Un juez entró solo en la sala y fue a ocupar su lugar. El fiscal, que apareció de la nada, chapurreó una larga retahíla que Wallander supuso constituía la acusación. Radwan se inclinó hacia Wallander.
—Esto tiene buen aspecto —le susurró al oído—. Sostiene que tu padre es un viejo desquiciado.
«Con tal de que nadie se lo traduzca a él...», deseó Wallander para sí. «Entonces sí que se pondría fuera de sí.»
El fiscal puso punto final a su intervención y tomó asiento. El asesor no se extendió demasiado.
—Está abogando por el pago de una multa —volvió a murmurar Radwan—. Yo ya los he informado de que estás aquí, de que eres su hijo y, además, policía.
Al final, también el asesor tomó asiento. Wallander vio que su padre deseaba intervenir, pero su defensor negó con un gesto.
El magistrado golpeó la mesa con el mazo y pronunció unas palabras, tras las cuales volvió a golpear con el mazo, se puso en pie y se marchó.
—Multa —anunció Radwan con otra palmadita en la espalda—. Puedes pagarla aquí mismo, en la sala. Y tu padre quedará libre.
Wallander izó la bolsa que llevaba bajo la camisa. Radwan lo condujo hasta una mesa en la que un hombre convirtió la cantidad de libras egipcias a la que equivalía la de dólares americanos que le entregó Wallander, que vio desaparecer casi todo su dinero. Le entregaron un justificante ilegible por la cantidad abonada y Radwan se encargó de que retirasen las esposas.
—Espero que puedas disfrutar del resto del viaje —deseó Radwan estrechándoles las manos a ambos—. Pero no creo que sea muy recomendable que tu padre intente encaramarse a una pirámide otra vez.
Radwan hizo que un coche de policía los condujese hasta el hotel. Wallander llevaba su dirección en el bolsillo. Era consciente de que, sin la ayuda del colega egipcio, aquello no habría sido tan fácil. Pensó que tenía que agradecérselo de alguna manera y que tal vez no hubiese otra mejor que enviarle uno de los cuadros de su padre; uno con urogallo.
El padre daba muestras de estar de un excelente humor y no cesaba de comentar cuanto veían por el camino. Wallander, por su parte, no sentía más que un profundo cansancio.
—Ahora voy a enseñarte las pirámides —se ofreció el padre ufano una vez que hubieron llegado al hotel.
—No, ahora no —rechazó Wallander—. Necesito dormir unas horas. Y tú deberías hacer otro tanto. Después, y cuando yo haya reservado mi vuelo de regreso, podremos ir a ver las pirámides.
El padre lo miró atento.
—He de reconocer que me has sorprendido. Jamás me habría esperado que te gastases todo ese dinero en venir hasta aquí y pagar la multa para que me dejasen libre.
Wallander no respondió.
—Anda, échate un rato y descansa —le aconsejó—. Nos vemos aquí a las dos.
Wallander no logró conciliar el sueño. Tras haber estado tumbado dando vueltas en la cama durante una hora, se dirigió a la recepción, donde pidió que le reservasen el vuelo de regreso. Pero el recepcionista le indicó que debía acudir a una agencia de viajes que se encontraba en otra parte del hotel. Una vez allí, fue atendido por una mujer increíblemente hermosa que, además, se expresaba en un inglés perfecto. La mujer le consiguió una plaza en el avión que salía de El Cairo al día siguiente, 18 de diciembre, a las nueve de la mañana. El inspector llegaría al aeropuerto de Kastrup a las dos de la tarde, puesto que sólo harían transbordo en Frankfurt. Una vez confirmada la reserva del vuelo, comprobó que no era más que la una de la tarde. Se sentó, pues, en una cafetería situada junto a la recepción, donde bebió agua y se tomó un café fortísimo y demasiado dulce. Y, a las dos en punto, su padre se presentó en la recepción, tocado con su sombrero tropical.
Juntos y bajo el calor asfixiante, atravesaron con no poco esfuerzo la explanada de Gizeh. Wallander creyó estar a punto de desmayarse en varias ocasiones. Su padre, por el contrario, parecía no verse afectado por el calor. Ya junto a la Esfinge, el inspector encontró un poco de sombra. El padre comenzó a explicarle cuanto veían y Wallander se dio cuenta de que el anciano poseía un conocimiento profundo sobre el antiguo Egipto y sobre la época en que se construyeron las pirámides y la extraordinaria estatua de la Esfinge.
Cerca de las seis de la tarde, estaban de vuelta en el hotel. Puesto que el inspector debía partir temprano a la mañana siguiente, resolvieron que lo mejor sería cenar en uno de los diversos restaurantes que albergaba el recinto del hotel. A instancias de su padre, reservaron mesa en uno hindú. Wallander pensó que nunca, o en contadísimas ocasiones, había degustado una cena tan exquisita. El padre hizo gala de un talante amable durante toda la cena y Wallander se quedó tranquilo al comprender que el hombre había abandonado ya toda intención de nuevas tentativas de escalada.
A eso de las once se dieron las buenas noches. Wallander abandonaría el hotel a las seis de la mañana.
