Lo que a su vez significaba que estaba en Suecia de forma ilegal.
—¿Qué sucedió? —quiso saber Wallander—. No me refiero a Frankfurt, sino a Sudáfrica. ¿Por qué tuviste que marcharte?
Oliver se acercó a Wallander, antes de preguntar:
—¿Qué sabes tú de Sudáfrica?
—Pues, no mucho. En realidad, lo único que sé es que a los negros se los trata muy mal.
Wallander estuvo a punto de morderse la lengua, pues no estaba seguro de que decir «los negros» no fuese discriminatorio.
—A mi padre lo mató la policía. Lo liquidaron a golpes de martillo y luego le cortaron una mano. Después, metieron la mano en un frasco con alcohol y ahora la tienen de souvenir en algún lugar de Sanderton, tal vez; o de alguno de los barrios blancos de Johanesburgo. Pero lo único que mi padre había hecho era pertenecer al CNA y hablar con sus compañeros sobre resistencia y libertad.
Wallander no dudaba de que Oliver estuviese diciendo la verdad. Su voz surgía sosegada y tranquila de entre la indignación. No había lugar para falsedades.
—La policía empezó a buscarme a mí también —prosiguió Oliver—. De modo que me escondí. Dormía cada noche en una cama distinta, hasta que llegué a Namibia y, de allí, a Frankfurt. Después, aquí... Pero sigo huyendo. Y, en realidad, no existo.
Dicho esto, Oliver guardó silencio, lo que Wallander aprovechó para comprobar si se oían los coches que debían de estar aproximándose.
—Así que necesitabas dinero y encontraste esta tienda —adivinó Wallander—. Cuando ella empezó a gritar, la mataste.
—Sí, pero ellos mataron a mi padre con un martillo y su mano está ahora en un frasco de cristal con alcohol.
«Está perturbado», resolvió Wallander. «Indefenso y aturdido. Y no es consciente de lo que hace.»
—Yo soy policía. Pero jamás he golpeado a nadie en la cabeza con una barra de hierro, tal y como tú hiciste conmigo.
—No sabía que eras policía.
—Pues en estos momentos creo que es una suerte para ti. Ya han empezado a buscarme. Y saben que estoy aquí. De modo que resolveremos todo esto juntos.
Oliver agitó el arma presa de un evidente nerviosismo.
—Si alguien intenta atraparme, disparo.
—No mejorarán las cosas si lo haces.
—No pueden empeorar.
De pronto, Wallander supo cómo continuar aquella desesperada conversación.
—¿Qué opinión crees que le habría merecido a tu padre lo que has hecho?
Al oír la pregunta, el cuerpo de Oliver sufrió una especie de sacudida y el agente comprendió que a él no se le había ocurrido pensar en ello. O que tal vez no había dejado de planteárselo.
—Te prometo que nadie te golpeará —aseguró Wallander—. Tienes mi palabra. Pero has cometido el mayor de los crímenes posibles: has matado a una persona. Y lo único que puedes hacer es entregarte.
Pero Oliver no tuvo tiempo de responder. De repente, se oyó claramente el ruido de los coches que se acercaban y frenaban en seco; las puertas se abrían para cerrarse de golpe otra vez.
«¡Joder!», exclamó Wallander para sí. «Me habría venido bien algo más de tiempo.» El agente extendió la mano muy despacio, antes de proponer:
—Dame la pistola.
Se oyó entonces la voz de Hemberg, que, a gritos, preguntaba si Wallander estaba dentro.
—¡Esperad! —respondió Wallander, primero en sueco y luego en inglés.
—¿Todo en orden? —preguntó Hemberg preocupado.
«Pues no, nada está en orden», se dijo Wallander. «De hecho, esto es lo más parecido a una pesadilla.»
—¡Sí! Esperad, no hagáis nada —gritó, de nuevo en los dos idiomas—. Entrégame el arma. Ahora mismo.
De repente, Oliver apuntó al techo y lanzó un disparo. El estallido fue ensordecedor.
Después, dirigió la pistola hacia la puerta. Wallander le gritó a Hemberg que se apartase al tiempo que se lanzaba sobre Oliver. Los dos hombres fueron a dar en el suelo derribando en su caída un expositor de periódicos. Wallander no pensaba en otra cosa que en hacerse con el arma. Oliver le arañó la cara al tiempo que profería palabras en una lengua que el agente no conocía. Cuando notó que Oliver estaba a punto de arrancarle una oreja, se puso fuera de sí. Con la mano que tenía libre, intentó darle un puñetazo en la cara. La pistola había caído al suelo y yacía semienterrada entre los periódicos. Wallander estaba a punto de hacerse con ella cuando Oliver alcanzó a darle una patada en el estómago que lo dejó sin aliento. Entonces, Oliver se lanzó por el arma. No había nada que Wallander pudiese hacer. La patada lo había paralizado. Sentado en el suelo sobre los periódicos, Oliver le apuntaba con la pistola.
