—Deberías haberte quedado más tiempo.
—Bueno, otra vez será.
Tras la charla inicial, pasó a la cuestión que había motivado su llamada: el inspector quería saber si Anna o Emilia Eberhardsson habían estado en España entre el 12 y el 17 de agosto.
—Me llevará un rato averiguarlo —le advirtió ella.
—No importa, esperaré —afirmó Wallander.
La joven dejó el auricular dispuesta a buscar la información solicitada. Entretanto, Wallander volvió a divisar un ratón, aunque fue incapaz de determinar si se trataba del mismo roedor que la primera vez. «Se acerca el invierno», concluyó. «Y los ratones buscan el calor de los hogares.» Al cabo de unos minutos, Anette volvió al aparato.
—Veamos. Anna Eberhardsson viajó el 10 de agosto y no regresó hasta primeros de septiembre —aseguró.
—Gracias por tu colaboración —repuso Wallander—. Me gustaría que me facilitases una lista de los viajes realizados por las dos hermanas este último año.
—¿Y eso por qué?
—Para la investigación policial —replicó escueto—. Pasaré a recogerla mañana.
La joven prometió que la tendría a punto. Tras despedirse, Wallander colgó el auricular mientras pensaba que, de haber sido veinte años más joven, se habría enamorado de ella. Pero, a su edad, no tendría sentido. Ella reaccionaría con repulsión a cualquier tentativa de acercamiento por su parte. Salió de la casa mientras distribuía su capacidad de pensar entre Holm y Emma Lundin. Después, la figura de Anette Bengtsson volvió a su mente. En realidad, no podía afirmar de forma categórica que la joven se lo tomase a mal. Aunque lo más probable era que ella ya tuviese novio, claro. Sin embargo, no recordaba haber visto que llevase ningún anillo en la mano izquierda.
El perro ladraba como poseído. Wallander se acercó a la caseta y le lanzó un rugido tal que el animal enmudeció. Pero, tan pronto como se dio media vuelta y echó a andar, el perro empezó a ladrar de nuevo. «La verdad es que debería estar contento de que Linda no viva en una casa como ésta», se dijo. «¿Cuántos de los ingenuos ciudadanos de Suecia saben de la existencia de ambientes de esta índole, entre brumas, desgracias y miserias constantes? Se sentó en el coche y se marchó de allí, no sin antes abrir el buzón, donde halló una carta; la abrió y comprobó que era una reclamación de pago de una empresa de alquiler de coches. Wallander se la guardó en el bolsillo.
Cuando regresó a la comisaría, habían dado ya las cuatro de la tarde. Martinson le había dejado una nota sobre el escritorio. Wallander fue a su despacho y lo encontró ocupado al teléfono. Al ver al inspector en el umbral, dijo que volvería a llamar más tarde, de lo que Wallander dedujo que estaría hablando con su mujer. Martinson colgó el auricular y le explicó:
—La policía española está inspeccionando la casa de Marbella. He estado en contacto con un agente llamado Fernando López. Su inglés es excelente y me dio la impresión de que era un mando.
Wallander, por su parte, le refirió su excursión y la conversación mantenida con Anette Bengtsson. Al ver los billetes, Martinson exclamó:
—¡Hija de su madre! ¡Si viajaba en primera clase!
—Claro, y ahora tenemos otro punto de apoyo: nadie puede decir que esto sea una casualidad, ¿no crees?
El inspector expuso esta misma idea en la breve reunión que celebraron a las cinco de la tarde. Per Åkeson también asistió, si bien no se pronunció en ningún momento. «Es como si ya lo hubiese dejado», se dijo Wallander. «Está aquí, pero su mente ya ha empezado a disfrutar de su excedencia.»