—Desde luego, vendré a despedirte —prometió el padre.
—No lo hagas —rechazó Wallander—. Ni tú ni yo tenemos debilidad por las despedidas.
—Gracias por venir. Creo que tenías razón, que no habría sido fácil pasar dos años en la cárcel sin poder pintar —admitió el anciano.
—Bueno, bueno. Tú procura volver a casa el 21 y olvidaremos todo lo demás —repuso Wallander.
—La próxima vez, nos vamos a Italia —auguró el padre antes de partir camino de su habitación.
Aquella noche Wallander disfrutó de un sueño profundo y, a las seis de la mañana, ya estaba sentado en el taxi camino del aeropuerto. Pasó por delante del Nilo por sexta y, esperaba, última vez. El avión despegó a la hora prevista y aterrizó en el aeropuerto de Kastrup según el horario. Tomó un taxi que lo condujo hasta los transbordadores y, a las cuatro menos cuarto, ya estaba en Malmö. Con paso presuroso se dirigió a la estación, donde llegó justo a tiempo de tomar el tren a Ystad. Se encaminó a su apartamento de la calle de Mariagatan, se cambió de ropa y cruzó las puertas de la comisaría a las seis y media. La puerta ya estaba reparada. «Björk sabe a qué dar prioridad», ironizó con amargura. Los despachos de Martinson y de Svedberg estaban vacíos, pero Hanson se encontraba en su puesto. Wallander le ofreció un resumen de su viaje pero, antes, preguntó por el estado de Rydberg.
—Pues parece que vendrá mañana —explicó Hanson—. Al menos, eso es lo que le dijeron a Martinson.
Wallander experimentó una inmediata sensación de alivio. No había sido, a todas luces, tan grave como temían.
—Y ¿por aquí, qué tal? ¿Y la investigación? —inquirió después.
—Pues se ha producido otro suceso significativo —reveló Hanson—. Aunque está más bien relacionado con el avión que se estrelló.
—¡Aja! ¿Qué pasó?
—Encontramos a Yngve Leonard Holm asesinado en los bosques que se extienden a las afueras de Sjöbo.
Wallander tomó asiento.
—Pero eso no es todo —añadió Hanson—. No sólo fue asesinado. Sino que murió de un disparo en la nuca, exactamente igual que las hermanas Eberhardsson.
Decididamente, no se esperaba algo como aquello, que surgiese una conexión entre el avión siniestrado y las dos mujeres que hallaron asesinadas entre los restos de un incendio devastador.
Con la mirada clavada en Hanson, se preguntó: «¿Qué significa esto? ¿Cómo interpretar lo que Hanson acaba de revelarme?».
De repente, el viaje a El Cairo se le antojó muy lejano.
A las diez de la mañana del 19 de diciembre, Wallander llamó al banco para preguntar si sería posible ampliar el crédito en otras veinte mil coronas. Para justificar dicho incremento, urdió la mentira de que había entendido mal el precio del coche que tenía intención de comprar. El empleado del banco le aseguró que no habría inconveniente alguno. Wallander podía acudir a sus oficinas y firmar los nuevos documentos y recoger el dinero aquel mismo día. Una vez que hubo colgado el auricular, llamó a Arne, el encargado del negocio de coches usados que le vendería su nuevo coche, y acordaron que éste acudiría a la calle de Mariagatan a la una de la tarde con su nuevo Peugeot. Además, el mecánico intentaría infundir algo de vida en el viejo o llevarlo a su taller con ayuda de una grúa.
Wallander realizó estas dos llamadas inmediatamente después de concluir la reunión matinal, que se había prolongado durante dos horas, desde las ocho menos cuarto. Sin embargo, el inspector había llegado a la comisaría mucho antes, a las siete de la mañana. La noche anterior, cuando supo que Yngve Leonard Holm había sido hallado muerto y que cabía la posibilidad de establecer una conexión entre éste y las hermanas Eberhardsson o, al menos, el asesino de las dos ancianas, se puso en marcha enseguida y estuvo casi una hora con Hanson, hasta que se puso al corriente de los nuevos hechos y datos de que disponían. Después lo invadió un cansancio repentino, de modo que se marchó a casa y se tumbó en la cama para descansar un rato antes de desvestirse, pero el sueño lo venció enseguida y durmió toda la noche sin interrupción. Cuando se despertó a las cinco y media de la mañana, se sentía totalmente repuesto y descansado. Permaneció tumbado unos minutos, evocando el viaje a El Cairo, que no era ya más que un lejano recuerdo.
Al entrar en la comisaría, se encontró con que Rydberg ya había llegado. Se sentaron en el comedor, donde algunos de los agentes que salían de la guardia nocturna bostezaban agotados. Sentado frente a Wallander, Rydberg se tomó un té con tostadas.
—Creo que has estado en Egipto —comentó Rydberg—. ¿Cómo son las pirámides?
—Altas —repuso Wallander conciso—. Y extraordinarias.
—¿Y qué tal tu padre?
—Pues estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel, pero logré salvarlo previo pago de una multa de casi diez mil coronas.
Rydberg soltó una carcajada.
