Se desvistió y se puso el viejo y raído albornoz al tiempo que caía en la cuenta de que de nuevo había olvidado comprar papel higiénico, de modo que fue a buscar una vieja guía telefónica que dejó en el cuarto de baño. Después, colocó en el frigorífico la compra que había hecho en Herrestad y, cuando estaba a punto de terminar, sonó el teléfono. Eran las once y cuarto y deseó mentalmente que no hubiese sucedido nada grave que lo obligase a vestirse otra vez. Pero era Linda. Y a él siempre lo llenaba de alegría oír la voz de su hija.
—¿Dónde has estado? —preguntó la joven—. Llevo llamándote toda la tarde.
—Podrías habértelo figurado... —repuso él—. Y podrías haber llamado al abuelo. Estaba con él.
—¡Vaya, no se me ocurrió! Como tú no sueles ir a visitarlo...
—¿Cómo que no suelo ir?
—Bueno, al menos, eso es lo que dice él.
—Sí, él dice muchas cosas. Por cierto, se va a Egipto dentro de unos días para ver las pirámides.
—¡Qué bien! ¡Cómo me gustaría ir con él!
Wallander no dijo ni una palabra, sino que se limitó a escuchar su abundante relato acerca de lo que la había tenido ocupada los últimos días. El inspector se alegró al oír que, al parecer, la muchacha había decidido apostar por hacer carrera en el ramo del tapizado de muebles. Supuso que Mona no estaría en casa, pues solía molestarse cuando Linda pasaba demasiado rato al teléfono. Al mismo tiempo sintió una punzada de celos pues, pese a que estaban separados, él no terminaba de asumir la idea de que ella se viese con otros hombres.
Para terminar la conversación, Linda le prometió que acudiría a su encuentro en el aeropuerto de Malmö para desearle también buen viaje a su abuelo.
Era ya más de medianoche y, puesto que se sentía hambriento, regresó a la cocina. Pero lo único que tuvo fuerzas para prepararse fue un plato de gachas de avena. Hacia las doce y media se acurrucó en la cama y, en pocos minutos, lo venció el sueño.
La mañana del 12 de diciembre la temperatura había descendido hasta los cuatro grados bajo cero. Wallander estaba sentado en la cocina poco antes de las siete, cuando sonó el teléfono. Era Blomell.
—Espero no haberte despertado —se disculpó.
—No, no, ya me había levantado —lo tranquilizó Wallander con la taza de café en la mano.
—Verás, una idea me vino a la mente cuando ya te habías marchado —prosiguió Blomell—. Claro que yo no soy policía, pero me pareció que no estaría mal que llamase, de todos modos.
—A ver, dime qué se te ocurrió.
—Pues pensé que si alguien oyó el ruido del avión a las afueras de Mossby, tuvo que ser porque el aparato volaba a muy baja altura. Lo que a su vez implica que otras personas también debieron de oírlo. Y así podrías hacerte una idea de qué dirección llevaba. Incluso cabe la posibilidad de que des con alguien que oyese cómo el avión daba la vuelta en el aire y volvía a marcharse por donde había venido. Si, por ejemplo, alguien lo oyó con tan sólo unos minutos de intervalo, tal vez resulte posible calcular el radio en el que el aparato giró.
Wallander comprendió que Blomell tenía razón. Y que él mismo debería haber pensado en ello. Pero no dijo nada.
—Sí, ya, estamos en ello —mintió.
—Bien, sólo era eso —aseguró Blomell—. Por cierto, ¿cómo estaba tu padre?
—Pues me contó que piensa hacer un viaje a Egipto.
—¡Vaya! Me parece una idea estupenda.
Wallander no replicó.
—Ya empieza a hacer más frío —comentó Blomell para concluir—. Se acerca el invierno.
—Sí, las tormentas de nieve no tardarán en llegar —convino Wallander antes de despedirse y colgar el auricular.
De nuevo en la cocina, reflexionó sobre las palabras de Blomell. Martinson o alguno de los compañeros podría ponerse en contacto con los colegas de Tomelilla y Sjöbo. Quizás incluso con los de Simrishamn, para estar más seguros. Cabía la posibilidad de que pudiesen hacerse una idea del rumbo del avión y del destino del mismo, localizando a personas madrugadoras que hubiesen oído el ronroneo, incluso dos veces seguidas, en el mejor de los casos. Seguro que quedaban algunos granjeros que estuviesen levantados a aquellas horas para ordeñar sus vacas. Sin embargo, seguía en pie la pregunta de qué se traerían entre manos aquellos dos hombres durante el vuelo y de por qué el aparato carecía de número de identificación.
Wallander hojeó el periódico sin prestarle mayor atención. Los cachorros de labrador seguían a la venta, pero ninguna de las casas despertó su interés.
Poco antes de las ocho cruzaba las puertas de la comisaría. Aquella mañana, había tomado la precaución de ponerse el jersey que solía utilizar para temperaturas de hasta cinco grados bajo cero. Se detuvo en la recepción y le pidió a Ebba que solicitase un seguro de viaje para su padre.
