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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (25 page)

—¿De verdad crees que fue él quien asesinó a Alexandersson? —preguntó Rydberg.

—Sí, estoy seguro —sostuvo Wallander—. Él es el asesino. Aunque aún desconozco los entresijos del suceso.

Aquella misma tarde, Wallander obtuvo la orden de registro. Pero decidió que aguardaría hasta la mañana siguiente y, con el fin de no correr ningún riesgo innecesario, logró convencer a Björk para que la casa quedase bajo vigilancia hasta entonces.

Cuando, al amanecer del día siguiente, el 7 de mayo, Wallander despertó y subió la persiana, comprobó que una densa niebla había inundado la ciudad. Antes de ducharse, hizo algo que había olvidado la noche anterior. Buscó el apellido de Stenholm en la guía telefónica, pero no halló ninguna entrada que respondiese a los nombres de Martin o de Kajsa Stenholm. Llamó entonces al servicio de información telefónica, donde le hicieron saber que dicho número era secreto. El inspector asintió para sus adentros, pues ésa era, en efecto, la respuesta que esperaba.

Mientras se tomaba el café, negoció consigo mismo si le pediría a Rydberg que lo acompañase de nuevo a Svarte o si, por el contrario, iría solo en esta ocasión. Pero, hasta que no se encontró al volante, no se decantó por la segunda alternativa y se puso en marcha sin compañía. A lo largo de la costa la bruma pendía como una densa capa blancuzca.

Wallander conducía muy despacio y, poco antes de las ocho, aparcó el coche a la puerta de la casa de Stenholm. Cruzó la verja y, una vez ante la puerta, llamó al timbre. Tuvo que llamar tres veces antes de que la puerta se abriera por fin. Al ver a Wallander, Martin Stenholm intentó cerrar de inmediato. Sin embargo, Wallander reaccionó a tiempo e interpuso un pie de modo que pudo empujar de nuevo la puerta hacia dentro.

—¿Con qué derecho irrumpe usted en mi casa? —gritó el anciano con voz chillona.

—Yo no estoy irrumpiendo en su casa —corrigió Wallander—. De hecho, aquí traigo la orden de registro de su domicilio. Cuanto antes lo admita, tanto mejor. ¿Hay algún lugar donde podamos sentarnos?

De repente, Martin Stenholm adoptó una actitud resignada. Wallander lo siguió hasta una habitación cuyas paredes aparecían recubiertas de libros. El inspector tomó asiento en un sillón de piel y el anciano lo hizo frente a él.

—¿De verdad que no tiene nada que decirme? —lo animó Wallander.

—No he visto a nadie paseando por la playa. Ni mi mujer tampoco. Ya sabe que está muy enferma y está en la cama, en el piso de arriba.

Wallander resolvió que más valía ir derecho al grano, pues no había ya motivo alguno para dudar.

—Su esposa era fiscal —comenzó—. Durante la mayor parte del año 1980, ejerció de fiscal sustituta en Estocolmo y, entre otros muchos casos, fue responsable de la investigación previa de las circunstancias que rodearon la muerte del joven Bengt Alexandersson, que tenía entonces dieciocho años. Y fue ella quien sobreseyó el caso, tras unos meses. ¿Recuerda usted aquel suceso?

—Por supuesto que no —negó Stenholm—. Siempre hemos tenido por costumbre evitar hablar del trabajo en nuestro hogar. Así, ni ella hablaba de sus acusados ni yo de mis pacientes.

—Ya, bueno. El caso es que el hombre que anduvo paseando por estas playas era el padre del fallecido Bengt Alexandersson —prosigue Wallander—. Por cierto, el hombre fue envenenado y murió en el asiento trasero de un taxi. ¿Le parece a usted que eso pueda responder a un coincidencia?

Stenholm se limitó a no responder; pero, de repente, a Wallander se le antojó que el curso de los acontecimientos no era ya un misterio para él.

—Tras la jubilación, ustedes se trasladaron de Nynäshamn a Escania —propuso despacio—. A un pequeño pueblo tan insignificante como Svarte. Ni siquiera aparecen en la guía telefónica, pues su número es secreto. Claro que eso puede deberse a su deseo de que no los importune nadie, de disfrutar del anonimato de la vejez. Sin embargo, a mí se me ocurre que también puede deberse a otros motivos. Es posible que ustedes se trasladasen aquí, en el mayor de los secretos, para evitar algo o a alguien. Quién sabe si no fue para evitar a un hombre que no comprende por qué una fiscal no se emplea un poco más a fondo en la tarea de resolver el absurdo asesinato de su único hijo. Y así se mudaron aquí. Pero él los encontró. Aunque no creo que lleguemos a saber cómo, él dio con su paradero. Y, de repente, un buen día, usted sale a pasear al perro y se lo encuentra por la playa. Como es natural, usted queda conmocionado. Él insiste en sus acusaciones, quizás incluso en tono amenazador. Su esposa está gravemente enferma en el piso de arriba, créame que no lo dudo. Pero el hombre de la playa vuelve un día y otro... Hasta que usted no ve otra solución y lo invita a pasar a su casa. Seguramente, le prometió que le permitiría hablar con su mujer. Pero antes... le administró un veneno, tal vez en una taza de café. Después le pidió sin duda que volviese al día siguiente, aduciendo como pretexto que su mujer sufría de fuertes dolores, o que estaba durmiendo. Pero usted sabía que él jamás volvería. Problema resuelto. Göran Alexandersson moriría de algo parecido a un infarto. Nadie los vio a ustedes juntos, nadie conoce el lazo que, en realidad, los une. ¿No fue así, señor Stenholm, como sucedió todo?

