Ambos agentes se acercaron a los cordones policiales e hicieron un gesto al policía que había estado de guardia la noche anterior, a modo de saludo.
—Esto tiene muy mala pinta —comentó el colega—. El cadáver está en el suelo, boca abajo, encharcado en sangre.
Wallander lo cortó con un gesto.
—¿Seguro que es Lamberg, el fotógrafo?
—Eso dice la mujer de la limpieza.
—Sí, seguro que está muy afectada —observó Wallander—. Llévala a la comisaría y ofrécele un café. Acudiremos tan pronto como podamos.
Dicho esto, se dirigieron a la puerta, que estaba abierta.
—Ya he llamado a Nyberg —advirtió Martinson—. Los peritos ya están en camino.
Entraron en el local, donde reinaba el silencio. Wallander precedía a Martinson, que lo seguía muy de cerca. Pasaron el mostrador y entraron en el estudio. El espectáculo era, en efecto, terrible. El hombre yacía boca abajo, sobre una pieza de papel desenrollado que, supusieron, le había servido de fondo para sus fotografías. El papel era blanco y la sangre derramada describía un perfil bien definido en torno a la cabeza del muerto.
Wallander se le acercó con cuidado. Iba en calcetines, pues se había quitado los zapatos. Se arrodilló para observarlo más de cerca.
La mujer de la limpieza estaba en lo cierto. Aquél era, sin duda, Simon Lamberg, según reconoció Wallander. El rostro estaba vuelto de modo que yacía de perfil, y tenía los ojos abiertos.
Wallander intentó interpretar la expresión de aquel semblante sin vida. ¿No habría allí indicios de algo más que el dolor y la sorpresa? Pero nada halló susceptible de identificación inmediata.
—Bien, no cabe la menor duda sobre la causa de la muerte —concluyó al tiempo que señalaba a la víctima.
En la base del cráneo había una gran herida.
Martinson se puso en cuclillas a su lado.
—Sí, tiene toda la nuca deprimida —subrayó con indudable malestar.
Wallander lo miró de reojo, pues ya en varias ocasiones anteriores Martinson había sufrido repentinos y graves mareos en el escenario dé un crimen. Sin embargo, aquella vez parecía poder controlarse.
Se pusieron en pie. Wallander echó un vistazo a su alrededor, pero la habitación aparecía en orden y no halló indicios de que la muerte hubiese ido precedida de lucha o enfrentamiento alguno. Tampoco halló nada que hubiese podido usarse como arma. Pasó por delante del cadáver y abrió la puerta. Encendió la luz y dedujo que allí habría tenido Lamberg su oficina, además de revelar las fotografías. Pero tampoco aquella dependencia estaba desordenada. Los cajones estaban cerrados y las cerraduras de las cajoneras no habían sido forzadas.
—No parece un robo —aventuró Martinson.
—Bueno, aún no lo sabemos —objetó Wallander—. ¿Sabes si estaba casado?
—Según la mujer de la limpieza, sí. Vivía en la calle de Lavendervägen.
Wallander sabía dónde estaba.
—¿Se ha informado ya a su esposa?
—Lo dudo.
—Pues tendremos que empezar por ahí. Svedberg se encargará de ello.
Al oírlo, Martinson lo miró atónito.
—¿No sería mejor que lo hicieras tú?
—Svedberg lo hará tan bien como yo. Llámalo y dile que no olvide ir acompañado de un cura.
Habían dado las siete menos cuarto de la mañana. Martinson salió del local para llamar por teléfono. Pero Wallander se quedó en el estudio echándole un vistazo a la habitación e intentando hacerse una idea de lo sucedido. No le resultaba demasiado fácil, dado que desconocía las indicaciones horarias que la mujer de la limpieza podría facilitarle; de modo que, se dijo, lo primero que tendría que hacer sería hablar con la persona que había hallado el cadáver de Lamberg. Hasta entonces, no podría sacar ninguna conclusión.
—Svedberg va ya camino de la comisaría —anunció Martinson, de nuevo en el interior del estudio.
—Sí, y nosotros también —afirmó Wallander—. Quiero hablar con la mujer de la limpieza. ¿Tenemos alguna información sobre la hora a la que encontró el cadáver?
—Bueno, verás, no ha resultado muy fácil hacerla hablar. Ahora parece que está empezando a tranquilizarse.
Entonces, a la espalda de Martinson, apareció Nyberg. Se saludaron en silencio. Nyberg era un técnico criminalista experimentado y muy bueno en su trabajo, si bien tenía un carácter bastante colérico. Wallander había constatado en más de una ocasión que habían sido las contribuciones del perito las que habían posibilitado la resolución de investigaciones complejas.
Nyberg hizo una mueca cuando vio el cadáver.
—¡Vaya! Es el fotógrafo.
—Así es, Simon Lamberg —precisó Wallander.
—Yo me hice unas fotos para el pasaporte aquí hace un par de años. ¿Quién iba a pensar que acabaría muriendo asesinado?