Por segunda vez aquella noche, Wallander cerró los ojos. Iba a morir. Ya no le quedaban más recursos. Al otro lado de la puerta de la tienda se oían más sirenas cuyo concierto estridente se aproximaba a toda prisa y voces nerviosas que gritaban preguntándose qué estaba sucediendo.
«Pues que voy a morir, simplemente», sentenció Wallander. «Sólo eso.»
La detonación produjo un efecto ensordecedor. Y Wallander salió despedido hacia atrás, sin cejar en su empeño de recuperar el aliento.
Pero, al fin, comprendió que el disparo no lo había alcanzado a él. Abrió los ojos y...
Ante su vista, tendido en el suelo, estaba Oliver.
Se había pegado un tiro en la frente. El arma yacía a su lado.
«¡Joder!», maldijo Wallander para sí. «¿Por qué cojones tuvo que hacerlo?»
En ese preciso instante, la puerta se abrió con estrépito. Wallander entrevió a Hemberg. Después se miró las manos, que temblaban con violencia, al igual que todo su cuerpo.
Más tarde, con una taza de café en la mano y una vez curadas las heridas, Wallander le ofreció a Hemberg un breve relato de los acontecimientos.
—No tenía ni idea de lo que pasaría —se excusó Hemberg—. De lo contrario, no te habría pedido que te detuvieses aquí tú solo antes de llegar a casa.
—¿Y cómo ibas a saberlo? —lo tranquilizó Wallander—. Nadie podría habérselo imaginado.
Hemberg pareció reflexionar sobre lo que acababa de decir.
—De lo que no cabe la menor duda es de que aquí está pasando algo —afirmó tras un instante—. Los problemas atraviesan en torrente nuestras fronteras.
—Puede ser, pero yo creo que también nosotros los generamos —precisó Wallander—. Aunque el pobre Oliver fuese un joven desgraciado y proscrito procedente de Sudáfrica.
Hemberg reaccionó con un gesto de sorpresa, como si Wallander hubiese dicho algo inapropiado.
—Bueno, tanto como proscrito... A mí no me gusta lo más mínimo que los criminales extranjeros entren a centenares en nuestro país.
—Tampoco es cierto que eso ocurra —opuso Wallander.
Se hizo entonces un silencio que ni Hemberg ni Wallander se vieron con fuerzas para romper, pues ambos sabían bien que no lograrían ponerse de acuerdo.
«Vaya, también aquí se abre una grieta», concluyó Wallander. «Hace un momento era de una índole. Ahora se presenta bajo otro aspecto, pero también ésta crece y se ensancha aumentando la distancia que nos separa a Hemberg y a mí.»
—Pero ¿por qué se quedó aquí dentro? —quiso saber Hemberg.
—¿Adonde podría haber ido?
Ninguno de los dos añadió comentario alguno.
—Por cierto, fue tu mujer quien llamó y nos puso sobre aviso —explicó Hemberg—. Le extrañó que no hubieses llegado aún, pues, según dijo, tú le habías avisado de que saldrías pronto.
Wallander rememoró la conversación telefónica mantenida con Mona, la breve discusión... Pero los únicos sentimientos que abrigaba en su interior eran de cansancio y vacío: no deseaba seguir pensando en ello.
—Creo que deberías llamar a casa —le advirtió Hemberg discreto.
Wallander lo miró.
—¿Y qué debo decir?
—Pues que te has retrasado por cuestiones de trabajo; aunque yo en tu lugar no contaría los pormenores de lo sucedido por teléfono, sino que aguardaría a hacerlo una vez en casa.
—Pero ¿tú no estabas soltero?
Hemberg sonrió.
—Pues sí. Aunque eso no me impide imaginar cómo es la situación cuando alguien te espera en casa.
Wallander asintió antes de levantarse pesadamente de la silla. Le dolía todo el cuerpo y las náuseas iban y venían como una marea agria.
Se abrió camino entre Sjunnesson y los demás técnicos criminalistas, que ya habían empezado su trabajo.
Ya en la calle, se detuvo a inspirar profundamente el frío aire invernal, que le llenó los pulmones, antes de dirigirse a uno de los coches patrulla. Se sentó en el asiento delantero mirando alternativamente el transmisor de radio y su reloj. Eran las ocho y diez minutos de la Nochebuena de 1975.
A través de la luna mojada del coche divisó una cabina telefónica que había junto a la estación de servicio. Salió del coche y se encaminó hacia ella. Lo más probable era que el teléfono estuviese estropeado, pero decidió intentarlo de todos modos.
Un hombre que había salido a pasear a su perro bajo la lluvia observaba curioso los coches policiales y la tienda iluminada.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el ciudadano mientras contemplaba, con el entrecejo fruncido, el ajado rostro de Wallander.
—Nada —mintió el agente—. Un accidente.
El hombre del perro adivinó que Wallander no le había dicho la verdad, pero se abstuvo de hacer más preguntas.
—Feliz Navidad —le deseó.
—Gracias, igualmente —repuso Wallander.
Después llamó a Mona.
La lluvia había arreciado.
