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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (49 page)

BOOK: La pirámide
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Se cambió de camisa, se cepilló los dientes y regresó a la recepción, donde, ante su sorpresa, no vio al joven que lo había atendido hacía unos minutos. O tal vez no lo reconoció. Se acercó, pues, a un recepcionista de más edad que, inmóvil, parecía vigilar cuanto sucedía en la recepción. El hombre recibió a Wallander con una sonrisa.

—Buenas noches. He venido hasta aquí porque mi padre está en un apuro —declaró sin ambages—. Se llama Wallander, un señor mayor que llegó hace unos días.

—¿Qué tipo de apuro? —quiso saber el hombre—. No estará enfermo, ¿verdad?

—No, al parecer, intentó escalar una de las pirámides —repuso Wallander—. Y, como lo conozco, me temo que eligió la más alta.

El recepcionista asintió despacio.

—Sí, algo he oído al respecto —admitió en tono grave—. Una idea muy desafortunada. El suceso disgustó tanto a la policía como al Ministerio de Turismo.

El hombre desapareció por una puerta y regresó enseguida con otro señor, también mayor que el primero. Ambos mantuvieron una corta y acelerada conversación, tras la cual se dirigieron a Wallander:

—¿Es usted el hijo del anciano? —inquirió uno de ellos.

Wallander asintió.

—Más aún, soy policía —aclaró Wallander.

Dicho esto, mostró su placa, donde, con toda claridad, podía leerse la palabra «policía».

Pero los empleados del hotel parecieron turbados.

—¿Quiere decir que no es usted su hijo, sino un agente de la policía sueca?

—Soy tanto lo uno como lo otro —insistió Wallander—. Soy tan hijo suyo como policía.

Los dos hombres reflexionaron un instante sobre lo que acababan de oír. Entretanto, otros empleados del hotel, que, por el momento, estaban ociosos, se habían unido a los dos primeros. El repiqueteo de la rauda charla incomprensible se reanudó mientras Wallander notaba que empezaba a transpirar de nuevo.

Tras unos minutos, le pidieron que aguardase, invitándolo a sentarse en un sofá que había en el vestíbulo. Wallander tomó asiento cuando una mujer con el rostro cubierto por un velo pasó por delante. «Ahí va Scherezade», se dijo. «Ella podría ayudarme. O tal vez Aladino. Necesitaría la ayuda de alguien de esa división.» Siguió esperando hasta que, transcurrida una hora, se levantó y se acercó de nuevo a la recepción. Pero, enseguida, alguien salió y le hizo señas de que volviese al sofá. De pronto, notó que estaba muy sediento. Era ya mucho más de medianoche.

Seguía habiendo mucha gente en la recepción. Las señoras americanas del avión se marcharon con un guía que, al parecer, las llevaría de paseo por la noche egipcia. Wallander cerró los ojos y, cuando alguien le rozó el hombro, se despertó sobresaltado. Allí estaba el recepcionista, junto con un buen número de policías enfundados en imponentes uniformes. Wallander se puso en pie. Según indicaba un reloj que colgaba de la pared, eran las dos y media de la madrugada. Uno de los policías, el que más galones lucía en su chaqueta, le hizo el saludo militar.

—Según he podido saber, está usted aquí en calidad de emisario de la policía sueca —comenzó el agente egipcio.

—No, señor —objetó Wallander—. Yo soy policía, pero, ante todo, soy el hijo del señor Wallander.

El policía que había saludado a Wallander estalló de forma momentánea en una inextricable cascada verbal contra los recepcionistas.

Wallander pensó que lo mejor que podía hacer era volver a sentarse. Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, el rostro del policía se iluminó de improviso.

—Mi nombre es Hassaneyh Radwan —se presentó el agente—. Ahora lo comprendo todo. Estoy encantado de conocer a un colega sueco. Sígame, por favor.

Dicho esto, salieron del hotel. Rodeado de tantos agentes armados, Wallander se sentía como un delincuente. Hacía una noche muy calurosa. Se sentó junto a Radwan, en el asiento trasero de un coche de policía que salió disparado con las sirenas a toda marcha. Tan pronto como dejaron atrás el hotel, Wallander divisó las pirámides iluminadas por potentes focos. Pasaron ante ellas a tal velocidad, que apenas pudo creer lo que veía, pero, en efecto, eran las pirámides, las mismas que tantas veces había admirado en fotografías. Enseguida lo asaltó la aterradora imagen de su padre intentando escalar una de ellas.

Iban en dirección este, por el mismo camino que lo había llevado al hotel desde el aeropuerto.

—¿Cómo está mi padre? —inquirió Wallander.

—Bueno, puede decirse que tiene un talante muy decidido, pero, por desgracia, su inglés resulta difícil de comprender.

«¡Pero si no lo habla en absoluto!», pensó Wallander presa de un repentino abatimiento.

Atravesaron la ciudad a una velocidad de vértigo. Durante el trayecto, Wallander entrevió unos camellos que, despaciosos y muy dignos, avanzaban transportando su pesada carga. La bolsa que llevaba colgada al pecho seguía molestándolo y las gotas de sudor discurrían por su rostro mientras cruzaban el río.