—Ése ha sido mi sueño durante años: ir a Egipto a ver las pirámides.
«Vaya, todo el mundo parece envidiar a mi padre», se dijo mientras se servía un café y se dirigía a su despacho. «Y, por si fuera poco, nadie parece especialmente sorprendido. El único preocupado por que algo le ocurra soy yo; ¿y si se pierde en el desierto o algo así...?»
La tarde anterior Martinson le había dejado sobre el escritorio un informe del siniestro. Wallander lo ojeó pensando que su colega seguía siendo tan locuaz como solía: la mitad habría sido suficiente. Rydberg le había dicho en alguna ocasión que aquello que no podía expresarse de forma tan comprimida como un telegrama, o no estaba bien meditado o era erróneo por completo. Wallander se esforzaba por redactar sus informes de la forma más clara y concisa posible. El inspector llamó al despacho de Martinson y le refirió la conversación mantenida con Björk el día anterior. Martinson se mostró muy satisfecho y le advirtió a Wallander que sería conveniente que celebrasen una reunión con todos los miembros del grupo, pues, en su opinión, merecía la pena poner en práctica la sugerencia de Blomell. A las ocho y media Martinson había logrado dar con Hanson y Svedberg, pero Rydberg no había llegado aún. Se congregaron en una de las salas de reuniones.
—¿Alguien ha visto a Nyberg? —quiso saber Wallander.
Pero en aquel preciso momento el técnico entró en la sala. Como de costumbre, parecía que lo hubiesen arrancado del sueño, con el cabello revuelto. Se sentó en su lugar habitual, algo apartado de los demás.
—Parece que Rydberg está mal —anunció Svedberg mientras se rascaba la calva con un lápiz.
—No es que lo parezca, es que está mal de verdad —subrayó Hanson—. Tiene ciática.
—Reuma —corrigió Wallander—. Es muy distinto.
Se volvió entonces a Nyberg y le cedió la palabra.
—Hemos examinado las alas —comenzó el técnico—. Y también limpiamos la espuma de los bomberos e intentamos componer el rompecabezas con las piezas del fuselaje del avión. No sólo habían pintado sobre la matrícula: para evitar riesgos, antes la habían raspado. Pero no lo consiguieron del todo, así que supongo que por eso decidieron taparla con pintura. Quienes viajaban en aquel avión estaban decididos a no dejarse descubrir.
—Supongo que el motor tendrá un número —indagó Wallander—. Y que el número de aviones fabricados no puede equipararse al número de coches.
—Sí, nos hemos puesto en contacto con la fábrica de Piper en Estados Unidos —aclaró Martinson.
—Bien, pero existen aún varias cuestiones que necesitamos aclarar —prosiguió Wallander—. ¿Cuánto tiempo puede volar uno de esos aviones con un solo depósito? ¿Suelen llevar un depósito extra y, en tal caso, cuál sería el límite de capacidad total?
Martinson tomaba notas y, finalmente, añadió:
—Yo me encargo de ello.
En ese momento, se abrió la puerta, y entró Rydberg.
—He estado en el hospital —anunció esquemático—. Y allí siempre lo retienen a uno una eternidad.
Wallander advirtió que el colega sufría fuertes dolores, pero no hizo el menor comentario.
Sí expuso, en cambio, la sugerencia de intentar localizar a otras personas que hubiesen oído el ruido, no sin sentirse algo avergonzado por no reconocerle a Blomell el mérito de la feliz idea.
—Será como durante la guerra —apuntó Rydberg—. Cuando todos los habitantes de Escania aguzaban el oído tras el ruido de los aviones que pasaban.
—Bueno, es posible que no saquemos nada en claro —admitió Wallander—. Pero tampoco perdemos nada con preguntarles a los colegas de los demás distritos. Por lo que a mí respecta, me cuesta creer que no se tratase de un transporte de drogas, un paquete que dejaron caer en un lugar determinado.
—Deberíamos hablar con Malmö —advirtió Rydberg—. Por si notasen que la droga en circulación empieza a aumentar en estos días; en tal caso, puede que encaje. Yo podría llamarlos.
Nadie tenía objeciones que oponer y Wallander dio por concluida la reunión minutos después de las nueve.
Invirtió el resto de la mañana en llevar a término el trabajo relacionado con el asunto de la agresión de Skurup para poder presentar el material a Per Åkeson. A la hora del almuerzo, bajó al centro, se tomó una salchicha especial y recordó, por fin, que debía comprar papel higiénico. Además, aprovechó para hacer una visita al Systembolaget
[9]
y comprar una botella de whisky y otras dos de vino. A punto estaba de marcharse, cuando se encontró con Sten Widén, que se disponía a entrar. Wallander notó enseguida que olía a alcohol y que tenía muy mal aspecto.
Sten Widén era uno de sus amigos más antiguos. Se habían conocido hacía muchos años, y los había unido su afición común a la ópera.