Y el viento había empezado a soplar.
Un viento racheado procedente del norte.
La tarde del 26 de abril de 1987, el inspector de homicidios Kurt Wallander se hallaba sentado en su despacho de la comisaría de Ystad cortándose, abstraído, los pelos de la nariz. Eran poco más de las cinco y acababa de dejar a un lado la carpeta que contenía un material desesperante relativo a las pesquisas en torno a una banda que se dedicaba a la exportación ilegal a Polonia de vehículos de lujo robados. La investigación, que había sufrido varias interrupciones, había celebrado ya su triste décimo aniversario. En efecto, había comenzado poco después de que Wallander hubiese comenzado a trabajar en Ystad y el inspector se preguntaba a menudo si no seguiría vigente incluso después del lejano día en que él se jubilase.
Para variar, su escritorio, en el que había reinado el caos durante bastante tiempo, aparecía ahora totalmente limpio de papeles, pues había aprovechado el mal tiempo y su condición transitoria de hombre solo para dar cuenta de los asuntos pendientes.
Ciertamente, hacía algunos días que Mona y Linda habían emprendido un viaje de dos semanas a las islas Canarias. Aquello fue una auténtica sorpresa para Wallander, que ignoraba que Mona hubiese estado ahorrando dinero. Linda, por su parte, tampoco había revelado ningún detalle del proyectado viaje. Pese a la oposición de sus padres, la joven había abandonado sus estudios de bachillerato en el instituto y parecía enojada, cansada y desorientada a un tiempo. Así, Wallander las había llevado, a hora bien temprana, al aeropuerto de Sturup. De vuelta a la ciudad, pensó que, en el fondo, no le desagradaba la idea de disponer de un par de semanas de soledad. El matrimonio con Mona hacía aguas. Ninguno de los dos sabía bien por qué. Lo que sí tenían claro era que la relación había subsistido durante los últimos años gracias a Linda. La cuestión era qué sucedería ahora que su hija había decidido dejar los estudios y organizarse una vida propia.
Se puso en pie y se dirigió a la ventana. El viento maltrataba los árboles que se erguían al otro lado de la calle y caía una fina lluvia. El termómetro indicaba que estaban a cuatro grados y que, sin duda, aún faltaba para que llegase la primavera.
Se puso la cazadora y salió del despacho. En la recepción, le hizo una seña, a modo de despedida, a la recepcionista que haría la guardia aquel fin de semana y que estaba hablando por teléfono. Tomó el coche y se dirigió al centro mientras escuchaba una cinta de Maria Callas y pensaba en qué compraría para la cena.
¿Necesitaba, en realidad, comprar algo? ¿Acaso tenía hambre siquiera? Su falta de decisión le resultaba irritante, pero, por otro lado, no tenía el menor interés en volver a caer en aquella mala costumbre suya de antaño y parar a comer en cualquier hamburguesería. Mona no cesaba de advertirle que estaba subiendo de peso. Y tenía razón. Una mañana, hacía tan sólo unos meses, observó su rostro en el espejo del cuarto de baño y comprendió que su juventud era, sin remedio, agua pasada. No tardaría en cumplir los cuarenta, aunque parecía mayor. En cambio, antes siempre había aparentado menos edad de la que realmente tenía.
Giró enojado hacia Malmövägen y se detuvo en uno de los mercados de la ciudad. No había acabado de cerrar la puerta del coche cuando, en su interior, empezó a sonar el teléfono. Su primer pensamiento fue dejarlo sonar y no contestar, pues ya tenía bastantes problemas con los personales. Sin embargo, cambió de opinión enseguida, abrió la puerta de nuevo y echó mano del auricular.
—¿Wallander? —oyó que preguntaba la voz de su colega Hanson.
—Sí.
—¿Dónde estás?
—Pues iba a hacer algo de compra.
—Déjalo para más tarde y ven al hospital. Estaré esperándote en la entrada.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Verás, es algo complicado de explicar por teléfono. Será mejor que vengas y lo veas.
Concluida la conversación, volvió al volante, pues sabía que Hanson no lo habría llamado de no ser por un motivo grave. No tardó ni dos minutos en llegar al hospital, donde Hanson lo aguardaba a la puerta de la entrada principal. Se notaba que estaba muerto de frío y Wallander intentó deducir de la expresión de su rostro lo que había sucedido.
—¿De qué se trata? —inquirió el inspector.
—Tenemos ahí dentro, tomándose un café, a un taxista llamado Stenberg —explicó Hanson—. Está terriblemente alterado.
Intrigado, Wallander acompañó a Hanson al interior del edificio.
La cafetería del hospital estaba a la derecha. Dejaron atrás a un anciano que, sentado en silla de ruedas, mordía una manzana muy despacio. Wallander reconoció a Stenberg, que, solo, tomaba café sentado una mesa. El inspector lo había visto con anterioridad, pero no era capaz de recordar dónde. Era un hombre de unos cincuenta años, corpulento y casi calvo, con la nariz torcida, como si hubiese sido boxeador en su juventud.