Precisamente aquella noche le había tocado el turno al primer ministro sueco. En realidad, él mismo se sorprendía ante el hecho de no haberle dedicado ya alguna noche a aquel personaje. Comoquiera que fuese, allí estaba, bien preparado. En efecto, durante más de una semana, había estado buscando en los periódicos hasta dar con la fotografía idónea. En uno de los diarios vespertinos encontró, por fin, la que enseguida identificó como la más adecuada. La que cumplía todos sus requisitos. Tras haberla fotografiado días atrás, la guardó bajo llave en uno de los cajones de su escritorio. Se sirvió una taza de café mientras tarareaba la música de la radio que, en aquel momento, reproducía una de las sonatas para piano de Beethoven. Él prefería a Bach o a Mozart. Sí, sobre todo a Mozart. Pero aquella sonata para piano era muy hermosa. Eso era innegable.
Se sentó ante el escritorio, enfocó bien la lámpara y abrió la cajonera de la izquierda, donde guardaba la fotografía del primer ministro. La había ampliado, como solía, a un tamaño algo superior a un folio en A-4. La colocó sobre la mesa y saboreó el café mientras observaba el rostro. ¿Por dónde empezaría? ¿Por dónde daría comienzo a la reducción? El hombre de la instantánea sonreía y miraba hacia la izquierda. En sus ojos había un destello de inquietud, quizá de inseguridad. Decidió que comenzaría por los ojos. Podría ponérselos bizcos. Y más pequeños. Si ajustaba convenientemente la ampliadora, podría, además, alargar el rostro. Incluso podría probar a disponer el papel como un arco sobre el aparato para comprobar qué efecto producía aquello. Después, se aplicaría a cortar y pegar con el fin de eliminar la boca. O tal vez dejársela cerrada. De hecho, los políticos hablaban demasiado.
Apuró su café. El reloj de la pared indicaba las nueve menos cuarto. El fluir de las notas musicales se vio empañado un instante por el alboroto de unos jóvenes que pasaban cerca de allí.
Apartó la taza. Y, entonces, dio comienzo al laborioso y satisfactorio trabajo de retocar la imagen. El rostro empezó a cambiar paulatinamente.
Le llevó más de dos horas. Aún se reconocía en la foto al primer ministro, pero ¿qué le había ocurrido? Se puso en pie y fijó la imagen a la pared, antes de enfocarle la luz de una lámpara. La música procedente de la radio era ya otra, la Consagración de la primavera, de Stravinsky. El carácter dramático de la composición musical se adaptaba a la perfección a la contemplación de su obra. También el rostro había dejado de ser el mismo.
Faltaba, no obstante, lo principal. La parte más divertida de su trabajo: la reducción de la imagen. Ahora la reduciría hasta dejarla pequeña e insignificante. La colocó sobre la hoja de cristal y le enfocó la luz. Y la redujo más y más. Los detalles encogían sin perder por ello nitidez y no cesó hasta que el rostro empezó a desdibujarse.
Ya había alcanzado su objetivo.
Hasta las once y media de la noche no vio el resultado definitivo sobre su escritorio. El rostro distorsionado del primer ministro no era mayor que el que cabía en una fotografía de pasaporte. Una vez más, había encogido a otra de tantas personas locas por el poder hasta obtener unas proporciones más adecuadas. En efecto, él solía convertir a los grandes hombres en seres pequeños, pues, en su mundo, nadie era más grande que él mismo. Él modificaba sus rostros, los empequeñecía y los ridiculizaba hasta convertirlos en insectos, diminutos e insignificantes.
Tomó el álbum que guardaba en el escritorio, pasó las hojas hasta que encontró una vacía y pegó en ella la fotografía que acababa de manipular antes de, al pie de la página, plasmar la fecha con su estilográfica.
Se echó hacía atrás en la silla. Había creado y añadido a su repertorio una imagen más. Aquélla había sido una tarde muy lograda. El resultado había sido excelente. Y nada había entorpecido su trabajo, ninguna preocupación le rondaba la cabeza, nada. La paz y la tranquilidad habían reinado aquella noche en su templo.
Dejó el álbum en su lugar y cerró con llave la cajonera. La consagración de la primavera había dado paso a Haendel. A veces lo irritaba la incapacidad de que hacían gala los responsables de los programas musicales para propiciar tránsitos suaves.
Se levantó y apagó la radio. Ya era hora de marcharse a casa.
Pero, entonces, lo invadió la sensación de que había algo extraño. Durante unos instantes, permaneció inmóvil, atento. Todo estaba en silencio. Y pensó que habrían sido figuraciones suyas. Desconectó la cafetera y empezó a apagar las lámparas encendidas. Y de nuevo se detuvo. Sin lugar a dudas, allí pasaba algo raro. En efecto, había oído un ruido procedente del estudio. De repente, sintió miedo. ¿Habría entrado alguien en la tienda? Con sumo cuidado, se acercó hasta la puerta y aplicó el oído. Pero allí reinaba la calma. «Son invenciones mías», se recriminó irritado. «¿Quién iba a entrar en un estudió fotográfico en el que ni siquiera hay cámaras fotográficas que robar?»