Disuelta la reunión, volvieron a sus respectivos cometidos. Wallander llamó a Linda y le comunicó que ya tenía coche, de modo que podía recoger al abuelo en Malmö. Poco antes de las siete, se marchó a casa. Emma Lundin llamó por teléfono y, en esta ocasión, Wallander aceptó su visita. La mujer se quedó, como de costumbre, hasta poco después de medianoche. Wallander pensaba en Anette Bengtsson.
Al día siguiente, visitó de nuevo la agencia de viajes para recoger la información que había solicitado. El establecimiento estaba lleno de clientes deseosos de conseguir un billete de último minuto para las vacaciones de Navidad. De buena gana se habría quedado un rato más hablando con la joven, pero aquella mañana estaba muy ocupada. Cuando salió de la agencia, se detuvo un instante ante la vieja mercería. El lugar del siniestro aparecía limpio de escombros. Se encaminó, pues, en dirección al centro. De repente, cayó en la cuenta de que faltaba menos de una semana para la Navidad. Sería la primera que pasaría como hombre separado.
Aquel día no les trajo ningún acontecimiento que les permitiese avanzar en la investigación. Wallander cavilaba sobre su pirámide, a la que añadió una única aportación: una gruesa línea que unía a Anna Eberhardsson con Yngve Leonard Holm.
Al día siguiente, el 21 de diciembre, Wallander partió hacia Malmö para recoger a su padre. Cuando lo vio salir de la terminal de transbordadores, sintió un alivio inenarrable. Pusieron rumbo a Löderup mientras el anciano parloteaba sin cesar sobre lo bien que le había ido en su viaje. Sin embargo, no hizo alusión alguna a su estancia en la cárcel ni al hecho de que también Wallander hubiese estado en El Cairo.
Por la noche Wallander acudió a la cena de Navidad de la policía, si bien evitó sentarse a la misma mesa que Björk. No obstante, no pudo por menos de admitir que el discurso de su jefe había sido muy acertado. En efecto, el comisario jefe se había tomado la molestia de indagar en la historia de la policía de Ystad y animó la velada con una exposición tan divertida como interesante, que hizo reír a Wallander en varias ocasiones. Björk era, sin lugar a dudas, un conferenciante muy dotado.
Cuando llegó a casa, estaba borracho. Antes de caer vencido por el sueño, volvió a recrear la figura de Anette Bengtsson y, en ese mismo instante, decidió que dejaría de pensar en ella.
El 22 de diciembre revisaron una vez más el estado de la investigación. No se había producido ningún acontecimiento digno de interés. La policía española tampoco había hallado nada revelador en la mansión de las hermanas: ninguna caja fuerte secreta, nada de nada; y seguían esperando que el tripulante de más edad fuese identificado por los forenses.
Pasado el mediodía, Wallander fue a comprarse un regalo de Navidad: una radio para el coche que logró montar él mismo.
El 23 de diciembre elaboró una síntesis más exhaustiva del caso. Nyberg los informó de que Holm había sido asesinado con la misma arma que las hermanas Eberhardsson, aunque seguían sin tener rastro de ella. Wallander trazó nuevas líneas en su esquema: la red de relaciones crecía, pero en la cima aún reinaba el más absoluto vacío.
Habían decidido no detener la investigación durante los días de Navidad, aunque bien sabía Wallander que no trabajarían a pleno rendimiento, también por el hecho ineludible de que les costaría más trabajo localizar a la gente y realizar las entrevistas necesarias para obtener la información que buscaban.
La tarde de la Nochebuena se presentó lluviosa. Wallander fue a recoger a Linda a la estación y ambos partieron hacia Löderup. La muchacha le había comprado al abuelo una bufanda nueva, en tanto que Wallander lo obsequió con una botella de coñac. Linda y Wallander prepararon la cena de Nochebuena mientras el padre, sentado a la mesa, los amenizaba hablándoles de las pirámides. La velada resultó un éxito, sobre todo gracias a la excelente relación de Linda con su abuelo. Wallander se sintió, a ratos, fuera de lugar, pero no lo lamentaba. De vez en cuando, le venía a la memoria el recuerdo de las hermanas muertas, de Holm y del avión que se había estrellado en la plantación.
