—Sí, ya hemos pensado en ello. Linda Boman le dará instrucciones de no contestar ninguna llamada telefónica. La policía tendrá que pagarle la noche, pero nos haremos cargo de ese gasto.
Wallander esperaba un sinfín de objeciones, pero no fue así. En realidad, comprendía que la causa no era sino el alto grado de impaciencia del grupo de investigación. No avanzaban lo más mínimo y todos deseaban que sucediese algo.
El inspector echó un vistazo a su alrededor, pero nadie tenía nada que añadir.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? El plan es actuar mañana mismo.
Wallander echó mano del teléfono que había sobre la mesa y llamó a Linda Boman.
—Adelante. Llámalo dentro de una hora —ordenó.
Tras colgar el auricular, miró su reloj de pulsera y se dirigió a Martinson.
—¿Quién está ahora en la casa haciendo la guardia?
—Näslund y Peters.
—Pues llámalos y adviérteles que afinen al máximo después de las cinco y veinte, que es cuando Linda Boman lo llamará por teléfono.
—Pero ¿qué crees tú que puede ocurrir?
—No lo sé. Lo único que pretendo es que extremen las precauciones.
Después, repasaron con detalle todo el plan. Linda Boman le pediría a Nyman que se presentase en Lund a las ocho de la tarde para que viese unos discos nuevos. Lo que significaba que debería partir de Sjöbo hacia las siete. La discoteca estaría abierta hasta las tres de la madrugada. Tan pronto como los que vigilaban la discoteca diesen la señal de que Nyman había llegado, ellos entrarían en la casa. Wallander le había pedido a Rydberg que lo acompañase, pero éste propuso que fuese Martinson, y así lo acordaron.
—Está bien, Martinson y yo entramos en la casa. Svedberg nos acompañará para quedarse fuera vigilando. Hanson se encargará de vigilar la discoteca. El resto se quedará aquí en la comisaría, por si ocurre algo.
—¿Y qué se supone que vamos a buscar? —inquirió Martinson.
Wallander estaba a punto de contestar cuando Rydberg alzó la mano.
—Eso es algo que ignoramos por completo —sentenció—. Encontraremos lo que no sabemos que estábamos buscando. Pero, a la larga, hallaremos un sí o un no. ¿Fue Nyman el asesino de Holm y de las dos hermanas?
—Drogas, ¿es eso? —insistió Martinson.
—Armas, dinero, cualquier cosa, quién sabe. Bobinas de hilo de la mercería de las hermanas Eberhardsson. Copias de billetes de avión. No lo sabemos.
Siguieron concretando los detalles unos minutos más. Martinson salió para avisar a Näslund y a Peters. Al cabo de un instante regresó, asintió, en señal de que estaban informados, y volvió a sentarse.
A las cinco y veinte minutos Wallander estaba sentado con el reloj en la mano.
Después, llamó a Linda Boman, pero el teléfono de la joven estaba ocupado.
Aguardaron hasta que, nueve minutos más tarde, sonó el teléfono. Wallander se lanzó sobre el auricular. Escuchó y colgó antes de anunciar:
—Nyman ha aceptado. El plan está en marcha. Ya veremos después si nos conduce por el camino acertado o no.
Cuando dieron por concluida la reunión, Wallander retuvo a Martinson.
—Será mejor que vayamos armados —recomendó.
Martinson lo miró inquisitivo.
—Pero si Nyman estará en Lund, ¿no?
—Por si acaso —insistió Wallander—. Por pura precaución, nada más.
La nieve no llegó a azotar Escania. Al día siguiente, el 6 de enero, el cielo apareció cubierto de nubes. El viento soplaba a escasa velocidad, el aire olía a lluvia y estaban a cuatro grados. Wallander anduvo largo rato escogiendo entre sus jerséis, hasta que logró decidirse por uno. A las seis de la tarde se vieron en la sala de reuniones. Hanson iba ya camino de Lund. Svedberg se encontraba apostado en la linde del bosque desde la que veía la fachada principal de la casa de Sjöbo. Rydberg, por su parte, hacía crucigramas en el comedor. Con una clara sensación de desagrado, Wallander había sacado su arma y se había ajustado la pistolera, que nunca lograba fijar correctamente. Martinson llevaba la suya en el bolsillo de la cazadora.
A las siete y nueve minutos les llegó el mensaje de radio de Svedberg. «El pájaro ha abandonado el nido.» En efecto, Wallander no había querido correr ningún riesgo innecesario, pues sabía que la radio de la policía siempre estaba sometida a escuchas ilegales. De modo que Rolf Nyman había pasado a llamarse «el pájaro», simplemente.
Continuaron a la espera. A las ocho menos seis minutos Hanson dejó oír su voz por radio. «El pájaro ha aterrizado en su destino.» Rolf Nyman había conducido despacio, según dedujeron de la hora de llegada a Lund.
Martinson y Wallander se pusieron en pie. Rydberg alzó la vista del crucigrama y asintió.
A las ocho y media llegaron a la finca. Svedberg los recibió. El perro no cesaba de ladrar, pero todas las luces estaban apagadas.
