad, lo que los obligó a una exasperante espera. Nyberg volvió por fin de Malmö. Los peritos de balística trabajaban intensamente con el arma. Martinson logró cambiar la guardia de fin de año con Näslund, que no se llevaba muy bien con su mujer y prefería no estar en casa. Wallander deambulaba por el pasillo sin dejar de perseguir aquella idea perdida que no dejaba de corroer su conciencia. Estaba persuadido, eso sí, de que no se trataba más que de un detalle, tal vez una palabra suelta, que debería haber retenido para estudiar con más detenimiento, pero que le había pasado inadvertida.
Dieron las seis y Rydberg se marchó sin despedirse. Wallander y Martinson revisaron juntos todo lo que conocían acerca de Yngve Leonard Holm. Nacido en Brösarp, jamás había tenido en su vida, a la luz de los datos que poseían, un solo trabajo decente. Una serie de hurtos de orden menor cometidos en la juventud lo abocaron con el tiempo a delitos más graves, pero ninguno violento, en lo que coincidía con Nilsmark.
Al cabo de un buen rato, Martinson se despidió y se marchó a casa. Hanson estaba inmerso en sus boletos de apuestas, que se apresuró a ocultar en un cajón tan pronto como Wallander apareció en su despacho. Después, en el comedor, el inspector intercambió unas frases con un par de agentes que se dedicarían a controlar el tráfico en Nochevieja. Pensaban concentrarse en las carreteras comarcales y locales, «carreteras de borrachos», que solían utilizar los conductores ebrios que conocían bien la zona y que, pese a haber consumido alcohol, pensaban tomar el coche para volver a casa. A las siete de la tarde, Wallander llamó a Malmö para hablar con Hyttner, pero tampoco ellos tenían novedades, aunque el colega lo informó de que el caudal de heroína había llegado ya hasta la ciudad de Valberg, donde el control sobre el tráfico de drogas se ejercía desde Gotemburgo.
También Wallander se marchó a casa. La lavadora de la comunidad seguía estropeada y su ropa sucia estaba aún en el maletero del coche. Enojadísimo, regresó a la comisaría y llenó la lavadora con una abundante carga de ropa sucia. Después, se sentó a garabatear muñequitos en su bloc escolar, mientras evocaba el recuerdo de Radwan y las imponentes pirámides. Cuando, por fin, terminó el centrifugado, habían dado ya las nueve de la noche. Fue a casa y abrió una lata de pyttipanna
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que consumió ante el televisor mientras veía una película sueca. La recordaba vagamente de sus años de juventud, en que había ido a verla en compañía de una chica que no dejó que le pusiese la mano en el muslo...
Antes de irse a dormir, llamó a Linda. Pero fue Mona quien respondió. El inspector detectó enseguida, por su tono de voz, que la había importunado con su llamada. Linda había salido, así que Wallander le pidió que le dijese que la había llamado. La conversación terminó aun antes de empezar.
Y no había terminado de acurrucarse entre las sábanas, cuando llamó Emma Lundin. Wallander fingió haber estado durmiendo. Ella se disculpó por haberlo despertado y le preguntó qué planes tenía para fin de año. El inspector le respondió que pensaba pasarlo con su padre, de modo que quedaron para el día de Año Nuevo. Pero, antes incluso de haber colgado el auricular, Wallander ya se había arrepentido.
El día siguiente, el 29 de diciembre, no les reportó incidente alguno, excepción hecha del pequeño accidente de tráfico sufrido por Björk. Fue Martinson quien, sin ocultar su alegría ante la desgracia ajena, les comunicó la noticia. Björk se disponía a girar a la izquierda por una calle cuando, demasiado tarde, descubrió que había un coche ante él. Puesto que la calzada estaba helada y resbaladiza, varios coches colisionaron y sufrieron abolladuras de diverso grado.
Nyberg seguía a la espera de los informes de balística. Wallander invirtió el día en hacer disminuir su montaña de papeles. Por la tarde, recibió la visita de Per Åkeson, que le pidió un informe del desarrollo de los acontecimientos. Con total sinceridad, Wallander le hizo saber que ahora, por fin, confiaban haber dado con la vía de investigación adecuada, pero que aún quedaba por hacer una parte importante del trabajo preliminar.
Aquel día sería el último de Per Åkeson como fiscal, antes de que comenzase su excedencia.
—Me sucederá una mujer, ya lo sabes, ¿no? —le recordó Per Åkeson—. Se llama Anette Brolin, de Estocolmo. ¡Alégrate, hombre, es mucho más guapa que yo!
—Ya veremos —repuso Wallander reticente—. Pero te aseguro que te echaremos de menos.
—Sí, quizá todos menos Hanson —puntualizó Per Åkeson—. A él nunca le he caído bien. Aunque no sé por qué. Y otro tanto puede decirse de Svedberg, por cierto.
—En fin, intentaré averiguar el motivo mientras estás fuera —prometió Wallander.
Dicho esto, se desearon feliz Año Nuevo y se comprometieron a mantenerse en contacto.
Ya por la noche, Wallander estuvo largo rato hablando con Linda. La joven le contó que pensaba celebrar el final del año en Lund, junto con unos amigos. Wallander quedó decepcionado al oírla, pues creía o más bien deseaba que los acompañase a él y a su padre en Löderup.
—¿Con dos vejetes? —preguntó la joven en tono cariñoso—. Se me ocurren un par de cosas más divertidas.
