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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (18 page)

BOOK: La pirámide
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Todo sucedió de forma simultánea y a una velocidad de vértigo. Sobre el suelo de la habitación a que daba paso la puerta, yacía tendida boca abajo una mujer. Según pudo ver, había una silla volcada y el rostro oculto de la mujer aparecía hundido en un charco de sangre. Ante tal espectáculo, lanzó un grito, aun cuando había entrado allí preparado para lo peor, dada la robustez del silencio. Y, al mismo tiempo que se volvía, notó que allí mismo, detrás de él, había otra persona. Completó el giro, que describió en descenso hasta quedar agachado, y percibió una sombra que, rauda, se precipitaba contra su rostro. Después, todo quedó sumido en la oscuridad.

Cuando volvió a abrir los ojos, supo enseguida dónde se encontraba. Le dolía la cabeza y sentía náuseas. Se sentó en el suelo, protegido por el mostrador, mientras calculaba que no podía haber estado inconsciente mucho tiempo. Un bulto negro se había estrellado contra él, una sombra dura que lo alcanzó en medio de la frente. Aquello era lo último que recordaba con claridad. Cuando intentó levantarse, comprobó que estaba atado. En efecto, una cuerda le rodeaba manos y pies manteniéndolo inmóvil sujeto a algo que había a su espalda y que él no podía ver.

Por otro lado, la cuerda le resultaba familiar. Al cabo de un instante, cayó en la cuenta de que era su propia cuerda, la que él llevaba siempre en el maletero del coche.

De pronto, los recuerdos se le agolparon en la mente, uno tras otro. Había descubierto el cuerpo de una mujer que yacía muerta en la pequeña oficina del establecimiento. Una mujer que sería, sin duda, Rima Hagman. Después, alguien lo golpeó en la frente y ahora se encontraba amarrado con su propia cuerda. Paseó la mirada a su alrededor mientras aguzaba el oído. No le cabía la menor duda de que por allí había alguien cuya presencia tenía motivos para temer. La sensación de mareo iba y venía. Se esforzó por aflojar la cuerda, en un intento de liberarse de ella, y no dejaba de prestar atención por si oía algo. Todavía reinaba el silencio allí dentro, pero era un silencio diferente al que lo había recibido cuando entró en el comercio. Tironeó de la cuerda, que no estaba demasiado tensa, pero tenía los pies y las manos torcidos de un modo que le impedía emplear todas sus fuerzas.

Entonces notó que tenía miedo. Alguien había asesinado a Elma Hagman antes de golpearlo y atarlo a él. ¿Qué le había dicho Hemberg exactamente? «Elma Hagman había llamado para denunciar que una persona muy extraña se dedicaba a merodear a las puertas de su tienda.» Y ahora resultaba que la mujer tenía razón. Wallander intentó pensar con calma. Mona sabía que él iba camino a casa, con lo que, si tardaba más de lo previsto, ella acabaría por preocuparse y llamar a la comisaría de Malmö, donde Hemberg pensaría enseguida que él había acudido a visitar la tienda de Elma Hagman. Y, a partir de ahí, aquello no tardaría mucho en llenarse de coches patrulla.

Wallander aplicaba el oído, pero todo seguía en silencio. Se estiró para ver si la caja estaba ya abierta, pues no se le ocurría otro móvil que el robo, y, de ser así, el ladrón se habría dado ya a la fuga. Se estiró cuanto pudo, pero no pudo divisar si la caja estaba o no cerrada. Aun así, empezó a convencerse de que, a aquellas alturas, se encontraba solo en la tienda, junto con el cadáver de la dueña.

El hombre que la había asesinado y que lo había golpeado a él debía de haber desaparecido hacía ya un buen rato. La posibilidad de que su coche tampoco estuviese donde lo aparcó no era desdeñable, puesto que había dejado las llaves puestas.

Wallander continuó intentando aflojar la cuerda y, tras haber estado tironeando y estirando brazos y piernas todo lo que pudo, comprendió que debía concentrarse en la pierna izquierda. Si seguía estirándola, podría aflojar la cuerda lo suficiente como para liberarla. Lo que le permitiría, a su vez, girar el cuerpo para ver cómo y a qué estaba amarrado a la pared.

Notó que transpiraba, aunque no sabía si por el esfuerzo o a causa del miedo creciente que se había ido filtrando por sus sentidos. Hacía seis años, cuando aún no era más que un jovencísimo y diligente policía, lo habían acuchillado. Entonces, todo sucedió con tal rapidez que no tuvo tiempo de reaccionar ni de defenderse. La hoja de la navaja penetró en su pecho, muy cerca del corazón. En aquella ocasión, el miedo lo había invadido con posterioridad. En ésta, sin embargo, el temor se había presentado desde el principio. Intentaba convencerse de que nada más sucedería. Tarde o temprano, él lograría zafarse de sus ataduras. Tarde o temprano, alguien empezaría a buscarlo.

