Al inspector se le ocurrió de pronto que era muy posible que aquella mujer no existiese. De hecho, Nyman le había mentido en bastantes de sus afirmaciones. Miró el reloj y comprobó que no eran más que las siete y veinte, con total seguridad hora demasiado temprana para una mujer que dirigía una discoteca. Aun así, buscó el número de teléfono de Linda Boman y la llamó a Lund. La joven respondió casi en el acto y Wallander pudo oír por el tono de su voz que acababa de despertarse.
—Siento haberte despertado —se excusó.
—No, si ya estaba despierta.
«Vaya, es igual que yo: no le gusta admitir que la han despertado, aunque es una hora más que decente de estar en la cama», se dijo.
—Verás, tengo algunas preguntas más que hacerte y que, por desgracia, no admiten espera —explicó Wallander.
—Vuelve a llamar dentro de cinco minutos —recomendó la joven antes de colgar el auricular.
Wallander aguardó siete minutos antes de volver a marcar el número. Su voz sonaba más clara en esta segunda ocasión.
—Como habrás adivinado, se trata de Rolf Nyman —comenzó el inspector.
—¿Sigues sin querer decirme por qué os interesa tanto?
—En estos momentos me resulta imposible, pero te prometo que serás la primera en saberlo.
—Vaya, me siento muy honrada.
—Dijiste que tenía graves problemas con la heroína.
—Recuerdo perfectamente lo que dije.
—Mi pregunta es muy sencilla: ¿cómo lo sabes?
—Pues porque él me lo dijo. La verdad, me sorprendió. El que no intentase ocultarlo me impresionó.
—Así que él te lo dijo.
—Pues sí.
—¿Quieres decir que jamás notaste que tuviese ningún problema de drogas?
—Siempre hacía bien su trabajo.
—Es decir, que nunca estaba drogado, ¿no?
—Al menos, no se le notaba.
—¿Y tampoco estaba nervioso o inquieto?
—No más que la mayoría de la gente. Yo también puedo estar nerviosa o inquieta. En especial, cuando la policía de Lund viene a buscarme las cosquillas por el tema de la discoteca.
Wallander guardó silencio un instante mientras se planteaba si consultar a los colegas de Lund acerca de Linda Boman. Mientras tanto, la joven aguardaba.
—A ver si lo he comprendido bien —insistió Wallander—. Jamás lo viste drogado; simplemente, él te dijo que era heroinómano, ¿es correcto?
—Pues sí. Y me cuesta creer que alguien pueda mentir sobre algo así.
—Sí, claro, a mí también —admitió Wallander—. Pero quería asegurarme de que lo había comprendido bien.
—Ya, y por eso me llamas a las seis de la mañana, ¿no?
—Perdona, pero son las siete y media.
—Bueno, para mí es prácticamente lo mismo.
—Bien, verás. Tengo una pregunta más que hacerte —prosiguió Wallander—. Dijiste que no tenías noticia de que tuviese novia, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Nunca llevó a nadie a la discoteca?
—Jamás.
—Supongamos que te hubiese dicho que tenía novia. En ese caso, tú no habrías tenido oportunidad de saber si era cierto o no, ¿me equivoco?
—Tus preguntas son cada vez más extrañas. ¿Por qué no iba a tener novia? No tiene peor pinta que la mayoría de los hombres.
—Bien, entonces, ya no tengo más preguntas —concluyó Wallander—. Y recuerda que mi prohibición de ayer sigue hoy más vigente que nunca.
—No pienso decir nada. Pero sí irme a dormir.
—Bien. Pero es posible que tenga que llamarte otra vez —advirtió el inspector—. Por cierto, ¿sabes si Rolf tiene algún amigo íntimo?
—No.
Ahí concluyó la conversación.
Wallander fue al despacho de Martinson, que, en aquel preciso momento, se peinaba sujetando en la mano un pequeño espejo de bolsillo.
—¿Crees que podrás reunir a la gente para las ocho y media? —quiso saber Wallander.
—Suena como si hubiese novedades.
—Tal vez —repuso Wallander misterioso.
Pasaron entonces a hablar del accidente de tráfico. Al parecer, un turismo se había salido de su carril, que estaba cubierto de hielo, y había ido a chocar de frente con un camión polaco.
A las ocho y media Wallander puso a sus colegas al corriente de lo sucedido en las últimas horas y de su conversación con Linda Boman sobre el asunto de los focos. En cambio, nada dijo acerca de su visita nocturna a la aislada finca en las afueras de Sjöbo. Tal y como esperaba, Rydberg consideró importante aquel descubrimiento, en tanto que Hanson y Svedberg opusieron un sinnúmero de objeciones. Martinson, por su parte, no se pronunció.
—Ya sé que es poco menos que nada —convino Wallander tras haber escuchado las diversas posturas—. Pero, en mi opinión, debemos concentrarnos en Nyman, aunque, eso sí, sin dejar de atender el trabajo en los demás frentes.
—¿Qué dice el fiscal al respecto? —intervino Martinson—. Y, por cierto, ¿quién es ahora el fiscal?