De nuevo prestó atención. Nada. Descolgó el chaquetón del perchero y se lo puso. El reloj de la pared anunciaba que eran las doce menos diecinueve minutos. Como de costumbre, pues solía cerrar su templo y marcharse a casa en torno a aquella hora.
Antes de apagar la última lámpara, miró a su alrededor una vez más. Después abrió la puerta. El estudio estaba a oscuras, de modo que encendió la luz y comprobó que, tal y como había imaginado, allí no había nadie. Apagó también aquella luz y continuó hacia la tienda.
Y, a partir de aquel momento, todo se precipitó.
De improviso, alguien surgió ante él de entre las sombras. Alguien que se había agazapado oculto tras uno de los fondos que utilizaba para las fotografías que tomaba en su estudio. Él no pudo verlo. Puesto que la sombra cubría la salida, no le quedaba más que una posibilidad: huir en dirección a la trastienda y cerrar la puerta con llave. Por otro lado, también allí tenía un teléfono desde el que podría pedir ayuda.
Se dio la vuelta. Pero jamás alcanzó la puerta. La sombra resultó ser más rápida. Algo le golpeó la nuca y el impacto hizo que el mundo estallase en un torrente de luz blanca que, enseguida, se disipó en una oscuridad total.
Murió antes de tocar el suelo.
Eran las doce menos diecisiete minutos.
La mujer de la limpieza se llamaba Hilda Waldén. Pasaban unos minutos de las cinco cuando llegó al estudio de fotografía de Simon Lamberg, donde solía comenzar su jornada laboral. La mujer había dejado la bicicleta bien encadenada junto a la puerta del establecimiento. Aquella mañana había empezado a lloviznar, volvía a hacer frío y la mujer tiritaba mientras buscaba la llave en el manojo. La primavera se hacía esperar. Abrió, finalmente, la puerta y accedió al local. Comprobó que el suelo estaba lleno de pisadas y sucio de barro a causa de la lluvia que había estado cayendo los últimos días. Dejó el bolso en el mostrador, junto a la caja registradora, y el abrigo en una silla que había junto a una mesita.
En el estudio había un armario donde guardaba los productos y los utensilios de limpieza, así como la bata que solía utilizar para no mancharse la ropa. Se dijo que Lamberg tendría que invertir en breve en una nueva aspiradora, pues la que tenía funcionaba ya bastante mal.
Hilda Waldén lo descubrió tan pronto como entró en el estudio. Y enseguida comprendió que estaba muerto. En efecto, un charco de sangre rodeaba su cuerpo.
Echó a correr hacia la calle. Un director de banco jubilado que, siguiendo las recomendaciones de su médico, solía dar un paseo todas las mañanas, le preguntó alarmado qué había sucedido, una vez que logró que dejase de gritar y se tranquilizase un poco.
La mujer se quedó allí, temblando agitadísima, mientras el jubilado se apresuraba hacia la cabina telefónica más próxima para llamar al número de emergencias.
Eran las cinco y veinte minutos de la mañana.
Lluvia y viento racheado del suroeste.
Fue Martinson quien despertó a Wallander con su llamada. Pasaban tres minutos de las seis de la mañana y Wallander sabía por experiencia que, cuando el teléfono sonaba a hora tan temprana, se debía siempre a que había sucedido algo grave. En condiciones normales, él se despertaba antes de las seis. Pero precisamente aquella mañana, no fue así, por lo que el timbre del teléfono lo arrancó del sueño con un sobresalto. El principal motivo por el que no estaba ya levantado era que, la noche anterior, se le había partido una muela que había estado doliéndole todo el día y que no lo había dejado conciliar el sueño hasta las cuatro de la madrugada, tras haberse tomado varios analgésicos. Mientras alzaba el auricular, advirtió que el dolor de muelas persistía.
—¿Te he despertado? —inquirió Martinson.
—Pues sí, me has despertado —repuso Wallander sorprendido de haber respondido por una vez con la verdad a esa pregunta—. ¿Cuál es el problema?
—El agente de guardia me llamó a mi casa. Hacia las cinco y media de esta mañana, recibieron una llamada de emergencia bastante confusa acerca de un supuesto asesinato cerca de la plaza de Sankta Gertrud. Según me explicó el agente, enviaron una patrulla al lugar de los hechos.
—¿Y...?
—Pues que, por desgracia, resultó ser cierto.
Wallander se incorporó en la cama mientras calculaba que, según su colega, la llamada de emergencia se había producido hacía media hora.
—¿Tú has estado ya allí?
—¿Y cómo, si estaba vistiéndome cuando sonó el teléfono? Además, pensé que lo mejor sería ponerme en contacto contigo directamente.
—¿Sabéis ya quién es? —inquirió el inspector.
—Pues parece que se trata del fotógrafo que tiene el estudio en la plaza. Pero no recuerdo su nombre.
—¿Lamberg? —preguntó Wallander con extrañeza.
—Sí, eso es. Simon Lamberg. Si no lo entendí mal, fue la mujer de la limpieza quien lo halló muerto.