—He estado inspeccionando la cerradura —explicó Svedberg—. Una simple ganzúa será suficiente.
Wallander y Svedberg enfocaron las linternas, mientras Martinson forzaba la cerradura. Una vez abierta la puerta, Svedberg regresó al coche para seguir vigilando.
Entonces entraron en la casa. Wallander encendió todas las luces y Martinson lo miró con gesto interrogante.
—Bien, Nyman está poniendo discos en una discoteca de Lund —declaró—. De modo que manos a la obra.
Revisaron toda la casa despacio y de forma programada. Wallander constató enseguida que no había el menor rastro de la existencia de una mujer allí dentro. Salvo la cama en la que había dormido Holm, tan sólo había otra, la de Nyman.
—Tendríamos que haber traído un perro de la brigada de estupefacientes —observó Martinson.
—Dudo mucho que tenga material en casa —replicó Wallander.
Durante tres horas rebuscaron por toda la casa. Poco antes de las doce, Martinson llamó a Hanson por radio.
—Aquí hay mucha gente —explicó Hanson—. Y la música retumba demasiado. Así que yo me quedo fuera, pero hace mucho frío.
Retomaron la búsqueda. Wallander había empezado a ponerse nervioso: ni rastro de narcóticos, ni rastro de armas. Nada que indicase que Nyman estuviese involucrado. Martinson había revisado el sótano y la caseta exterior muy a fondo y tampoco halló los focos. Nada. Tan sólo el perro, que ladraba como un condenado. Wallander sintió deseos de pegarle un tiro en varias ocasiones. Pero, en el fondo, él amaba a los perros. Incluso a los que ladraban.
A la una y media Martinson volvió a ponerse en contacto con Hanson, que seguía sin novedad.
—¿Qué dice Hanson? —quiso saber Wallander.
—Que hay una multitud agolpada en la entrada.
A las dos ya no les quedaba nada por examinar. Wallander había empezado a comprender que se había equivocado. No había ningún indicio de que Nyman fuese otra cosa que un simple discjockey. El engaño sobre la novia no podía considerarse un delito, desde luego. Y tampoco hallaron ninguna prueba de que fuese drogadicto.
—Yo creo que podemos dejarlo —opinó Martinson—. Aquí no encontraremos nada.
Wallander asintió.
—Bien, yo me quedaré un rato más —repuso sin embargo el inspector—. Pero tú puedes marcharte a casa con Svedberg. Eso sí, déjame una radio.
Martinson dejó la radio encendida sobre la mesa.
—Cancela toda la operación —le ordenó Wallander—. Hanson debe quedarse hasta que yo le dé la señal. Pero los compañeros que esperan en comisaría pueden marcharse a casa.
—¿Qué crees que vas a encontrar cuando te quedes solo?
Wallander percibió la ironía en el tono de voz de Martinson.
—Nada, pero tal vez necesite estar solo para comprender que me he dejado llevar y os he llevado a vosotros por el camino equivocado.
—Ya empezaremos mañana de nuevo —lo animó Martinson—. Las cosas son como son.
Martinson desapareció y Wallander se sentó en una silla y miró a su alrededor. El perro ladraba incansable. Wallander maldijo en su interior. Estaba convencido de que tenía razón, de que era Rolf Nyman quien había asesinado a las dos hermanas y a Holm. Pero no tenía ni una sola prueba, nada. Permaneció sentado unos minutos más, hasta que decidió recorrer la casa e ir apagando luces.
Entonces el perro dejó de ladrar.
Wallander se detuvo en seco. Prestó la mayor atención. El perro no se oía ya. Y presintió el peligro. No sabría decir de dónde procedía. La discoteca estaría abierta hasta las tres de la mañana y Hanson no había llamado.
El propio Wallander ignoraba qué lo movió a reaccionar, pero, de repente, cayó en la cuenta de que se encontraba ante una ventana claramente iluminada. Se arrojó a un lado y, al mismo tiempo, los cristales saltaron en pedazos. El inspector quedó inmóvil en el suelo. Alguien había efectuado un disparo. Las ideas cruzaban torpes y aceleradas por su mente. No podía ser Nyman. En ese caso, Hanson lo habría llamado. Wallander se apretó contra el suelo al tiempo que intentaba sacar su arma. Por otro lado, se esforzaba por arrastrarse al interior de la parte que quedaba en sombra, pero notó que en realidad volvía a avanzar hacia la luz. Quien había disparado podía estar ya junto a la ventana. Lo que más lo preocupaba era la intensa luz que despedía la lámpara del techo. Había logrado sacar el arma y apuntó contra la bombilla, pero la mano le temblaba de tal modo cuando disparó que erró el tiro. Apuntó de nuevo, sosteniendo el arma con las dos manos esta vez. El proyectil hizo estallar la bombilla y la habitación entera quedó a oscuras. Permaneció sentado estático, atento, con el corazón latiéndole a toda máquina en el pecho. Necesitaba la radio, pero ésta estaba a varios metros de distancia, sobre la mesa que, además, estaba iluminada.