Stenholm permanecía inmóvil en su asiento.

Wallander aguardaba. Según pudo observar a través de la ventana, la niebla seguía cerniéndose espesa sobre el paisaje. Al cabo, el anciano alzó la cabeza.

—Mi mujer no hizo nada malo —comenzó su apología—. Los tiempos estaban cambiando a toda velocidad, los delitos eran cada vez más numerosos, cada vez más graves. Los policías, los fiscales y los tribunales se esforzaban en vano, al límite de sus fuerzas. Usted, que es policía debería saberlo. Y por eso resultaba tan injusto que Alexandersson culpase a mi mujer de que el asesinato de su hijo hubiese quedado sin resolver. Estuvo persiguiéndonos y amenazándonos y aterrorizándonos durante siete años. Pero siempre lo hacía de modo que no pudiéramos acusarlo de ello.

En este punto, Stenholm guardó silencio. Entonces, se puso en pie y propuso:

—Vayamos a ver a mi mujer. Ella se lo confirmará todo.

—Ya no es necesario —aseguró Wallander.

—Para mí sí lo es.

Subieron a la planta superior. Kajsa Stenholm yacía enferma en una habitación amplia y luminosa y, junto al lecho, dormitaba el labrador.

—No está dormida —lo animó el hombre—. Acérquese y pregunte lo que desee.

Wallander se aproximó a la enferma. Su rostro estaba tan demacrado que el cráneo se adivinaba bajo la piel.

En aquel preciso momento, Wallander comprendió que estaba muerta. El inspector se dio la vuelta rápidamente. El anciano seguía en el umbral, apuntando a Wallander con una pistola.

—Sabía que volvería usted a presentarse aquí, de manera que pensé que lo mejor sería que ella muriese.

—Baje el arma —lo exhortó Wallander.

Stenholm negó con la cabeza. Wallander sintió que el miedo lo paralizaba.

Y entonces, todo sucedió muy deprisa. De pronto Stenholm dirigió el arma contra su propia sien y apretó el gatillo. La detonación retumbó en el dormitorio. A causa del impacto, el cuerpo del hombre salió despedido hacia fuera y quedó a medio camino entre el umbral y el pasillo. La sangre había salpicado las paredes. Wallander temió caer desmayado, pero, dando traspiés, logró salir de la habitación y echar a correr escaleras abajo. Alcanzó el teléfono y llamó a la comisaría. Ebba atendió la llamada.

—¡Ponme con Hanson o con Rydberg! ¡Y enseguida! —gritó.

Al cabo de un instante, Rydberg contestó al teléfono.

—Ya pasó todo —aseguró—. Intervención de emergencia en la casa de Svarte. Tengo a dos muertos aquí dentro.

—¿Los has matado tú? ¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó Rydberg excitado—. ¿Estás bien? ¿Por qué coño te fuiste tú solo?

—No lo sé —confesó Wallander—. Daos prisa. Yo no estoy herido.

Wallander salió a esperar. La playa seguía envuelta en un manto de niebla. El inspector no dejaba de pensar en lo que el viejo doctor le había dicho acerca de cómo el número y la gravedad de los delitos aumentaban por días. Él compartía aquella opinión. Y empezaba a pensar que era un policía que, en realidad, pertenecía a otro tiempo. Pese a no tener más de cuarenta años cumplidos, se preguntaba si los tiempos que vivían no precisarían de otro tipo de policía.

Aguardó en la blanca espesura hasta que llegaron las patrullas de Ystad. Sentía un profundo malestar: una vez más y en contra de su voluntad, se había visto obligado a tomar parte en una tragedia. Y se planteaba la cuestión de hasta cuándo lo soportaría.

Cuando llegaron los efectivos policiales, Rydberg salió del coche y divisó a Wallander como una sombra negruzca en medio de la blanca bruma.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber el colega.

—Pues que hemos resuelto el caso del hombre que falleció en el taxi de Stenberg —respondió sin más.

Comprendió que Rydberg esperaba una continuación, pero él no tenía la menor intención de ofrecérsela.

—Eso es todo —sintetizó—. Eso es, de hecho, lo único que hemos logrado.

Dicho esto, Wallander se dio la vuelta, emprendió el descenso hasta la orilla y no tardó en quedar engullido por la niebla.

La muerte del fotógrafo

Al principio de cada primavera, le sobrevenía un sueño recurrente. Soñaba que podía volar. Aquella ensoñación se repetía siempre con la misma forma. Él iba subiendo una escalera mal iluminada y, de repente, el tejado se abría y él descubría que la escalera lo había conducido a la copa de un árbol. El paisaje se extendía a sus pies. Alzaba los brazos y se dejaba caer. Entonces era el dueño del mundo.