Por un instante, abandonó todo esfuerzo por liberar la pierna izquierda. De repente, la magnitud de la situación le sobrevino con toda su fuerza. Una mujer anciana resulta asesinada en su comercio en Nochebuena, poco antes de su hora de cierre. Había en la brutalidad de los hechos algo aterrador. Simplemente, aquellas cosas no sucedían en Suecia. Y, desde luego, no en Nochebuena.

Volvió a tirar de la cuerda. Iba despacio, pero, aun así, le parecía que ya le rozaba menos la piel. Con no poco esfuerzo, logró girar el brazo de modo que pudo ver el reloj. Eran las seis y nueve minutos. Mona no tardaría en empezar a preguntarse qué había sido de él. Dentro de otra media hora, comenzaría a sentirse muy preocupada y hacia las siete y media, a más tardar, llamaría a Malmö.

Un ruido cercano vino a interrumpir su reflexión. Atento, contuvo la respiración hasta que lo oyó de nuevo. Era un ruido sordo que le resultó familiar, pues procedía de la puerta. El mismo que había percibido cuando entró en el local. De modo que alguien estaba entrando en el comercio. Aunque lo hacía muy despacio y en silencio.

Entonces, divisó al hombre.

Estaba junto al mostrador, mirándolo.

Llevaba la cabeza cubierta con una capucha negra, una cazadora muy gruesa y las manos protegidas por un par de guantes. Era de estatura media y parecía delgado. El sujeto no se movía lo más mínimo. Wallander intentó atisbar sus ojos, pero la luz de los tubos fluorescentes del techo no le facilitaron la tarea; de hecho, nada pudo entrever de su rostro, descubierto tan sólo en los dos pequeños orificios que se abrían en torno a los ojos.

El individuo sostenía en sus manos un hierro. O tal vez fuese el extremo de una llave inglesa.

Seguía sin moverse.

Wallander estaba allí, presa de un gran temor y de una profunda sensación de desamparo. Lo único que podía hacer era gritar, pero habría sido totalmente inútil, dado que no había nadie por los alrededores y nadie habría oído su llamada de auxilio.

El hombre de la capucha seguía observándolo.

De pronto, se dio la vuelta a toda prisa y desapareció de su campo de visión.

Wallander sintió que el corazón se le salía del pecho. Prestó atención, por si oía algún otro ruido, tal vez la puerta, pero sin resultado, de modo que el hombre seguía en el interior del comercio.

El agente pensaba con celeridad, intentando comprender por qué no se marchaba, por qué seguía en el establecimiento, qué esperaba...

«Salió a la calle», recapituló Wallander. «Después regresó al interior y se acercó hasta mí para comprobar que sigo donde me dejó amarrado.

»De modo que sólo existe una explicación plausible: está esperando a alguien; y ese alguien ya debería haber llegado.»

Intentó concluir el razonamiento sin dejar de prestar atención a los ruidos.

«Un encapuchado provisto de guantes sale para cometer un robo sin ser reconocido. Elige el apartado y solitario establecimiento de Elma Hagman. Resulta inexplicable por qué le da muerte. No es probable que ella haya opuesto la menor resistencia. Por otro lado, el sujeto no parece haber ingerido alcohol ni ningún tipo de drogas.

«Consumado el asalto, el individuo permanece en el lugar del crimen. No huye. Pese a que lo más probable es que no contase con la eventualidad de matar a nadie. Ni tampoco de que nadie entrase en la tienda justo antes de que cerrase en Nochebuena. Aun así, él se queda aquí. Esperando.»

Wallander comprendió que en toda aquella historia había algo que no encajaba; que aquél no era un robo corriente. ¿Por qué permanecía el hombre allí? ¿Acaso había quedado paralizado ante las consecuencias de su acción? El agente sabía que la respuesta a aquella pregunta era de capital importancia. Pero no lograba componer el rompecabezas.

Por otro lado, existía otra circunstancia que sabía de gran interés.

El encapuchado ignoraba que él fuese policía.

De hecho, no tenía motivo alguno para creer otra cosa que él era un cliente tardío que se presentaba en la tienda a aquellas horas. De todos modos, Wallander no supo determinar si aquello constituiría una ventaja o un inconveniente para él.

Siguió estirando la pierna izquierda, vigilando sin cesar y en la medida de lo posible los extremos del mostrador. El hombre de la capucha se encontraba allí, en alguna parte. Y se movía sin hacer el menor ruido. La cuerda había empezado a ceder mientras el sudor corría por el pecho de Wallander empapando su camisa. Con un esfuerzo atroz logró por fin liberar la pierna izquierda. Permaneció sentado e inmóvil un instante, antes de darse la vuelta con extrema cautela. La cuerda estaba sujeta a una de las argollas que fijaban una estantería, de lo que dedujo que no lograría liberarse del todo sin, al mismo tiempo, derribar el mueble. En cambio, sí que podía ayudarse con la pierna libre para desatar la otra. Echó una ojeada rápida al reloj. No habían pasado más de siete minutos desde la última vez. Supuso que Mona aún no habría llamado a Malmö. La cuestión era si habría empezado a preocuparse siquiera. Wallander no cejaba en su empeño de liberarse. Ya no había vuelta atrás. Si el encapuchado lo descubría, vería enseguida que estaba soltando la cuerda y él no tendría la menor posibilidad de defenderse.