—Se llama Anette Brolin, de Estocolmo —informó Wallander—. Llegará la semana próxima. Pero yo había pensado hablar con Åkeson de todos modos, por más que él ya no sea responsable de las investigaciones previas.
Prosiguieron entonces escuchando los argumentos de Wallander. A su juicio, era preciso que entrasen en la casa de Sjöbo sin que Nyman lo supiese. Enseguida se alzó una oleada de renovadas protestas.
—Imposible —objetó Svedberg categórico—. Eso es allanamiento.
—Lo que tenemos entre manos es un triple asesinato —le recordó Wallander—. Si no me equivoco, Rolf Nyman es un hombre muy astuto. Y si queremos encontrar algo, debemos vigilarlo sin que él se dé cuenta. Debemos averiguar a qué horas suele salir de la casa, qué hace cuando sale y cuánto tiempo está fuera, por lo general. Pero, ante todo, hemos de averiguar si realmente existe esa novia de la que habló.
—Yo podría disfrazarme de deshollinador —propuso Martinson.
—Te descubriría enseguida —atajó Wallander, haciendo caso omiso del tono irónico del colega—. Yo había pensado actuar de un modo algo menos directo, por ejemplo, a través del cartero rural. Si averiguamos quién es el cartero que suele dejarle el correo a Nyman... No hay un solo cartero rural que no sepa lo que ocurre en cada finca. Aunque no hayan puesto un pie en el interior, suelen saber cuántas personas la habitan.
Svedberg no cedía un ápice.
—¿Y si la muchacha no recibe cartas?
—Ya, pero no es eso —repuso Wallander—. El cartero lo sabe. Siempre lo saben.
Rydberg asintió en señal de que compartía su opinión. Wallander agradeció su apoyo y continuó insistiendo. Hanson prometió que se pondría en contacto con el servicio de Correos. Martinson, por su parte, accedió con disgusto a organizar la vigilancia de la finca. Y Wallander hablaría con Åkeson.
—Averiguad cuanto podáis acerca de Nyman —los animó cuando la reunión tocaba a su fin—. Pero con discreción. Si Nyman es tan astuto como creo, no debemos alertarlo en su madriguera.
Wallander le hizo una seña a Rydberg, que entendió enseguida que el inspector deseaba hablar con él a solas en su despacho.
—¿Estás seguro de que es Nyman? —quiso saber Rydberg.
—Sí —sostuvo Wallander—. Aunque, al mismo tiempo, tengo muy claro que puedo estar equivocado, que es posible que esté orientando la investigación en un sentido completamente erróneo.
—Bueno, yo creo que el robo de los focos es un indicio de peso —lo animó Rydberg—. Ése es, a mi juicio, el punto definitivo. Por cierto, ¿cómo se te ocurrió semejante idea?
—Las pirámides —explicó Wallander—. Siempre están iluminadas por focos. Salvo un día al mes: cuando hay luna llena.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Me lo contó mi padre.
Rydberg asintió reflexivo.
—Las entregas de fardos de droga no siguen el calendario lunar —advirtió—. Además, tal vez en Egipto no haya cielos tan nubosos como en Escania.
—En realidad, lo más interesante fue la Esfinge —observó Wallander—. Un ser mitad humano mitad animal que vigila para que el sol siga saliendo cada mañana por el horizonte.
—Sí, creo que hay una compañía de seguridad americana cuyo símbolo es una esfinge —comentó Rydberg.
—Bueno, es muy oportuno, ¿no crees? —repuso Wallander—. La Esfinge vigila. Y nosotros también. Ya seamos policías o guardas nocturnos.
Rydberg rompió en una sonora carcajada.
—Si les contaran estas cosas a los futuros policías, se reirían de nosotros en nuestras narices.
—Sí, ya lo sé —admitió Wallander—. Pero tal vez no fuese tan mala idea hacerlo.
Rydberg salió del despacho y Wallander llamó a casa de Per Åkeson, que le prometió que informaría a Anette Brolin.
—¿Cómo te sientes al verte libre de todos esos juicios? —quiso saber Wallander.
—Bien —declaró Per Åkeson—. Mucho mejor de lo que nunca imaginé.
Aquel día el grupo de investigación se reunió otras dos veces. Martinson dejó arreglado el asunto de la vigilancia y Hanson desapareció para entrevistarse con el cartero. Mientras tanto, continuaron aunando sus esfuerzos para averiguar todo lo que pudiesen sobre la vida de Rolf Nyman. El sujeto no había tenido problemas con la policía, lo que dificultaba el trabajo. Nacido en Tranäs en 1957, se trasladó a Escania con sus padres a mediados de los sesenta, primero a Höör, después a Trelleborg. El padre había sido empleado de una compañía de suministro energético y trabajó en el tendido eléctrico; la madre era ama de casa, y Rolf, hijo único. El padre falleció en 1986, con lo que la madre volvió a Tranäs, donde también ella murió al año siguiente. Wallander tenía la creciente sensación de que Rolf Nyman había llevado una existencia invisible. Como si hubiese borrado, a conciencia, todo rastro de sí mismo. Gracias a la colaboración de los colegas de Malmö, supieron que su nombre nunca se había mencionado en los círculos que se dedicaban al narcotráfico. «Es demasiado invisible», se repetía Wallander según llegaba la información a lo largo de la tarde. «Todo el mundo deja un rastro. Todos menos Rolf Nyman.»
