—Trabajamos demasiado —recriminó con la vista clavada en Björk—. Cada vez tenemos más asuntos que resolver, pero el personal no aumenta. Tarde o temprano, nos irá ocurriendo a todos lo mismo que a Rydberg.
—Sí, ya sé que la situación es insostenible —admitió Björk—. Pero no disponemos de más recursos.
Durante la media hora siguiente la investigación del caso quedó en segundo plano, pues todos estaban impresionados con lo sucedido y no cesaban de hablar de las condiciones laborales en las que trabajaban. Una vez que Björk hubo abandonado la sala, los términos se aceraron y la crítica se endureció. En efecto, se habló entonces de lo absurdo de la planificación, de lo extraño de las prioridades y de la constante falta de información.
Hacia las dos de la tarde Wallander consideró que era hora de retomar el caso. De hecho, creía necesitarlo por su propio bien pues, al ver lo que le había sucedido a Rydberg, pensó en lo que podría sucederle a él mismo. ¿Durante cuánto tiempo se mantendría su corazón incólume ante las presiones? Y todas aquellas comidas desordenadas y poco recomendables, y los recurrentes periodos de insomnio... Y, ¡cómo no!, el dolor tras la separación...
—A ver, a ver. A Rydberg no le gustaría lo más mínimo vernos perder el tiempo lamentándonos de la situación —les advirtió—. Eso podemos dejarlo para otro momento. Lo que tenemos que hacer ahora es dedicarnos a atrapar al asesino de las dos víctimas lo antes posible.
Disolvieron la reunión y, ya en su despacho, Wallander llamó enseguida al hospital. Rydberg dormía, según le hicieron saber, pero aún era demasiado pronto para dar una explicación a lo ocurrido.
Apenas había colgado el auricular cuando apareció Martinson.
—¿Qué ha pasado? —inquirió el colega—. Estaba en Sjöbo y, al volver, me he encontrado a Ebba totalmente conmocionada en recepción.
Wallander le refirió lo sucedido y Martinson, abatido, se dejó caer en la silla de las visitas.
—Aquí nos matamos a trabajar y ¿quién nos lo agradece?
Wallander notó que se impacientaba: no soportaba pensar ni un minuto más en lo sucedido a Rydberg. Al menos, no en aquel momento.
—¿Qué me traes de Sjöbo? —atajó sin preámbulo.
—He estado en varias fincas —aclaró Martinson—. Y hemos podido localizar las luces con bastante exactitud. Aunque no hay el menor rastro de focos ni de ningún avión que haya aterrizado y despegado por allí. Sin embargo, sí que hemos sabido algún que otro detalle que, a mi entender, explica por qué no hemos podido identificar el avión.
—¡Aja! ¿Y qué es?
—Pues, simplemente, que ese avión no existe.
—A ver, explícate.
Martinson hojeó un instante unos papeles que acababa de sacar del maletín antes de añadir:
—Según los registros de la fábrica Piper, ese aparato se estrelló en Vientiane en 1986. El propietario era, a la sazón, un consorcio nacional con sede en Laos que lo utilizaba para transportar a sus jefes a distintas instalaciones agrícolas del país. Según la versión oficial, el avión se estrelló por falta de combustible. Todos resultaron ilesos y nadie falleció en el accidente. Pero el avión se declaró siniestro total y quedó excluido de todos los registros vigentes, incluido el de la compañía de seguros, que, al parecer, era una especie de filial de Lloyds. El número del motor nos permitió averiguar cuanto acabo de contarte.
—Ya, bueno, pero resulta que no es así, ¿no?
—La fábrica Piper está muy interesada en el suceso, como comprenderás. No puede ser muy positivo para su imagen que un avión que ha dejado de existir empiece a volar de repente. En otras palabras, podría tratarse de un fraude contra la compañía de seguros, entre otras argucias que ni imaginamos.
—¿Y los pasajeros?
—Aún no los han identificado. Yo tengo un par de contactos en la Interpol que me han prometido que le darán toda la prioridad posible.
—Pero ese avión tuvo que salir de algún lugar —observó Wallander.
—Exacto. Lo que nos plantea un problema añadido: si equipas un aparato con uno o varios depósitos adicionales, podrá cubrir largas distancias. Nyberg cree haber identificado restos de algo que podría ser un depósito suplementario, aunque aún no está seguro. En tal caso y en principio, el avión podría haber llegado de cualquier parte. Al menos de Inglaterra o de cualquier punto de Europa central.
—Ya, bueno, pero alguien tuvo que verlo. Imagino que no es posible sobrevolar las fronteras de un país como a uno le venga en gana.
—Claro, así opino yo también —convino Martinson—. De ahí que Alemania sea una alternativa verosímil. Desde allí se vuela sobre el mar abierto hasta que se alcanza la frontera sueca.
—Y ¿qué dicen las autoridades de las vías aéreas alemanas?
—Estoy en ello, pero lleva su tiempo.
Wallander reflexionó un instante.