Tras la conversación, Wallander cayó en la cuenta de que había olvidado comprar la botella de coñac que le había pedido su padre. Escribió dos notas. Dejó una de ellas sobre la mesa de la cocina y la otra la metió en su zapato. Por la noche, se mantuvo despierto hasta tarde, escuchando una grabación de Turandot, con María Callas. Por alguna razón que se le ocultaba, le vinieron a la mente los caballos de los establos de Sten Widén. No lo venció el sueño hasta cerca de las tres de la madrugada.
La mañana del 30 de diciembre, una copiosa nevada caía sobre Ystad. Wallander pensó en los niveles de caos que podría desencadenar el tiempo aquel fin de año si no mejoraba. Sin embargo, hacia las nueve de la mañana, el cielo empezó a clarear y la nieve a derretirse en las calles. Wallander se preguntó por qué los técnicos de balística tardaban tanto en pronunciarse acerca del arma. Nyberg protestó colérico gritando que los técnicos criminalistas no cobraban sus exiguos salarios a cambio de dedicarse a escurrir el bulto. Wallander capituló enseguida, los dos colegas volvieron a ser amigos y juntos departieron acerca de lo absurdamente bajos que eran los salarios de la policía: ni siquiera Björk estaba bien pagado.
Por la tarde, el grupo de investigación celebró una reunión que resultó bastante pesada, dado que no disponían de grandes novedades. La policía de Marbella había enviado un informe en el que, con extraordinario detalle y prolijidad, daba cuenta de la visita realizada a la mansión de las hermanas Eberhardsson. Incluso habían adjuntado una fotografía que fueron pasándose unos a otros. La casa era, en verdad, un palacete. Pese a todo, el informe no añadió ningún dato novedoso o significativo a la investigación. Ningún hallazgo decisivo; tan sólo aquel exasperante intervalo de espera.
En la mañana del 31 de diciembre se esfumó toda esperanza. Los expertos de balística les hicieron saber que el arma hallada en casa de Nilsmark no había sido la utilizada en los asesinatos de Holm y de las hermanas Eberhardsson. El grupo de investigación se desinfló por un instante. Tan sólo Rydberg y Wallander habían previsto que el resultado de los análisis sería, con toda probabilidad, negativo. Por si fuera poco, la policía de Malmö había logrado verificar el viaje de Nilsmark a Copenhague. Era imposible, pues, que hubiese estado en Ystad cuando las hermanas fueron asesinadas. Y, según temían, era más que probable que el traficante estuviese en condiciones de hacerse con una coartada para el periodo que abarcaba la desaparición y el asesinato de Holm.
—En otras palabras, que estamos de nuevo en la casilla número uno —se lamentó Wallander—. Después de Año Nuevo, tendremos que empezar desde el principio a toda máquina. Volver a revisar todo el material y desandar el camino recorrido.
Nadie hizo el menor comentario. Durante el día de Año Nuevo, la mayor parte del trabajo quedaría suspendido y, puesto que no contaban con ninguna pista inmediata que seguir, Wallander consideró que lo más sensato era que se concentrasen en descansar. Después, tras desearse felicidad para el nuevo año, se despidieron todos hasta que tan sólo Rydberg y Wallander quedaron en la sala.
—Esto ya lo sabíamos, ¿no? —inquirió Rydberg—. Tanto tú como yo sabíamos que lo de Nilsmark habría sido demasiado fácil. Y, además, ¿por qué coño iba a conservar el arma en casa? No era lógico, desde el principio.
—Ya, pero teníamos que comprobarlo.
—Sí, el trabajo policial suele consistir en tareas que sabemos infructuosas de antemano —se lamentó Rydberg—. Pero, tal y como acabas de decir, debíamos comprobarlo.
Entonces se pusieron a hablar sobre la Nochevieja.
—La verdad, no envidio a los compañeros de las grandes ciudades —confesó Rydberg.
—Bueno, aquí también podemos tener movimiento, ya sabes —advirtió Wallander.
Rydberg le preguntó a Wallander qué pensaba hacer.
—Me iré a Löderup, a casa de mi padre. Dijo que quería coñac, comeremos algo, jugaremos a las cartas, bostezaremos y brindaremos cuando den las doce. Después, me marcharé a casa.
—Yo procuro evitar estar despierto —aseguró Rydberg—. La noche de fin de año es fantasmal. De hecho, es una de las pocas veces al año en que me tomo una pastilla para dormir.
Wallander pensó que debería preguntarle a Rydberg cómo se encontraba, pero decidió no hacerlo.
Se estrecharon las manos, como para subrayar que aquél era un día especial. Después, Wallander se marchó a su despacho, puso sobre el escritorio un almanaque de 1990 y limpió los cajones. Era aquélla una costumbre que había adquirido hacía ya algunos años. El último día del año era el idóneo para limpiar los cajones y liberarse de viejos papeles.
El inspector quedó perplejo ante la cantidad de porquería que había acumulado. En uno de los cajones se había derramado un frasco de pegamento, de modo que fue al comedor en busca de un cuchillo con el que rasparlo. Desde el pasillo oyó a un borracho que, presa de la más absoluta indignación, informaba de que no tenía un minuto que perder con la policía, pues estaba invitado a una fiesta. «Ya empezamos», se lamentó Wallander mientras devolvía el cuchillo a su lugar y tiraba el bote de pegamento a la basura.