—Hacía muchos años que tenía el estudio —comentó Wallander—. No siempre vivió en Ystad, pero casi.
Nyberg se había quitado la cazadora.
—Vamos a ver, ¿qué sabemos hasta ahora? —inquirió el técnico.
—La mujer de la limpieza lo descubrió poco después de las cinco de la mañana. Y, la verdad, eso es todo.
—En otras palabras, no sabemos nada —sintetizó Nyberg.
Martinson y Wallander salieron del estudio para que el perito y sus técnicos pudiesen trabajar con tranquilidad. Wallander tenía plena confianza en la minuciosidad con que llevarían a cabo el trabajo.
De modo que se marcharon a la comisaría. El inspector se detuvo en la recepción y le pidió a Ebba, que acababa de llegar, que llamase y le pidiese cita en el dentista, cuyo nombre y número le dejó anotados.
—¿Dolor de muelas? —preguntó ella solícita.
—Exacto —confirmó Wallander—. Voy a interrogar a la persona que encontró el cadáver del fotógrafo Lamberg. Me llevará una hora, más o menos. Pero después me gustaría que me viera el dentista, lo antes posible.
—¿Qué? ¿Lamberg? ¿Cómo ha sido? —inquirió Ebba perpleja.
—Lo han asesinado.
Ebba se hundió en la silla, dando claras muestras de abatimiento.
—¡Vaya! Yo había estado en su estudio muchas veces, ¿sabes? —le reveló apenada—. Y él fue quien fotografió a todos mis nietos, uno tras otro.
Wallander asintió, pero no hizo ningún comentario.
Después cruzó el pasillo camino de su despacho.
«Sí, ese hombre nos fotografió a todos», se dijo. «Todos nos hemos visto alguna vez ante su cámara. Me pregunto si los demás tendrán la misma imagen desdibujada de su persona.»
Eran ya las siete y cinco minutos.
Poco después Hilda Waldén atravesaba la puerta del despacho. La mujer no tenía gran cosa que aportar y Wallander comprendió enseguida que ello no se debía sólo al hecho de que estuviese conmocionada tras el hallazgo. La razón era, ciertamente, que apenas si conocía a Simon Lamberg, pese a llevar más de diez años trabajando para él.
Cuando entró en el despacho de Wallander, seguida de Hanson, el inspector le tomó la mano y le rogó con toda la amabilidad de que fue capaz que tomase asiento. La mujer rondaría los sesenta y tenía el rostro escuálido. Wallander supuso que habría llevado una vida bastante dura. Hanson salió del despacho y Wallander se puso a buscar uno de los blocs escolares que abundaban en sus cajones. El agente comenzó lamentando lo ocurrido, pues comprendía que ella estuviese muy afectada. No obstante, añadió, se veía obligado a formularle algunas preguntas que no podían esperar. Se había cometido un asesinato y tenían que identificar tanto al autor como el móvil con la mayor brevedad posible.
—A ver, comencemos por el principio —propuso Wallander—. Tú te encargabas de la limpieza en el estudio de Simon Lamberg, ¿es eso correcto?
Ella respondió con un hilo de voz, de modo que Wallander se vio obligado a inclinarse sobre la mesa a fin de oír sus respuestas.
—Llevo doce años y siete meses encargándome de la limpieza de su estudio. Tres días por semana: lunes, miércoles y viernes.
—¿A qué hora llegaste esta mañana?
—Poco después de las cinco, como siempre. Tengo cuatro comercios por las mañanas. Y suelo empezar por el de Lamberg.
—Supongo que tienes llave, ¿no?
Ella lo miró con sorpresa.
—¿Y cómo, si no, iba a poder entrar? Lamberg no abría hasta las diez.
Wallander asintió antes de proseguir:
—¿Entraste por la puerta principal?
—Así es. No hay puerta trasera.
Wallander no dejaba de anotar los detalles.
—¿Y la puerta estaba cerrada con llave?
—Sí.
—¿No presentaba ningún daño la cerradura?
—No. O, al menos, yo no me di cuenta.
—¿Qué sucedió después?
—Pues que entré. Dejé el bolso y me quité el abrigo.
—¿Y tampoco entonces notaste nada extraño o distinto a como solía estar?
El inspector veía que la mujer se esforzaba de verdad por recordar.
—No, todo estaba como siempre. Bueno, como había llovido ayer por la mañana, el suelo estaba más sucio de lo habitual. Luego entré a buscar mis cubos y mis bayetas.
En este punto, la mujer se interrumpió bruscamente.
—¿Fue entonces cuando lo viste?
Ella asintió en silencio. Por un instante, Wallander temió que la mujer se echase a llorar, pero respiró hondo y recobró el ánimo, de modo que él pudo proseguir.
—¿Qué hora era cuando descubriste el cadáver?
—Las cinco y nueve minutos.
Él la observó atónito.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—En una de las paredes del estudio hay un reloj. Y lo miré enseguida, tal vez para evitar verlo allí tendido y muerto. O quién sabe si para poder recordar el momento exacto de la peor experiencia de mi vida...