En ese momento solía despertar. El sueño siempre lo dejaba allí. Pese a que había soñado lo mismo durante años, jamás había logrado experimentar la sensación de alejarse de la copa de aquel árbol deslizándose por el aire.

El sueño se repetía. Y él siempre quedaba burlado.

Iba pensando en ello mientras atravesaba el centro de Ystad. La semana anterior, el sueño había acudido a él una noche. Y, como de costumbre, lo había abandonado justo cuando estaba a punto de lanzarse al vuelo. Ahora tardaría en volver.

Hacía una fría noche de mediados de abril. El calor de la primavera aún no se había dejado notar de verdad. Mientras cruzaba la ciudad, lamentó no haberse puesto un jersey más grueso. Además, todavía arrastraba las secuelas de un enfriamiento pertinaz. Eran poco más de las ocho. En las calles no había ni un alma. En algún lugar, en la lejanía, oyó un coche que arrancaba a la carrera. El ruido del motor no tardó en desaparecer. Siempre cubría el mismo recorrido: de la calle de Lavendervägen, donde vivía, seguía hasta la de Tennisgatan; a la altura del parque de Margareta, giraba a la izquierda y continuaba hacia el centro por la calle de Skottegatan. Entonces volvía a girar a la izquierda, cruzaba la calle de Kristianstadsvägen y después no tardaba en llegar a la plaza de Sankta Gertrud, donde tenía su estudio de fotografía. La localización de su establecimiento no habría sido, desde luego, la mejor para un joven fotógrafo que desease establecerse en Ystad.

Pero él llevaba ya más de veinticinco años con su estudio y tenía una clientela fija que sabía dónde encontrarlo. Y a él era a quien acudían para retratarse cuando se casaban. Después, volvían con su primer hijo. O con motivo de los diversos momentos importantes de sus vidas que deseaban mantener vivos en el recuerdo. En alguna que otra ocasión incluso, había tomado las fotografías de boda de dos generaciones de la misma familia. La primera vez que aquello ocurrió, empezó a tomar conciencia de que estaba haciéndose viejo. Nunca había pensado demasiado en ello con anterioridad cuando, de repente, se vio con los cincuenta ya cumplidos. Y de eso hacía ya seis años.

Se detuvo ante un escaparate y contempló su rostro reflejado en la cristalera. Así era la vida. En realidad, no tenía de qué quejarse. Con tal de que lograse conservar la salud durante diez o quince años más...

Abandonó su digresión sobre el curso de la vida y prosiguió su camino. Soplaba un viento racheado, por lo que se cruzó el chaquetón sobre el pecho. No caminaba ni con premura ni con lentitud. Tampoco tenía por qué apresurarse, en realidad. Dos noches a la semana, solía bajar al estudio después de cenar. Dos noches que le brindaban los momentos más maravillosos de su existencia. Dos noches en las que podía estar completamente a solas con sus propias fotografías en la trastienda del estudio.

Cuando por fin llegó y antes de abrir la persiana del local, observó su propio escaparate con una mezcla de abatimiento y de enojo. Hacía ya tiempo que debería haber cambiado la decoración. En efecto, pese a que apenas si atraía ya nuevos clientes, debería haber sido fiel al lema que él mismo creó hacía más de veinte años: cambiaría las fotografías expuestas todos los meses. Y ahora habían transcurrido ya casi dos, desde la última vez. Antes, cuando tenía contratado a un ayudante, le quedaba más tiempo para dedicarse al escaparate. Pero hacía ya cuatro años que había despedido al último empleado, pues le resultaba demasiado costoso, y además no tenía tanto trabajo, así que podía arreglárselas él solo.

Abrió la puerta y entró en el local, que estaba a oscuras. Tenía contratada a una mujer que le hacía la limpieza tres veces por semana. Pero ella disponía de una copia de la llave y solía ir a limpiar a las cinco de la mañana. El suelo estaba sucio, puesto que había llovido aquella tarde. A él no le gustaba la suciedad. Por eso no encendió la luz, sino que fue directamente al estudio y después a la trastienda, donde solía revelar sus tomas. Una vez allí, cerró la puerta y encendió la luz. Se quitó el chaquetón y puso la radio que tenía sobre una pequeña estantería fijada a la pared. Siempre tenía sintonizada una emisora de la que sabía que no cabía esperar más que música clásica. Después, conectó la cafetera y fregó una taza. Enseguida empezó a experimentar cómo la sensación de bienestar inundaba todo su cuerpo. Aquella trastienda situada detrás del estudio era su catedral, su estancia sagrada. Allí no le estaba permitida la entrada más que a la mujer de la limpieza. Allí se sentía como en el centro de la Tierra. Allí estaba solo. Como un autócrata.

Mientras aguardaba a que el café estuviese listo, pensó en lo que no tardaría en hacer. Siempre tenía decidido de antemano el trabajo al que deseaba dedicar la noche. Él era un hombre metódico que jamás dejaba ningún detalle a expensas de la casualidad.

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