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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (24 page)

BOOK: La pirámide
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—Es decir que, por ahora, sus hallazgos no contradicen nuestra hipótesis —observó Hanson—. ¿Cómo se llama el tóxico?

Wallander leyó en voz alta la compleja denominación de la fórmula química que tenía anotada en su bloc. Hecho esto, pasó a relatarles la conversación mantenida con Martin Stenholm en Svarte.

—Os aseguro que no sé por qué, pero tengo la sensación de que hallaremos la solución a este caso en la vivienda de ese médico jubilado.

—Bueno, un médico debe de saber de venenos —apuntó Rydberg—. Eso ya es algo.

—Sí, claro, eso es indiscutible —admitió Wallander—. Pero es que hay algo más..., aunque no caigo en qué puede ser.

—¿Quieres que compruebe su nombre en los registros? —se ofreció Hanson—. ¡Lástima que Martinson esté enfermo! A él se le da mucho mejor que a mí.

Wallander aceptó la propuesta y, mientras asentía, se le ocurrió una idea.

—Introduce también el nombre de su mujer, Kajsa Stenholm.

Durante el puente de la festividad de Walpurgis,
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la investigación quedó en suspenso. Wallander pasó gran parte del tiempo libre en casa de su padre. Invirtió una tarde en pintar la cocina de su apartamento y, además, estuvo hablando por teléfono con Rydberg, pero el motivo no fue otro que el que ambos compartían, de hecho, el mismo grado de soledad. Sin embargo, cuando lo llamó, Rydberg resultó estar muy ebrio, con lo que la conversación no llegó a prolongarse demasiado.

El lunes 4 de mayo acudió temprano a la comisaría. Mientras aguardaba las noticias de lo que Hanson hubiese podido descubrir tras sus sondeos en los registros policiales, retomó el trabajo con la banda de importación ilegal de vehículos robados. Hasta el día siguiente, poco después de las once, Hanson no apareció por el despacho del inspector.

—No encontré nada sobre Martin Stenholm —aseguró—. Lo más probable es que ese hombre no haya cometido ningún acto ilícito en toda su vida.

A Wallander no le sorprendió la noticia, pues no se le ocultaba que lo más probable era que estuviese entrando en un callejón sin salida.

—¿Qué me dices de su esposa? —preguntó.

Hanson negó con un gesto.

—Menos aún —puntualizó—. Fue fiscal de Nynäshamn durante muchos años.

Hanson dejó una carpeta llena de documentos sobre el escritorio de Wallander.

—Hablaré de nuevo con los taxistas, tal vez ellos hayan visto algo, después de todo —sugirió.

De nuevo solo en su despacho, Wallander tomó la carpeta que le había dejado Hanson. Una hora le llevó revisar todo su contenido. Por excepcional que pudiese parecer, Hanson no había obviado ningún detalle en aquella ocasión. Y, pese a todo, Wallander tenía la certeza de que la muerte de Göran Alexandersson estaba relacionada con el viejo doctor. Lo sabía, sin saberlo en realidad, tal y como solía ocurrirle. Ciertamente, no tenía plena confianza en su intuición pero era innegable que ésta lo había conducido por el buen camino en numerosas ocasiones. Llamó a Rydberg, que acudió enseguida a su despacho y le entregó la carpeta.

—Quiero que leas este material —solicitó el inspector—. Ni Hanson ni yo hemos hallado nada digno de interés, pero estoy seguro de que se nos ha escapado algo.

—Bueno, de Hanson, no me extraña lo más mínimo —declaró Rydberg sin ocultar el escaso respeto que en él despertaba el modo de trabajar del colega.

Aquella misma tarde, ya a última hora, Rydberg le devolvió a Wallander la carpeta con un gesto muy elocuente: tampoco él había hallado nada que hubiese merecido su atención.

—Bien, pues tendremos que volver a empezar por el principio —resolvió Wallander—. Nos veremos aquí mañana a primera hora para decidir cómo seguir adelante con la investigación.

Poco después, Wallander salió de la comisaría rumbo a Svarte. Volvió a dar un largo paseo por la playa, sin toparse con nadie durante su recorrido. Hecho esto, se sentó en el coche y volvió a leer el material contenido en la carpeta que le había dejado Hanson. «¿Qué es lo que no veo?», se preguntaba angustiado. «Alguna conexión hay entre este médico y Göran Alexandersson. Lo que sucede es que yo no soy capaz de detectarla.»

Regresó, pues, a Ystad y se llevó la carpeta a su apartamento de la calle de Mariagatan, un piso de tres habitaciones en el que habían vivido desde su traslado a la ciudad hacía ya catorce años.

Intentó relajarse y olvidar el tema, pero la carpeta parecía reclamar su concentración y no le daba tregua. Ya tarde, cerca de la medianoche, se sentó ante la mesa de la cocina y revisó los documentos una vez más.

Y, pese a estar tan cansado, fue entonces cuando reparó en un detalle que le había pasado inadvertido hasta el momento pero que, ahora, llamó su atención. No se le ocultaba que aquello bien podía carecer de importancia y, aun así, resolvió que lo investigaría tan pronto como llegase a la comisaría la mañana siguiente.