Wallander asintió, pues creía comprenderla.
—¿Qué hiciste entonces?
—Eché a correr en dirección a la calle. No sé si grité, no lo recuerdo. Pero vino un hombre; él fue quien llamó a la policía desde una cabina de por allí.
Wallander dejó el bolígrafo un momento. Ya tenía los horarios de Hilda Waldén. Y no albergaba la menor duda de que fuesen correctos.
—¿Se te ocurre alguna explicación de por qué Lamberg se encontraba en su estudio a hora tan temprana?
Su respuesta fue rápida y segura, de modo que Wallander supuso que ya habría pensado en aquel detalle de antemano.
—Bueno, él iba al estudio por las tardes, a veces. Y se quedaba hasta medianoche. Así que tuvo que ocurrir antes de esa hora.
—¿Y cómo sabes que iba al estudio por las tardes, si tú siempre limpiabas por la mañana?
—Pues..., una mañana, hace ya algunos años, me olvidé el monedero en la bata. De modo que volví por la tarde para recuperarlo. Y allí estaba él. Entonces me contó que solía bajar dos tardes por semana.
—¿Para adelantar trabajo?
—No, creo que solía pasar el tiempo en la trastienda, con la radio puesta.
Wallander asintió reflexivo. «Lo más probable es que ella tenga razón y que el asesinato no se haya cometido por la mañana, sino de noche.»
El inspector observó a la mujer.
—¿Tienes idea de quién puede haberle hecho esto?
—No.
—¿Tenía algún enemigo?
—En realidad, yo no lo conocía. Ignoro si tenía amigos o enemigos. Yo no era más que la mujer de la limpieza.
Wallander aprovechó la ocasión para seguir indagando.
—Ya, pero trabajaste para él durante más de doce años. Algo sí que lo conocerías, ¿no? Sus costumbres, sus vicios, quizá.
La mujer seguía respondiendo sin titubeos.
—Pues no. No lo conocía en absoluto. Era un hombre muy reservado.
—Sí, bueno, pero podrás describirlo de alguna manera, ¿verdad?
La respuesta que siguió lo dejó perplejo.
—¿Cómo se describe a una persona que pasa tan inadvertida que parece confundirse con su entorno?
—No, claro. En eso puede que tengas razón —admitió Wallander.
El inspector apartó el bloc escolar.
—¿Notaste algún cambio en su comportamiento en las últimas semanas?
—Yo sólo lo veía una vez al mes, cuando iba a cobrar mi salario. Pero nada parecía haber cambiado.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Hace dos semanas.
—¿Y no hubo nada en su comportamiento que te llamase la atención?
—No.
—¿No parecía preocupado o nervioso?
—No.
—¿Tampoco en la tienda notaste cambios? ¿Algo distinto?
—Nada.
«Vaya, esta mujer fue un testigo excelente. Sus respuestas son decididas y es muy observadora. No tengo motivos para dudar de que lo recuerde todo tal y como fue.»
Ya no tenía más preguntas que hacer y la conversación no le había llevado más de veinte minutos. Llamó a Hanson, que prometió encargarse de que llevasen a Hilda Waldén a su casa.
De nuevo solo en su despacho, se colocó junto a la ventana a ver caer la lluvia. Se preguntó abstraído cuándo llegaría la primavera. Y cómo la viviría sin Mona. Entonces notó que la muela empezaba a dolerle de nuevo. Miró el reloj, pero aún era demasiado temprano y ni siquiera creía que el dentista hubiese llegado a su consulta. Pensó asimismo en cómo le iría a Svedberg. Comunicar un fallecimiento era, con certeza, una de las misiones más temidas por cualquier agente. En especial cuando se trataba de transmitir un asesinato tan inesperado como brutal. Sin embargo, no le cabía la menor duda de que Svedberg cumpliría con aquel cometido de la mejor manera posible. Era un buen policía. Tal vez no destacase por su talento, pero era tremendamente cumplidor y mantenía un orden modélico en su escritorio. En este sentido era, sin duda, el mejor de los colegas con los que Wallander había colaborado jamás. Por si fuera poco, siempre le mostraba su lealtad a Wallander.
Se apartó de la ventana y salió camino del comedor en busca de una taza de café. Mientras recorría el pasillo de regreso a su despacho, se puso a pensar en lo que podría haber sucedido.
«Simon Lamberg es fotógrafo y va camino de los sesenta. Es decir, se trata de un hombre de costumbres regulares que lleva su estudio de forma impecable, se dedica a fotografiar a confirmandos, parejas de novios y niños de diversas edades. Según la mujer de la limpieza, solía volver al estudio por la tarde dos veces por semana para, al parecer, sentarse en la trastienda y arreglar papeles mientras escuchaba música. Y, si la información ofrecida por esta persona es correcta, volvía a casa poco antes de medianoche.»
De nuevo en su despacho y con la taza de café en la mano, volvió a su anterior posición para seguir contemplando la lluvia, que no cesaba.