Trabajaba con tanta rapidez y de forma tan silenciosa como podía. Tenía ya libres las dos piernas y no tardó en soltar también el brazo izquierdo. Sólo le quedaba el derecho para poder ponerse en pie. Si bien ignoraba qué haría entonces, en primer lugar, se vería obligado a defenderse con sus propias manos, pues no llevaba ningún arma. Pero le había dado la impresión de que el encapuchado no era demasiado fuerte o robusto. Por otro lado, tampoco estaría preparado para ningún ataque por su parte. El factor sorpresa era el arma de Wallander. La única con que contaba. Además, tenía pensado abandonar la tienda lo antes posible, sin prolongar el enfrentamiento de forma innecesaria, consciente de que no podría hacer gran cosa él solo. Debía llamar a la comisaría y ponerse en contacto con Hemberg urgentemente.

Con el brazo derecho ya suelto y la cuerda enrollada a su lado, Wallander notó que tenía las articulaciones entumecidas. Se apoyó sobre las doloridas rodillas para atisbar el panorama desde uno de los extremos del mostrador.

El hombre de la capucha estaba de espaldas a él.

Por primera vez, el agente tuvo ocasión de contemplar su figura completa y comprobó que su primera impresión coincidía con la realidad: el hombre era, en verdad, muy delgado. Vestía vaqueros negros y calzaba deportivas blancas.

El individuo no se movía. La distancia entre ellos no superaba los tres metros, de modo que Wallander podría lanzarse contra él y propinarle un golpe en la nuca que, suponía, le proporcionaría el margen de tiempo suficiente para salir corriendo del establecimiento.

Pero, aun así, no se decidía.

En ese preciso instante, divisó el tubo de hierro que el hombre había dejado sobre la estantería que se alzaba a su lado.

Entonces, Wallander tomó una determinación: sin su arma, el encapuchado no podría defenderse.

Muy despacio, empezó a levantarse. El hombre no reaccionó. Wallander ya estaba en pie.

Y en aquel preciso momento, el hombre se dio la vuelta. El agente se abalanzó sobre él, pero el encapuchado se apartó raudo a un lado y Wallander fue a golpear una estantería llena, principalmente, de pan ácimo y galletas saladas, aunque logró mantener el equilibrio y no caer al suelo. Se volvió para agarrar al hombre por el brazo, pero se detuvo en mitad de su giro y retrocedió ofuscado.

El encapuchado empuñaba una pistola.

Una pistola que apuntaba certera contra el pecho de Wallander.

Después, la fue alzando despacio, hasta dejarla a la altura de la frente del agente.

Durante un instante de vértigo, pensó que iba a morir. Que había sobrevivido a un navajazo, pero que nada lo salvaría de la pistola que apuntaba a su frente. Y moriría en Nochebuena, en una tienda de comestibles a las afueras de Malmö. Una muerte absurda, con la que Mona y Linda tendrían que aprender a convivir el resto de sus vidas.

Cerró los ojos, en gesto involuntario, no sabía si para evitar ver o que lo vieran. Cuando, al momento, volvió a abrir los ojos, el cañón del arma seguía orientado hacia su frente.

Oía su propia respiración, que se le antojó sonaba como un gemido, mientras que el hombre que lo amenazaba con el arma no profería el más leve sonido, como si la situación no fuese de su incumbencia. Wallander seguía sin poder ver a través de los dos orificios de la capucha tras los que se adivinaban los ojos.

Las ideas se agolpaban en su mente en atropellado torbellino. ¿Por qué se había quedado el hombre en la tienda? ¿Qué esperaba? ¿Por qué no decía nada?

Wallander tenía la mirada clavada en la pistola, en la capucha de huecos sombríos.

—¡No dispares! —suplicó en trémulo titubeo.

Pero el hombre no reaccionó.

Wallander le mostró las manos para que viese que no llevaba ningún arma y que no tenía intención alguna de oponer resistencia.

—Yo sólo quería comprar —mintió al tiempo que señalaba una de las estanterías procurando no describir movimientos demasiado bruscos—. Iba a casa. Están esperándome. Tengo una hija de cinco años.

El hombre no replicaba y Wallander no detectó reacción alguna por su parte.

Entretanto, se esforzaba por pensar en una solución. Tal vez, y contra todo pronóstico, su decisión de hacerse pasar por un cliente tardío había sido errónea. Tal vez tendría que haber dicho la verdad, darse a conocer como policía y decir que había acudido a la tienda tras la llamada de Elma Hagman y su denuncia de que un desconocido estaba merodeando por los alrededores del comercio.

No estaba seguro de nada y los pensamientos rondaban su cerebro sin orden ni concierto, si bien siempre retornaban al mismo punto de partida.

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