Aquella noche durmió bastante mal.

Llegó a la comisaría poco antes de las siete de la mañana. Una fina llovizna caía pertinaz sobre la ciudad de Ystad. Wallander sabía que el hombre con el que deseaba hablar era tan madrugador como él mismo, de modo que se dirigió al ala del edificio que albergaba las oficinas de la fiscalía y dio unos toquecitos en la puerta del despacho de Per Åkeson, en cuyo interior imperaba el habitual desorden. Åkeson y Wallander habían colaborado durante muchos años en un clima de mutuo respeto por el buen criterio de cada uno. Åkeson se encajó las gafas en la frente y observó a Wallander.

—¡Vaya! ¡¿Tú por aquí?! —exclamó el fiscal—. Y tan temprano... Eso no puede significar más que lo que te trae por esta parte de la casa es, sin duda, algo importante.

—Verás, el caso es que no sé si será importante, pero necesito que me ayudes —explicó Wallander.

El inspector colocó en el suelo unos cuantos montones de papeles con el fin de poder tomar asiento, antes de referirle brevemente el asunto de la muerte de Göran Alexandersson.

—¡Vaya! Suena bastante curioso —opinó Per Åkeson una vez que Wallander hubo concluido.

—Sí, a veces ocurren cosas muy extrañas, como ya sabemos.

—Ya, bueno, pero me cuesta creer que te hayas presentado aquí a las siete de la mañana para contarme esta historia. Supongo que no pensarás proponerme que dicte una orden de detención contra ese médico, ¿verdad?

—No, no. Lo que necesito es que me ayudes con el tema de su mujer, Kajsa Stenholm —aclaró Wallander—. Ella fue colega tuya, pues trabajó durante muchos años como fiscal en Nynäshamn. Sin embargo, pidió la excedencia en un par de ocasiones y no aceptó, durante ese tiempo, más que algunas sustituciones de corta duración. Hace siete años, concretamente, ejerció de fiscal sustituía en Estocolmo. Y da la casualidad de que la fecha coincide con el momento en que el hijo de Göran Alexandersson fue atacado y asesinado. Y me gustaría que me ayudases a averiguar si existe alguna relación entre estos dos hechos.

Wallander hojeó sus papeles antes de proseguir.

—El hijo se llamaba Bengt Alexandersson y tenía dieciocho años cuando murió —explicó el inspector.

Per Åkeson se balanceaba en la silla sin dejar de observar a Wallander con el entrecejo fruncido.

—Pero ¿puede saberse qué se te ha pasado por la cabeza? —inquirió el fiscal.

—No lo sé —admitió Wallander—. Pero quiero investigar la posibilidad de que exista alguna relación entre ambas circunstancias; si Kajsa Stenholm estuvo o no relacionada con la investigación de la muerte de Bengt Alexandersson.

—Ya. Y supongo que deseas una respuesta lo antes posible, ¿me equivoco?

Wallander asintió antes de añadir:

—Así es. A estas alturas, deberías saber que mi paciencia es, por lo general, inexistente —dijo al tiempo que se ponía en pie.

—De acuerdo, veré qué puedo hacer —prometió Åkeson—. Pero no albergues demasiadas esperanzas.

Cuando, poco después, volvió a pasar ante la recepción, le dijo a Ebba que deseaba ver a Rydberg y a Hanson en su despacho tan pronto como apareciesen por allí.

—Claro, pero... ¿estás bien? ¿Seguro que duermes lo suficiente por las noches?

—Bueno, ¿sabes?, a veces me da por pensar que duermo demasiado —repuso evasivo.

Ebba era la reina de la recepción, y la que velaba por el bienestar general. Hasta el punto de que, en ocasiones, Wallander debía realizar serios esfuerzos por no desatar su enojo contra el celo de la recepcionista.

A las ocho y cuarto se presentó en su despacho Hanson y, poco después, también lo hizo Rydberg. Wallander les ofreció una escueta exposición del descubrimiento realizado en lo que, a aquellas alturas habían dado en llamar «los papeles de Hanson».

—Esperaremos hasta ver qué nos deparan las indagaciones de Per Åkeson —resolvió Wallander a modo de conclusión—. Tal vez no sea más que una suposición aventurada y absurda por mi parte. Por otro lado, si resultase que Kajsa Stenholm aceptó la sustitución en Estocolmo cuando Bengt Alexandersson fue asesinado y si, además, estuvo implicada en la investigación, habremos de admitir que hemos localizado una conexión.

—¿No decías que estaba en fase terminal de una grave enfermedad? —inquirió Rydberg.

—Bueno, eso fue lo que dijo su marido —advirtió Wallander—. Pero yo no llegué a verla.

—Con todos mis respetos por tu capacidad para abrirte paso entre las marañas que ofrecen las más complejas investigaciones criminales, a mí me parece que la relación entre una y otro sería de lo más vago —objetó Hanson—. A ver, supongamos que tienes razón y que Kajsa Stenholm se vio involucrada en las investigaciones previas a la resolución del caso de agresión contra el joven Alexandersson. ¿Qué implicaciones tendría eso para el caso que nos ocupa? ¿Acaso una mujer que está enferma de cáncer podría ser sospechosa de haber asesinado a un hombre que surge de su pasado?