—En realidad, te necesitamos aquí, para el caso del doble asesinato. ¿No podrías delegar parte de tu trabajo en otro colega? Al menos, mientras nos llega la información sobre la identidad de los pilotos y averiguamos si el avión venía de Alemania.
—Yo había pensado proponértelo —aseguró Martinson.
Wallander miró el reloj.
—Pídele a Hanson o a Svedberg que te pongan al corriente —sugirió mientras Martinson se ponía en pie.
—Por cierto, ¿sabes algo de cómo le va a tu padre en Egipto?
—No, él no es de los que llaman sin necesidad.
—El mío murió cuando tenía cincuenta y cinco —reveló Martinson de pronto—. Tenía una empresa propia de chapistería. Trabajaba sin descanso para que le salieran las cuentas y, justo cuando empezaba a irle bien, murió. Hoy no tendría más de sesenta y siete años.
Dicho esto, Martinson se marchó. Wallander intentó no pensar en lo que le había ocurrido a Rydberg, de modo que se entregó a la tarea de revisar de nuevo cuanto sabían acerca de las hermanas Eberhardsson. Disponían de un posible móvil, el dinero, pero ni la menor pista de quién podía haber cometido los asesinatos. Wallander anotó unas palabras sueltas en su bloc escolar.
¿La doble vida de las hermanas Eberhardsson?
Después, apartó el bloc. Ahora que Rydberg estaba ausente, carecían de su mejor instrumento. «Si comparamos el grupo de investigación con una orquesta, puede decirse que hemos perdido al primer violín», se dijo. «Y entonces la orquesta no suena nada bien.»
En aquel preciso momento, tomó la determinación de hablar él mismo con la vecina que les había proporcionado la información sobre Anna Eberhardsson. Svedberg podía ser muy impaciente cuando hablaba con los posibles testigos acerca de lo que habían podido ver u oír. «Se trata, además, de averiguar qué piensa la gente en realidad», añadió Wallander para sí. Buscó el nombre de la vecina, la señora Linnea Gunnér. «¡Vaya! En esta investigación no hay más que mujeres», se dijo. Marcó el teléfono y obtuvo una respuesta inmediata: Linnea Gunnér estaba en casa y lo recibiría encantada. La mujer le dio el código de acceso de la puerta, que él anotó antes de salir.
Abandonó la comisaría poco después de las tres, no sin antes propinar otra patada a la ya maltrecha puerta. La abolladura seguía creciendo. Cuando llegó a la zona incendiada, las excavadoras estaban ya en marcha. Un nutrido número de curiosos contemplaba los restos de la casa carbonizada.
Linnea Gunnér vivía en la calle de Möllegatan. En el portal, Wallander tecleó el código de acceso y subió por la escalera hasta la segunda planta. El edificio había sido construido a finales del siglo XIX y los descansillos aparecían decorados con hermosos relieves. Fijado a la puerta del apartamento de Gunnér había un gran letrero en el que se anunciaba que no se admitía ningún tipo de publicidad. Wallander llamó al timbre. La mujer que le abrió era prácticamente en todo opuesta a Tyra Olofsson. En efecto, era alta, tenía la mirada despierta y la voz de una persona resuelta.
Lo invitó a pasar a un apartamento lleno de objetos de toda clase y de variada y remota procedencia. En la sala de estar había incluso un mascarón de proa que Wallander observó con sumo interés.
—Perteneció a la embarcación Felicia, que volcó y se hundió en el mar de Irlanda —aclaró Linnea Gunnér—. Y yo tuve ocasión de comprarlo por una suma irrisoria en Middlesborough.
—¿No querrás decir que has trabajado en alta mar? —preguntó el inspector.
—Toda mi vida. Primero como cocinera, después como camarera.
La mujer no tenía acento de Escania y a Wallander le dio la impresión de que más bien sonaba como el de Småland o de Östergötland.
—¿De dónde eres? —inquirió.
—De Östergötland. De Skänninge, para ser exactos. Es decir, lo más lejos del mar como se pueda estar en este país.
La mujer había servido unos cafés. Wallander pensó que aquello no era precisamente lo que necesitaba su estómago; aun así, lo aceptó. Linnea Gunnér le había inspirado confianza desde el primer momento. Por los informes de Svedberg, sabía que la mujer tenía sesenta y seis años, pero parecía mucho más joven.
—Mi colega Svedberg estuvo aquí —comenzó Wallander.
La mujer soltó una carcajada.
—Sí. Y te aseguro que jamás he visto a nadie rascarse la frente tanto como él.
Wallander asintió.
—Ya, bueno. Todos tenemos nuestras peculiaridades. Yo, por ejemplo, siempre sospecho que hay más preguntas que formular de las que uno cree en un principio.
—Yo no le hablé más que de la impresión que me causaba Anna.
—¿Y Emilia?
—Eran muy distintas. Anna hablaba de forma rápida y terminante, mientras Emilia era más taciturna. Sin embargo, tan antipática era la una como la otra. Y ambas eran muy reservadas.
—¿De qué las conocías?