Hanson regresó de su entrevista con la cartera, que se llamaba Elfrida Wirmark y que estaba totalmente segura de que en aquella casa no vivían más que dos personas, Holm y Nyman. Lo que implicaba que, en aquellos momentos, la finca no tenía más que un habitante, puesto que Holm yacía en el depósito de cadáveres a la espera de recibir sepultura.
A las siete de la tarde, celebraron una nueva reunión. Según la información recibida por Martinson, Nyman no había abandonado la casa durante el día más que para darle de comer al perro. Tampoco nadie había visitado la finca. Wallander preguntó si quienes lo mantenían bajo vigilancia habían observado que estuviese alerta, pero los colegas no habían hecho ningún comentario al respecto. Después discutieron largo rato acerca de los datos que había aportado la cartera. Por último, lograron alcanzar cierta unanimidad en lo relativo a la invención por parte de Nyman de la existencia de una novia.
Wallander les ofreció la última síntesis del día:
—Nada apunta a la veracidad de su supuesta drogodependencia —comenzó—. Y ésa es su primera mentira. La segunda es la concerniente al asunto de su novia, de modo que hemos de concluir que está solo en casa. Y si queremos entrar, disponemos de dos posibilidades. O esperamos hasta que salga, cosa que hará tarde o temprano, como mínimo para comprar comida, a menos que tenga una enorme despensa llena de provisiones, pero, ¿por qué habría de tenerla? O nos inventamos una manera de hacer que salga.
Decidieron que esperarían unos días y, si nada ocurría, reconsiderarían la situación.
Así dejaron pasar el 4, y llegó el 5 de enero. Nyman salió dos veces, siempre para atender al perro. Y nada indicaba que estuviese más sobre aviso que antes. Mientras tanto, seguían empleando el tiempo en averiguar datos sobre su vida, que parecía haber transcurrido en el más absoluto y extraordinario vacío. Gracias a la Agencia Tributaria supieron que había tenido unos ingresos anuales muy bajos, fruto de su trabajo como discjockey. No había disfrutado de desgravaciones llamativas. Había solicitado el pasaporte en 1986 y tenía permiso de conducir desde 1976. Finalmente, no parecía haber tenido amigos jamás.
La mañana del 5 de enero Wallander se sentó en su despacho en compañía de Rydberg y cerró la puerta. Según el colega, deberían seguir esperando unos días más. Pero Wallander le expuso una idea que, en su opinión, haría salir a Nyman de la casa. Y juntos decidieron ponerla en práctica aquella misma tarde. Wallander llamó a Lund y habló con Linda Boman. La discoteca abriría la noche siguiente con un discjockey danés. Wallander le explicó su estratagema, pero Linda Boman preguntó quién pagaría los gastos extraordinarios, pues el discjockey de Copenhague tenía un contrato firmado con la discoteca. Wallander le aseguró que, de ser necesario, podría enviar la factura a la policía de Ystad. Después, le prometió que le avisaría transcurridas unas horas.
A las cuatro de la tarde del 5 de enero un viento gélido comenzó a soplar por toda Escania. Un frente de nevadas procedente del este amenazaba con alcanzar la costa sur de la región. A aquella misma hora Wallander congregó a sus colegas del grupo de investigación en la sala de reuniones. Con tanta brevedad como le fue posible, les refirió la estrategia que horas antes había discutido con Rydberg.
—Tenemos que sacar a Rolf Nyman de la casa —se empecinó—. Está claro que no se mueve sin necesidad y, al mismo tiempo, no parece que sospeche nada.
—Claro, tal vez porque todo esto es absurdo —interrumpió Hanson—. Tal vez porque él no tiene nada que ver con los asesinatos, ¿no te parece?
—Cierto. Existe esa posibilidad —admitió Wallander—. Pero, por ahora, la premisa de la que partimos es justamente la contraria. Lo que significa que hemos de entrar en esa casa sin que él se entere. Y lo primero que tenemos que conseguir es que salga de allí, y con un motivo que no lo ponga sobre aviso.
Acto seguido, les expuso su idea con detalle. Linda Boman llamaría a Nyman para decirle que el discjockey de turno no podía acudir aquella noche y preguntarle si él podía sustituirlo. Si aceptaba, la casa estaría vacía toda la noche. Además, dispondrían de un vigilante en la discoteca que estaría en contacto constante con los agentes que estuviesen inspeccionando la casa. Cuando Rolf Nyman volviese a Sjöbo hacia el amanecer, la casa estaría vacía, y nadie, salvo el perro, habría notado la visita.
—¿Y qué ocurre si llama a su colega de Dinamarca? —inquirió Svedberg.