De vuelta en Ystad y ya en el apartamento, Wallander y Linda estuvieron despiertos, charlando, hasta muy tarde. El inspector durmió hasta bien entrada la mañana. Siempre descansaba bien cuando Linda estaba en casa. El día de Navidad se presentó frío y muy claro. Dieron un largo paseo por Sandskogen y ella le contó sus planes. Wallander le prometió que, como regalo de Navidad, él pagaría parte de los gastos, en la medida de sus posibilidades, para que pudiese realizar sus prácticas en Francia. Por la noche, el inspector acompañó a su hija a la estación de ferrocarril. Se había ofrecido a llevarla hasta Malmö, pero ella aseguró que prefería tomar el tren. Wallander se sintió muy solo aquella noche. Vio una película antigua en la televisión y escuchó Rigoletto. Después pensó que debería haber llamado a Rydberg para desearle feliz Navidad, pero ya era demasiado tarde.
Cuando, a la mañana siguiente, poco después de las siete, Wallander se asomó a la ventana de la cocina, el aguanieve caía sobre Ystad. De repente, se le vino a la memoria el cálido aire nocturno de El Cairo y se dijo que no debía olvidarse de darle las gracias a Radwan por su ayuda, de modo que lo anotó en el bloc de notas que tenía sobre la mesa de la cocina. Aquella mañana se preparó, para variar, un auténtico desayuno.
Y no llegó a la comisaría hasta cerca de las nueve de la mañana. Estuvo charlando con algunos agentes que habían estado de guardia aquella noche: aquel año, la Navidad había discurrido en Ystad con una tranquilidad inusual. Cierto que la Nochebuena había traído consigo la habitual serie de disputas familiares, pero nada verdaderamente grave. Wallander cruzó el pasillo desierto hasta llegar a su despacho.
Iba dispuesto a retomar en serio la investigación de los asesinatos. Aún pensaba en ellos como en casos distintos, por más que estuviese convencido de que el asesino de las hermanas Eberhardsson y de Holm era la misma persona. No se trataba sólo de la misma arma y la misma mano, no. También el móvil era uno y común a las tres muertes. Fue al comedor por un café y se aplicó sobre sus notas. La pirámide sobre su base. En el centro del triángulo, plasmó un gran signo de interrogación que representaba la cima: el lugar hacia donde su padre se había esforzado por llegar; el mismo punto que él debía alcanzar ahora.
Tras más de dos horas de profundo cavilar, no le cabía ya la menor duda; debían dar con un eslabón perdido; un modelo, quizás una organización, se había desarticulado cuando se estrelló el avión. Con ello, una o varias personas cuya identidad aún desconocían habían salido de las sombras y habían empezado a actuar. Habían asesinado a tres personas.
«Silencio», concretó de pronto. «Tal vez sea ésa la causa de todo. Una información que ha de permanecer oculta. Los muertos no hablan.»
Sí, sin duda, podía ser aquélla la solución. Pero también podía ser otra muy distinta.
Se colocó junto a la ventana. La nieve caía ahora con más intensidad.
«Esto nos llevará mucho tiempo», resolvió.
«Será lo primero que diga en nuestra próxima reunión.
»Hemos de tenerlo claro: nos llevará mucho tiempo resolver este caso.»
La noche del 26 de diciembre Wallander tuvo una pesadilla. En efecto, se vio a sí mismo de vuelta en El Cairo, en la sala del tribunal. Radwan no estaba a su lado, pero, por razones que se le ocultaban, era capaz de comprender cuanto decían tanto el fiscal como el juez. Su padre estaba allí sentado y esposado y Wallander oyó con horror que lo condenaban a muerte, pero, cuando se levantó para protestar, comprobó que nadie lo oía. En aquel punto de la ensoñación, se sacudió en la cama y se obligó a sí mismo a salir del sueño hasta la superficie consciente y, cuando despertó, halló que estaba empapado en sudor. Permaneció así un rato, inmóvil y con la mirada fija en la oscuridad.