—Yo no las conocía. A veces, si nos veíamos por la calle, nos saludábamos. Pero jamás intercambiamos una palabra superflua. A mí me gusta bordar, de modo que acudía a su mercería con bastante frecuencia. Y siempre tenían lo que necesitaba. Si tenían que pedir algo, no tardaban mucho en traerlo, pero amables, lo que se dice amables, no lo eran en absoluto.
—A veces, necesitamos tiempo para que la memoria recupere detalles que uno mismo cree olvidados —apuntó Wallander.
—No se me ocurre qué.
—No, ni a mí tampoco. Pero, ya sabes, algún suceso inesperado, algo que alterase las costumbres de las dos hermanas.
La mujer se esforzaba en recordar mientras Wallander contemplaba una hermosa brújula de bronce que adornaba el escritorio.
—Verás, yo nunca he tenido muy buena memoria —admitió la mujer por fin—. Pero ahora que lo comentas... Es cierto, recuerdo algo que sucedió el año pasado, creo que en primavera. Aunque no sé hasta qué punto puede ser importante.
—Cualquier cosa puede ser importante —subrayó Wallander.
—Pues sucedió una tarde. Yo necesitaba un ovillo de hilo azul, así que bajé a la mercería. Aquel día estaban las dos tras el mostrador. Y, cuando estaba a punto de pagar el ovillo, entró un hombre. Recuerdo que quedó muy sorprendido, como si no esperase que hubiese ningún cliente en la tienda. Y Anna se enfadó. Le lanzó a Emilia una de esas miradas que matan. Entonces el hombre se marchó con su maletín. Yo pagué el hilo y me fui.
—¿Podrías describir al hombre?
—Por su aspecto no parecía sueco. Era moreno, de muy baja estatura y llevaba un bigote negro.
—¿Cómo iba vestido?
—Llevaba un traje, creo que de buena calidad.
—¿Y el maletín?
—Normal, de color negro.
—¿Algo más?
Ella reflexionó de nuevo antes de responder:
—No, nada que yo recuerde.
—¿Sólo lo viste en aquella ocasión?
—Sí.
Wallander sabía que lo que acababa de oír era importante, por más que aún no pudiese determinar lo que significaba. Sin embargo, lo reafirmó en su sospecha de que las dos hermanas habían llevado una doble vida. Poco a poco, iba perforando la superficie.
El inspector le dio las gracias por el café.
—¿Qué es lo que ha sucedido, en realidad? —preguntó la mujer ya en el vestíbulo—. Yo me desperté porque parecía que mi habitación estaba ardiendo; es decir, la luz de las llamas era tan intensa, que creía que era mi casa la que se había incendiado.
—Anna y Emilia fueron asesinadas —reveló Wallander—. Cuando se originó el incendio, ellas ya estaban muertas.
—Pero ¿quién pudo hacer algo así?
—Te lo aseguro, si lo supiera, no estaría aquí —confesó Wallander antes de despedirse.
Una vez en la calle, se detuvo un instante ante el lugar del siniestro y observó ausente cómo la excavadora llenaba la plataforma de carga de un camión. Intentó imaginarse el curso de los acontecimientos, tal y como Rydberg le había enseñado: entrar en un espacio donde la muerte hubiese arrasado y tratar de escribir el drama hacia atrás. «Pero aquí no tenemos ni siquiera una habitación», se lamentó el inspector. «Aquí no hay nada.»
Comenzó a retroceder hacia la calle de Hamngatan. En la casa contigua a la de Linnea Gunnér había una agencia de viajes y, al ver que, en el escaparate, tenían una imagen de El Cairo y las pirámides, se detuvo. Su padre estaría de vuelta dentro de cuatro días. Se le ocurrió que había sido injusto con él. ¿Por qué habría de oponerse a la posibilidad de que hiciese realidad uno de sus sueños? Wallander miró los demás anuncios del escaparate: Mallorca, Creta, España...
De repente se le ocurrió una idea. Abrió la puerta y entró en el establecimiento. Los dos dependientes estaban ocupados, de modo que se sentó dispuesto a esperar. Cuando uno de los dos, una chica joven, de poco más de veinte años, quedó libre, el inspector fue a sentarse junto a su mesa. Tuvo que esperar unos minutos más, mientras la muchacha atendía una llamada telefónica. En una placa que había sobre el escritorio pudo leer que se llamaba Anette Bengtsson. La joven colgó el auricular y le dedicó una amplia sonrisa, antes de preguntar:
—¿Quieres irte de viaje? Para Navidad y Año Nuevo no quedan más que vuelos sueltos.
—Bueno, verás, el motivo de mi presencia aquí es algo distinto —aclaró Wallander al tiempo que le mostraba su placa—. Como es lógico, sabrás que dos ancianas murieron carbonizadas al otro lado de la calle.
—Sí, algo horrible.
—¿Las conocías?
Wallander recibió la respuesta que esperaba.
—Claro, nosotros les gestionábamos sus viajes. Es terrible que hayan muerto. Emilia se marchaba en enero. Y Anna en abril.
Wallander asintió despacio.