—¿Dónde?
—¿Cómo que dónde?
—Sí, ¿dentro o fuera del establecimiento?
—No, no, dentro.
Wallander reflexionó un instante mientras miraba el despertador que tenía junto a la cama. Eran las seis y siete minutos.
—¿Nos vemos en un cuarto de hora? —propuso.
—De acuerdo —convino Martinson—. Según los agentes de la patrulla que acudió a la llamada, el espectáculo era bastante desagradable.
—Sí, el escenario de un crimen suele serlo —observó Wallander—. Creo que jamás en mi vida he visto un escenario de un crimen que pudiera describirse como agradable.
Tras despedirse, concluyeron la conversación.
Wallander se quedó sentado en la cama. La noticia que Martinson acababa de darle lo dejó trastornado. De ser cierto, él sabía muy bien quién era la víctima. Simon Lamberg había fotografiado a Wallander en numerosas ocasiones y por su cabeza desfilaron los recuerdos de diversos momentos en que él había visitado el estudio de fotografía. Cuando Mona y él se casaron a finales de mayo de 1970, Lamberg les hizo el reportaje, aunque no en el estudio sino en la playa, según los deseos de Mona, junto al hotel de Saltsjöbaden. Wallander recordaba que aquello era, en su opinión, un engorro innecesario. En realidad, celebraron su boda en Ystad por la sencilla razón de que el sacerdote que le administro el sacramento de la confirmación era, a la sazón, pastor en la ciudad. A Wallander le habría gustado que se hubiesen casado en Malmö y, preferentemente, sólo por lo civil. Pero Mona se negó. Además, tuvieron que posar en la playa azotados por un viento helado, lo que no hizo sino contrariarlo más todavía. En su opinión, los preparativos resultaron demasiado aparatosos; y todo por una fotografía romántica que, en el fondo, tampoco resultó muy buena. Pero Lamberg también había fotografiado a Linda de pequeña en más de una ocasión.
El inspector se incorporó, decidió que obviaría el momento de la ducha matinal y se vistió sin más. Después, fue al cuarto de baño y, como tantas otras veces aquella noche, abrió la boca de par en par ante el espejo, con la esperanza, cada vez, de encontrarse con la sorpresa de hallar nuevamente la muela completa.
La pieza que se le había partido pertenecía a la mandíbula inferior izquierda. Pero, cuando retiró la comisura del labio con un dedo, comprobó que seguía faltándole la mitad. Se cepilló los dientes con sumo cuidado y, al rozar el diente dañado, sintió un intenso dolor.
Salió del cuarto de baño y fue a la cocina, donde los platos sucios surgían del fregadero formando una maloliente montaña. Echó una ojeada a través del cristal de la cocina. Una fina lluvia caía desviada por el viento. La farola se erguía en imperceptible balanceo y el termómetro indicaba que estaban a cuatro grados. Enojado, pensó que la primavera estaba tardando mucho en llegar. Justo cuando se disponía a salir del apartamento, cambió de idea y fue a la sala de estar: allí, sobre la estantería, estaba su retrato de boda.
«Pero Lamberg no tomó ninguna fotografía cuando nos separamos», se dijo. «De ese acontecimiento no conservamos ningún recuerdo. Tanto mejor.» Y su mente le trajo a la memoria lo sucedido. Un buen día, hacía poco más de un mes, Mona le propuso que se separasen por un tiempo; según ella, necesitaba tiempo para pensar y decidir qué quería en realidad. Wallander se sintió impotente, aunque no sorprendido. De hecho, habían ido alejándose el uno del otro, cada vez eran menos los temas de conversación comunes, cada vez menor el interés erótico y, finalmente, no quedaba más que Linda como único lazo de unión entre ellos.
Wallander se resistía. Le rogó y la amenazó, pero Mona estaba resuelta. Ella volvería a Malmö y Linda deseaba ir con ella, atraída por las oportunidades de una ciudad más grande. Y así sucedió. Wallander seguía esperanzado en la idea de que, algún día, reanudasen su relación; pero ignoraba si aquella esperanza tenía algún fundamento.
Desechó aquellas reflexiones, volvió a dejar la fotografía en la estantería y salió del apartamento centrando ya su pensamiento en lo que habría sucedido. ¿Quién era Lamberg, en realidad? Pese a que el hombre lo habría fotografiado, con seguridad, cuatro o cinco veces, como mínimo, no guardaba ningún recuerdo de él. Y aquello lo llenaba de asombro. En efecto, Lamberg se le antojaba, de repente, un hombre extrañamente desconocido y, de hecho, le costaba incluso rememorar su rostro.
No le llevó más que unos minutos cubrir con el coche la distancia que lo separaba de la plaza de Sankta Gertrud. A la puerta del estudio de fotografía, había estacionados dos coches de la policía. Un grupo de curiosos se había agolpado en el lugar mientras los guardias intentaban acordonar la calle ante la entrada. Martinson apareció al mismo tiempo y a Wallander no le pasó inadvertido que, en contra de lo habitual, se presentaba sin afeitar.