—Tienes razón, la conexión es realmente muy imprecisa —admitió Wallander—. Pero veamos cuáles son las conclusiones de Per Åkeson, si es que las hay.

Una vez solo en su despacho, permaneció largo rato sin saber qué hacer. Se preguntaba qué estarían haciendo Mona y Linda en aquel preciso momento y de qué estarían hablando. Poco antes de las ocho y media, fue a buscar una taza de café y otra a las diez y media. Acababa de volver a su despacho cuando el teléfono le trajo la voz de Per Åkeson.

—Hola, fue más rápido de lo que pensaba. ¿Tienes un bolígrafo a mano?

—Sí, sí. Tomo nota —lo animó Wallander.

—A Kajsa Stenholm le asignaron una sustitución como fiscal de Estocolmo, cargo que debería desempeñar entre el 10 de marzo y el 9 de octubre de 1980 —comenzó Per Åkeson—. Gracias a la ayuda de un administrativo del tribunal de primera instancia, hombre habilidoso donde los haya, pude averiguar la respuesta a tu segunda pregunta, es decir si Kajsa Stenholm estuvo involucrada en la investigación de la muerte de Bengt Alexandersson...

El fiscal guardó silencio mientras Wallander esperaba impaciente.

—Y resultó que tenías razón: fue ella quien dirigió la investigación preliminar, al igual que fue una orden suya la que sobreseyó el caso. Jamás pudieron detener a los supuestos autores de los hechos.

—Bien, gracias. Tengo que reflexionar sobre cuanto acabas de revelarme; ya te llamaré más tarde.

Tras haber colgado el auricular, se puso en pie y se colocó junto a la ventana dispuesto a pensar. El cristal estaba empañado por la humedad y comprobó que llovía con más intensidad que a primeras horas de la mañana. «Sólo hay un camino que seguir», resolvió. «Tenemos que entrar en esa casa y averiguar lo que en verdad ocurrió.» Decidió que no llevaría más compañía que la de Rydberg. Así, llamó por la línea interna tanto a Rydberg como a Hanson y les expuso lo que Åkeson le había revelado.

—¡Joder, ésa sí que es buena! —exclamó Hanson.

—Se me ha ocurrido que podríamos ir allí tú y yo —propuso Wallander mirando a Rydberg—. Si vamos los tres, será demasiado.

Hanson lo comprendió y se mostró de acuerdo.

Sin mediar palabra, emprendieron la marcha hasta llegar a Svarte. Wallander aparcó el coche a unos cien metros de la casa de Stenholm.

—¿Qué esperas de mí, exactamente? —quiso saber Rydberg mientras se dirigían hacia la casa bajo la lluvia.

—Que estés conmigo. Sólo eso.

De repente, Wallander cayó en la cuenta de que era la primera vez que Rydberg iba con él en calidad de ayudante, y no al contrario. Rydberg jamás lo había tratado como a un subordinado, pues la condición de jefe no encajaba con su temperamento; antes al contrario, siempre habían trabajado codo con codo. Sin embargo, durante los años que Wallander había pasado en Ystad, Rydberg había sido su gran maestro. De hecho, a él le debía la mayor parte de los conocimientos de que había hecho acopio hasta entonces acerca del oficio de policía.

Atravesaron la verja y ganaron el edificio. Wallander llamó al timbre y, como si los hubiese estado esperando, el viejo doctor les abrió casi de inmediato. Wallander pensó fugazmente en lo extraño que le resultaba que el labrador no hubiese aparecido ladrando por allí.

—Esperamos no molestar —comenzó a modo de excusa—. Pero lo cierto es que tenemos algunas preguntas más que hacer y que, por desgracia, no pueden esperar.

—De acuerdo. ¿Y acerca de qué?

A Wallander no le pasó inadvertido el que toda la amabilidad que aquel hombre le prodigase en sus primeros encuentros había desaparecido ahora por completo. En cambio, el anciano daba muestras de reserva y enojo.

—Acerca del hombre que se paseaba por la playa —aclaró Wallander.

—Ya le dije que no lo vi.

—Ya, bueno, el caso es que también queríamos hablar con su esposa.

—Sí, pero, como también le dije, está muy enferma. ¿Qué cree que pudo ver ella, que no deja la cama? La verdad, no comprendo por qué no nos dejan en paz.

Wallander asintió.

—Bien, entonces no lo molestaré más —cedió—. Al menos, por ahora. Pero estoy seguro de que volveremos. Y, cuando lo hagamos, no le quedará otro remedio que dejarnos entrar.

Dicho esto, tomó a Rydberg del brazo y lo condujo hasta la verja. A sus espaldas, la puerta se cerró con un sordo golpetazo.

—¿Por qué te diste por vencido con tanta facilidad? —inquirió Rydberg.

—Fuiste tú quien me enseñó —le recordó Wallander—. A veces es positivo darle a la gente la oportunidad de reflexionar un poco. Además, necesito una orden de registro de Per Åkeson.

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