El sueño le había transmitido tal inquietud que se levantó y fue a la cocina. La nieve seguía cayendo sin cesar. La farola se mecía despacio al vaivén del viento. Eran las cuatro y media de la madrugada. Se tomó un vaso de agua y estuvo un rato tamborileando con los dedos contra una botella de whisky medio vacía que, no obstante, terminó por dejar a un lado. Pensaba en algo que Linda le había dicho en una ocasión: los sueños eran portadores de mensajes ocultos y, por más que a veces estuviesen protagonizados por otras personas, siempre iban dirigidos al que soñaba. Wallander abrigaba serias dudas acerca de que mereciese la pena intentar interpretar los sueños. En realidad, ¿qué podía significar para él el hecho de haber soñado que su padre era condenado a la pena de muerte? ¿Le habría transmitido aquella ensoñación una sentencia de muerte dirigida contra él mismo? Después, se le ocurrió pensar que aquel sueño bien podía interpretarse como síntoma de la preocupación que sentía por el estado de salud de Rydberg y, tras haberse tomado otro vaso de agua, regresó a la cama.
Sin embargo, no logró conciliar el sueño. Las ideas vagaban por su mente, de Mona a su padre, a Linda, a Rydberg..., para volver al eterno punto de partida: el trabajo; los asesinatos de las hermanas Eberhardsson y de Yngve Leonard Holm; los dos pilotos muertos, español el uno, el otro aún por identificar. Invocó la figura de su dibujo, el triángulo en cuyo centro él había plantado un signo de interrogación. Y pensó, en medio de la noche y la oscuridad, que un triángulo tiene, además, varias piedras angulares.
Así estuvo, pues, tumbado y dando vueltas en la cama hasta que dieron las seis. Entonces se levantó, se preparó un café y un baño. El periódico de la mañana ya había llegado, de modo que localizó las páginas de anuncios de ventas inmobiliarias; pero nada halló que despertase su interés. Después, se llevó el café al cuarto de baño y estuvo hundido en el vapor del agua caliente hasta las seis y media. La sola idea de las inclemencias del tiempo que sufrían lo puso de mal humor: ese eterno chapoteo en el aguanieve... Pero al menos ahora disponía de un vehículo que, esperaba, arrancaría a la primera.
A las siete menos cuarto encendió el contacto del coche. El motor respondió en el acto. Puso rumbo a la comisaría y aparcó tan cerca de la entrada como le fue posible. Después, cruzó a la carrera la nieve fangosa hasta alcanzar la escalera exterior, donde a punto estuvo de resbalar y caer boca arriba. Ya en la recepción, vio a Martinson, ocupado en hojear la revista de la policía. Al ver a Wallander, el colega le hizo una seña a modo de saludo.
—Aquí dice que vamos a mejorar en todo —aseguró en tono amargo—. En especial, hemos de intensificar nuestras relaciones con los ciudadanos.
—¡Vaya! Eso es estupendo, ¿no?
El inspector veía su memoria asaltada por la imagen recurrente de un suceso acontecido en Malmö hacía ya veinte años. En aquella ocasión, una joven lo reprobó públicamente en una cafetería acusándolo de haberla agredido con su porra durante una manifestación en contra de la guerra de Vietnam. Por alguna razón, jamás había podido deshacerse de aquel recuerdo. El hecho de que la muchacha hubiese sido parcialmente culpable de que, más tarde, estuviesen a punto de matarlo de una cuchillada no se le antojaba tan importante. La expresión de su rostro, sin embargo, el desprecio absoluto que reflejaba su mirada, permanecieron indelebles en su mente.