—Mi padre era comerciante de caballos —explicó el colega—. ¿Te lo he contado ya?
—No, jamás me has contado nada de tus padres.
—Pues sí. Vendía caballos por las ferias, les miraba los dientes y, según dicen, era un demonio a la hora de inflar los precios. Además, ese dicho sobre la cartera de los comerciantes de caballos es totalmente cierto, ¿sabes? Mi padre la tenía siempre a reventar de billetes de mil. Lo que no sé es si tenía la más remota idea de que las pirámides estuviesen en Egipto. Y menos aún que supiese que la capital del país es El Cairo. Era totalmente inculto. Sólo sabía de una cosa: de caballos. Y tal vez también de mujeres. A mi madre la traía loca con sus aventuras.
—Bueno, uno tiene los padres que le tocan —sentenció Wallander—. ¿Cómo te encuentras?
—Algo no anda bien —declaró Rydberg con convicción—. Uno no se viene abajo así por un simple reuma. Algo no va bien, te lo digo yo. Aunque no sé qué será. Y justo ahora, cuando lo que más me interesa es el asunto de que hallasen a Holm con un tiro en la nuca...
—Sí, Hanson me lo contó ayer.
Rydberg apartó la taza vacía.
—Ni que decir tiene que sería absolutamente fascinante si resultase que las hermanas Eberhardsson estaban involucradas en negocios de narcotráfico. En ese caso, las mercerías suecas sufrirían un auténtico golpe mortal. ¡Fuera bordados, venga la heroína!
—Sí, claro, yo también lo he pensado —confesó Wallander al tiempo que se ponía en pie—. Nos vemos en un minuto.
Mientras se dirigía a su despacho, el inspector pensó que, de no estar convencido de que algo no marchaba bien, Rydberg jamás se habría pronunciado tan abiertamente sobre su estado de salud. La sola idea inquietaba a Wallander.
Hasta las ocho menos cuarto se dedicó a revisar una serie de informes que le habían dejado sobre el escritorio mientras estuvo fuera. A Linda la había llamado desde casa el día anterior, nada más dejar la maleta. La muchacha le prometió que iría al aeropuerto de Kastrup a recoger a su abuelo y que se encargaría de que llegase a Löderup sano y salvo. Wallander no se había atrevido a creer que le concederían la ampliación del préstamo, con lo que no osó comprometerse a ir a buscarlo él mismo a Malmö, pues no estaba seguro de disponer de un nuevo coche para entonces.
Entre todos los documentos, halló una nota en la que se le informaba de que Sten Widén lo había llamado, al igual que su hermana. Conservó esas dos notas y siguió revisando. Asimismo, lo había llamado desde Kristianstad su colega Göran Boman, un policía con el que se veía de vez en cuando y al que había conocido en alguno de los sempiternos y recurrentes seminarios de la Dirección Nacional de la policía. También guardó la nota correspondiente a aquella llamada, pero aplastó el resto de los avisos en la papelera.
La reunión se abrió con una breve relación ofrecida por Wallander de sus aventuras en El Cairo, en la que no dejó de mencionar al solícito colega llamado Radwan. Acto seguido, estalló una discusión acerca de cuándo se suprimió la pena de muerte en Suecia. A decir de Svedberg, había habido ejecuciones hasta los años treinta, lo que Martinson rechazó de plano arguyendo que no se había producido ninguna ejecución en el país desde que decapitaran a Anna Månsdotter
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5 en la prisión de Kristianstad allá por 1890. La disputa terminó con una llamada de Hanson a un reportero criminalista de Estocolmo con el que compartía el interés por las apuestas en las carreras de caballos.
—1910 —declaró Hanson una vez hubo colgado el auricular—. En ese año se utilizó la guillotina por primera y última vez en Suecia, contra un hombre llamado Ander.
—Pero ¿no fue ése el que emprendió un viaje en globo al Polo Norte? —objetó Martinson.
—No, ése se llamaba Andrée
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—intervino Wallander.
Con esto se acabó la discusión. Rydberg había permanecido en silencio todo el tiempo. Wallander tenía la impresión de que estaba como ausente.
Tras la digresión, pasaron a hablar de Holm, que constituía un caso límite desde el punto de vista administrativo. En efecto, el cuerpo había sido hallado en el distrito policial de Sjöbo, pero tan sólo a unos cien metros de la zona de la vía de servicio donde comenzaba el distrito policial de Ystad.
—Los colegas de Sjöbo nos lo ceden encantados —aseguró Martinson—. Si hacemos un traslado simbólico del cadáver al otro lado de la vía de servicio, será nuestro. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Holm ya tenía algo pendiente con nosotros.
Wallander pidió los datos horarios, información de la que disponía Martinson: Holm había desaparecido el mismo día en que se estrelló el avión, después del interrogatorio de la policía. Mientras Wallander estaba en El Cairo, un hombre que paseaba por el bosque se había topado con el cadáver, en el extremo de un sendero y rodeado de huellas de ruedas de vehículo. Sin embargo, Holm conservaba la cartera completa, de modo que no se trataba de un asalto por robo. La policía no tenía ninguna otra observación de interés que hacer. La zona estaba, por lo demás, desierta.