—¿El Nilo? —inquirió curioso.

Radwan asintió al tiempo que sacaba un paquete de cigarrillos y le ofrecía uno a Wallander, que lo rechazó con un gesto.

—Pues su padre sí que fuma —comentó Radwan.

«¡Qué va a fumar mi padre, hombre!», exclamó para sí. Presa de una alarma creciente, se preguntó si, en verdad, sería su padre la persona a la que iban a visitar, dado que su padre no había fumado en su vida. ¿Podía haber otro señor mayor que hubiese tenido la idea peregrina de subir a la cima de una pirámide?

El coche de policía frenó por fin. Wallander alcanzó a entender que la calle a la que se dirigían se llamaba Sadei Barrani. Se encontraban frente a una comisaría de policía de grandes dimensiones, ante cuyas elevadas puertas vigilaban agentes armados desde el interior de sendas garitas. Wallander siguió a Radwan, que lo condujo hasta una sala iluminada por la estridente luz de unos tubos fluorescentes fijados al techo. Radwan le señaló una silla, que Wallander ocupó mientras se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar en esta ocasión. Antes de que Radwan se marchase, Wallander le preguntó si había por allí algún lugar en el que comprar algún refresco. Radwan llamó entonces a un joven agente.

—Él te ayudará —aseguró antes de desaparecer.

Wallander, que se sentía en extremo inseguro sobre el valor de los billetes, le entregó al joven unos cuantos.

—Coca-Cola —casi deletreó.

El policía lo miró inquisitivo, pero, sin hacer preguntas, tomó el dinero y se marchó.

Poco después, apareció con una caja de botellas de Coca-Cola. Wallander contó hasta catorce. Abrió dos de ellas con su navaja y le dio el resto al policía, que las repartió con sus compañeros.

Dieron las cuatro y media. Wallander observaba la figura estática de una mosca que había ido a posarse sobre una de las botellas vacías. De algún lugar indeterminado surgía el sonido de una radio. De repente, cayó en la cuenta de que, en verdad, había una similitud entre aquella comisaría y la de Ystad: la misma quietud nocturna, la misma espera a que algo ocurriese. O no. Y el policía que estaba sumido en la lectura de un periódico bien podía haber sido Hanson entregado a sus programas de apuestas.

Radwan regresó por fin y le indicó a Wallander que lo siguiese. Tras atravesar un sinnúmero de sinuosos pasillos y subir y bajar varias escaleras, terminaron por detenerse ante una puerta vigilada por un agente de policía. A una señal de asentimiento de Radwan, la puerta se abrió. Después, le indicó a Wallander que entrase.

—Estaré de vuelta dentro de media hora —afirmó antes de marcharse.

Wallander entró a continuación en la sala que, iluminada por los omnipresentes fluorescentes, no contenía más que una mesa y dos sillas. En una de ellas estaba sentado su padre, que vestía camisa y pantalón pero que iba descalzo y con el cabello revuelto. De repente, a Wallander le inspiró un profundo sentimiento de compasión.

—¡Hola, papá! —lo saludó—. ¿Cómo estás?

El padre lo miró sin el menor atisbo de sorpresa.

—Pienso elevar una protesta —declaró el anciano.

—¿Una protesta? ¿Contra qué?

—Contra el hecho de que le impidan a la gente escalar las pirámides.

—Pues yo creo que dejaremos lo de la protesta para más tarde —recomendó Wallander—. Lo más importante en estos momentos es que logre sacarte de aquí.

—Pues yo no pienso pagar ninguna multa —replicó el padre iracundo—. Pienso cumplir mi pena aquí mismo. Me han dicho que dos años. Eso pasa volando.

Wallander sopesó fugazmente la posibilidad de enfadarse, pero concluyó que, con ello, no conseguiría más que encolerizar al padre aún más.

—No creo que las cárceles egipcias sean muy agradables —le advirtió en tono prudente—. En realidad, ninguna cárcel lo es. Además, dudo que te permitan pintar en tu celda.

El padre lo observó en silencio. Al parecer, él había pasado por alto la eventualidad de aquel riesgo.

De modo que, finalmente, asintió y se puso en pie.

—Bien, entonces, nos vamos —claudicó—. ¿Tienes dinero para pagar la multa?

—Siéntate —exhortó el inspector—. Me parece que no va a ser tan fácil; que, simplemente, te levantes de esa silla y te marches sin más.

—¿Y por qué no? Si yo no he hecho nada malo...

—Si no he comprendido mal, intentaste escalar la pirámide de Keops, ¿no es cierto?

—Pues claro. Ése fue el motivo de mi viaje. Los turistas normales pueden quedarse abajo entre los camellos y mirar hacia arriba. Pero yo quería ganar la cima.

—Ya, sólo que no está permitido. Además de que es peligrosísimo. ¿Tú crees que sería normal que la gente anduviese colgándose y trepando por las pirámides?

—Sí, bueno, pero yo no hablo de la gente. Yo hablo de mí.