El perro seguía callado. Él aguardaba expectante. De repente, creyó oír ruido en el vestíbulo. Unos pasos apenas perceptibles. Dirigió el arma contra la rendija de la puerta, las manos en constante temblor. Pero nadie aparecía. Ignoraba cuánto tiempo había estado esperando. Entretanto, intentaba febrilmente comprender lo que había sucedido. Entonces, de pronto, descubrió que la mesa estaba sobre una alfombra, y poco a poco, muy despacio y sin soltar el arma, comenzó a tirar de ella atrayendo la mesa hacia sí. Era un mueble muy pesado, pero se movía. Con extrema cautela, la vio acercarse y, justo cuando ya tenía la radio a mano, oyó otro disparo que fue a dar en el aparato, destrozándolo. Wallander se acurrucó en el rincón. El disparo procedía de la parte anterior. Wallander comprendió que no podría seguir ocultándose si la persona que había disparado se dirigía hacia la parte posterior de la casa. «Tengo que salir», se conminó angustiado. «Si me quedo, soy hombre muerto.» Intentó pergeñar un plan a la desesperada. Le resultaría imposible acceder a la iluminación exterior. La persona que estaba fuera tendría tiempo de dispararle antes de que lograse apagarla. Y, por el momento, había demostrado que sabía disparar.
Wallander comprendió cuál era su única posibilidad; la sola idea le repugnaba más que ninguna otra salida, pero no tenía elección. Respiró hondo, se levantó y se precipitó hacia el vestíbulo. De una patada, abrió la puerta, se echó a un lado y disparó contra el perro tres veces. Un aullido lastimero fue la prueba de que había acertado el tiro. Wallander esperaba que muriese a cada segundo, pero la duración de los aullidos le proporcionó el tiempo necesario para alcanzar las sombras. Entonces, descubrió la figura de Rolf Nyman. Estaba en medio del jardín, desconcertado de forma momentánea por los disparos lanzados contra el animal. Después, divisó a Wallander.
El inspector cerró los ojos antes de lanzar dos disparos. Cuando volvió a abrirlos, vio que Nyman había caído al suelo. Muy despacio, Wallander se acercó a él.
Estaba vivo. Uno de los disparos le había alcanzado el costado. Wallander le quitó el arma y fue hasta la caseta del perro. El animal había muerto.
En la distancia, oyó las sirenas que se aproximaban a toda velocidad.
Tembloroso, se sentó a esperar en un peldaño de la escalera.
En ese preciso momento, notó que empezaba a llover.
A las cuatro y cuarto de la mañana Wallander se tomaba un café en el comedor de la comisaría. Seguían temblándole las manos. Tras la primera hora de puro caos, durante la cual nadie supo, en realidad, explicar lo acontecido, la escena terminó al fin por aclararse. Al mismo tiempo que Martinson y Svedberg abandonaban la finca a las afueras de Sjöbo y se ponían en contacto con Hanson, la policía de Lund acudía a la discoteca de Linda Boman, pues sospechaba que había demasiadas personas para el aforo del local. En el absoluto desbarajuste que se produjo, Hanson malinterpretó las palabras de Martinson y creyó que todos habían abandonado la casa de Nyman. Después, aunque demasiado tarde, comprendió que Rolf Nyman había desaparecido a través de una puerta trasera que él había cometido la negligencia de no descubrir cuando llegó a la discoteca. Le preguntó a un mando policial dónde estaban los empleados y supo entonces que los habían trasladado a la comisaría de Lund para interrogarlos. De modo que supuso que Nyman se encontraría entre ellos. Asimismo, dio por sentado que no tenía sentido que permaneciese en Lund por más tiempo. De modo que emprendió el camino de regreso a Ystad con el convencimiento de que la casa de Sjöbo estaba vacía desde hacía más de una hora.
Pero, mientras tanto, Wallander yacía en el suelo disparando contra las lámparas, dando carreras por el jardín y matando al pobre perro, hasta conseguir herir a Rolf Nyman con un tiro en el costado.
Ya en Ystad, Wallander pensó en varias ocasiones que, en realidad, debería haber montado en cólera. Pero, en el fondo, no supo convenir consigo mismo a quién debía culpar. Todo había sido una desafortunada sucesión de malentendidos que podía haber terminado muy mal, con algo más que un perro muerto. No había sido así, pero poco había faltado.
«Hay un tiempo para vivir y otro tiempo para morir», recordó para sí. Aquella sentencia lo había acompañado desde que lo acuchillaran en Malmö, hacía ya muchos años. En esta ocasión y una vez más, había estado cerca.
Rydberg entró en el comedor.
—Rolf Nyman sobrevivirá —anunció—. Le diste en un sitio ideal. No le quedará la menor secuela. Según los médicos, podrás hablar con él mañana mismo.
—¿Sabes?, podría haber fallado igual que acerté. O haberle dado en mitad de la frente. Soy un pésimo tirador —se lamentó Wallander.
—Como la mayoría de los policías —sentenció Rydberg.