Sten Widén trabajaba con su padre en Stjärnsund, donde tenían un picadero de caballos de carreras. Durante los últimos años, la frecuencia de sus encuentros se había visto reducida al mínimo. A Wallander lo fue retrayendo el hecho de que Sten Widén bebiese de forma cada vez más incontrolada.
—¡Vaya, cuánto tiempo! —exclamó Widén.
Wallander se apartó al percibir el olor de su aliento a alcohol revenido.
—Bueno, ya sabes lo que pasa —se excusó Wallander—. La cosa va por rachas...
Intercambiaron algunas frases convencionales, ambos llevados por el deseo de despedirse lo antes posible. Para verse, quizá, bajo circunstancias diferentes y previa cita. Wallander le prometió que lo llamaría.
—Estoy entrenando a un nuevo caballo —anunció Widén—. Tenía un nombre tan malo que me las arreglé para que se lo cambiaran.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Traviata.
Sten Widén sonrió y Wallander asintió con un gesto de complicidad. Después, se despidieron y se marcharon cada uno en una dirección.
Se dirigió a su apartamento de la calle de Mariagatan con las bolsas, y a las dos y cuarto ya estaba de vuelta en la comisaría, que parecía tan desierta como por la mañana. Continuó trabajando con los montones de papeles: tras la agresión de Skurup esperaba un robo cometido en el centro de Ystad, en la calle de Pilgrimsgatan. Alguien había roto el cristal de una de las ventanas y había dejado la casa limpia de objetos de valor. Wallander movía la cabeza de un lado a otro mientras leía el informe de Svedberg. No se explicaba que ninguno de los vecinos no hubiese visto nada.
«¡No estará extendiéndose el miedo por Suecia también?», se preguntó. «El miedo a ayudar a la policía aportando la menor información... De ser así, la situación es sin duda mucho peor de lo que yo he querido creer hasta ahora.»
Wallander siguió luchando con sus papeles y anotando los interrogatorios que debían ordenarse, las búsquedas que debían hacerse en los registros. Pero no se hacía ilusiones de que pudiesen resolver el robo a menos que tuviesen un golpe de suerte o que contasen con la información fidedigna de algún testigo.
Poco antes de las cinco Martinson se presentó en el despacho. Wallander se dio cuenta, de pronto, de que su colega estaba dejándose el bigote, pero no hizo ningún comentario.
—Pues resulta que hemos tenido noticias de Sjöbo —comenzó—. Un ganadero pasó fuera toda la noche buscando una ternera que se le había escapado. Sólo Dios sabe cómo se le ocurrió pensar que la encontraría en medio de la oscuridad. Pero el caso es que llamó a la policía de Sjöbo por la mañana para comunicarles que había visto unas luces extrañas y que había oído ruido de motores poco después de las cinco de la mañana.
—¿Luces extrañas? ¿A qué se refería exactamente?
—Les he pedido a los compañeros de Sjöbo que hablen de nuevo con el granjero, que, por cierto, se llama Fridell.
Wallander asintió.
—Así que luces y ruido de motores. Eso podría confirmar la tesis de que dejaron caer algo.
Martinson desplegó un mapa sobre el escritorio de Wallander y señaló un punto. Wallander observó que quedaba enmarcado en la zona rodeada por Blomell en el suyo.
—Buen trabajo —lo felicitó al fin—. Ya veremos si nos da algún resultado.
Martinson volvió a doblar el mapa antes de añadir:
—Si resulta ser verdad, es terrible que estemos tan desprotegidos que cualquier avión pueda sobrevolar nuestras fronteras y dejar caer un paquete de narcóticos sin ser descubierto.
—Sí, pero me temo que tendremos que acostumbrarnos —advirtió Wallander—. Aunque estoy de acuerdo contigo, claro.
Martinson se marchó y, poco después, Wallander abandonó la comisaría. Cuando llegó a casa, se preparó, para variar, una cena en regla. Hacia las siete y media, se sentó ante el televisor con una taza de café en la mano, dispuesto a ver el informativo. Justo cuando empezaban a desarrollar los titulares, sonó el teléfono. Era Emma, que estaba a punto de salir del hospital. Wallander pensó que, en realidad, no sabía muy bien lo que quería: pasar otra noche solo o pasarla en compañía de Emma. Pese a no estar muy convencido de querer verla, le preguntó si tenía ganas de acercarse a su casa. Ella contestó que sí, que pasaría. Wallander sabía lo que aquello significaba; la mujer se quedaría hasta pasada la medianoche y después se vestiría y se marcharía a casa. Con el fin de cobrar ánimo ante el encuentro, se tomó dos vasos de whisky. Se había duchado antes, mientras se cocían las patatas. A toda prisa, cambió las sábanas y arrojó las sucias en el interior de un armario que ya estaba repleto de ropa para lavar.
Emma llegó poco después de las ocho. Tan pronto como oyó sus pasos en la escalera, se arrepintió al tiempo que se preguntaba por qué no sería capaz de poner fin a aquella relación que, como bien sabía él, no tenía ningún futuro.