Wallander comprendió lo infructuoso que sería intentar que su padre se aviniese a razones, pero, al mismo tiempo, no podía por menos de admirar su tozudez.

—En fin, el caso es que ya estoy aquí —lo tranquilizó Wallander—. E intentaré que te dejen salir mañana o tal vez incluso hoy mismo. Pagaré la multa y después se acabó. Saldremos de aquí y nos iremos al hotel a recoger tu maleta. Y luego emprenderemos el viaje de regreso a casa.

—Yo tengo la habitación pagada hasta el 21.

Wallander asintió paciente.

—Está bien, yo me marcharé a casa y tú te quedarás. Pero, si se te ocurre volver a trepar por una pirámide, tendrás que salir del embrollo tú sólito.

—La verdad es que no llegué muy lejos. Era muy difícil. Y muy pendiente.

—Pero, de verdad, ¿por qué querías subir hasta la cima?

El padre vaciló un instante antes de responder.

—Es un sueño de toda la vida. Nada más. En mi opinión, uno debe ser fiel a sus sueños.

Con aquella respuesta, murió la conversación. Minutos más tarde, apareció Radwan, que invitó al padre de Wallander a un cigarrillo que él mismo le encendió.

—No habrás empezado a fumar también, ¿no?

—Sólo cuando estoy en la cárcel. De lo contrario, no lo pruebo.

Wallander se dirigió a Radwan.

—Me figuro que no hay la menor posibilidad de que me lleve a mi padre ahora mismo, ¿no es así?

—Está citado a juicio para las diez de esta mañana. Lo más probable es que el juez acepte el pago de la multa.

—¿Cómo que lo más probable?

—No hay nada seguro —sentenció Radwan—. Pero esperemos que así sea.

Wallander se despidió de su padre y Radwan lo acompañó hasta un coche de policía que lo llevaría de vuelta al hotel. Para entonces, ya habían dado las seis de la mañana.

—Enviaré un coche para que te recoja sobre las nueve —anunció Radwan a modo de despedida—. Uno debe ayudar siempre a un colega extranjero.

Wallander le dio las gracias antes de sentarse en el coche. De nuevo se vio impulsado hacia atrás por el violento arranque del vehículo. Las sirenas empezaron a lanzar sus alaridos.

Tras pedir que lo despertasen a las seis y media, el inspector se tumbó desnudo sobre la cama. «Tengo que sacarlo de ahí», se impuso a sí mismo. «Si lo meten en la cárcel, será su muerte.»

Wallander sucumbió enseguida a un inquieto duermevela, del que despertó cuando el sol se alzaba ya sobre el horizonte. Se dio una ducha y se vistió, advirtiendo que ya se veía obligado a utilizar su última camisa limpia.

Cuando salió a la calle, comprobó que la temperatura era algo más fresca por la mañana. De repente, se detuvo ante el espectáculo de las pirámides. Permaneció totalmente inmóvil. La sensación que provocaba su grandeza era sobrecogedora. Salió del recinto del hotel y subió la pendiente que conducía hasta el acceso a la explanada de Gizeh. Durante el trayecto hasta la entrada, le ofrecieron que subiese tanto en asno como en camello. Pero él prefirió ir caminando. En el fondo, comprendía a su padre. Uno debe ser fiel a sus sueños. ¿Hasta qué punto lo había sido él? Justo a la entrada, se detuvo una vez más a contemplar las pirámides. Y se imaginó a su padre trepando por la pronunciada pendiente de la pared.

Permaneció allí largo rato antes de regresar al hotel a desayunar. A las nueve en punto estaba listo, esperando ante la puerta del hotel. El coche de policía llegó pocos minutos después. El tráfico era muy denso y las sirenas aullaban, como de costumbre. Por cuarta vez desde que llegó, Wallander tuvo la oportunidad de pasar junto al Nilo. Y entonces empezó a comprender que se hallaba en una ciudad gigantesca, inconmensurable, alarmante.

El juzgado estaba en una calle llamada Al Azhar. Cuando el coche giró para entrar en ella, vieron que Radwan esperaba fumando en la escalinata.

—Espero que hayas podido dormir unas horas —saludó solícito—. No es bueno para el cuerpo andar con falta de sueño.

Tras el saludo inicial, entraron en el edificio.

—Tu padre ya está aquí.

—¿Cuenta con la asistencia de algún abogado? —quiso saber Wallander.

—Bueno, se le ha asignado un asesor jurídico: éste es un juzgado para causas menores.

—¿Y, aun así, pueden condenarlo a dos años de cárcel?

—Es una gran diferencia la que separa la pena de muerte de la de dos años de cárcel —advirtió Radwan reflexivo.

Entraron en la sala, donde unos conserjes se dedicaban a limpiar el polvo de las mesas y sillas.

—El de tu padre es el primer juicio del día —lo informó Radwan.

Entonces hicieron entrar al anciano. Wallander vio con horror que iba esposado. De pronto, notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Radwan lo observó de reojo y le dio una palmada en el hombro.

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