Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Cómo era el hombre?
—No lo sé, hermana Constanza. No pude verlo. Estaba muy oscuro y apenas podía conservar la consciencia...
—¿Te ultrajó?
—Me acarició y besó todas las partes de mi cuerpo, sí. Por la fuerza al principio... pero luego, oh, Dios santo..., luego ya no ofrecí resistencia... Además estaba muy asustada, unos raros calores se adueñaron de mí... Oh, qué horror...
—¿A vosotras también os robó la voluntad de igual manera? —Constanza se dirigió a Neus y a Cixilona.
Las dos afirmaron con la cabeza.
—Es que era un hombre fuerte, muy fuerte —trató de justificarse Eulalia—. Se impuso. No me fue posible resistir ni tampoco oponer violencia a sus pretensiones, y él me tenía inmovilizada y se mostraba tan insistente en sus acometidas que consiguió... ¡Qué horror, hermana Constanza!
—¿También se comportó igual con vosotras?
—Sí, hermana—respondió Neus—. ¡Fue imposible negarse! Yo llegué a perder el sentido unos instantes...
—¿Y no sabéis si ese hombre ha ultrajado también a otras hermanas? —preguntó Constanza.
—No —respondió Eulalia—. O al menos ninguna lo ha denunciado ante la abadesa, ni la abadesa nos ha informado de ello. ¿Sabes tú si forzaron a las hermanas asesinadas?
—No estoy segura —mintió Constanza—. ¿Con quién más habéis hablado de todo esto?
—Con el confesor —dijeron las tres.
—¿Con ninguna hermana?
—No.
—Es extraño —reflexionó la monja navarra en voz alta—. Parece que es obra del mismo hombre y que a vosotras, por resignaros, os perdonó la vida. Tengo que pensar que las demás hermanas, por no entregarse a él, pagaron su santidad con la muerte. Lo que no comprendo es que no podáis darme ningún detalle sobre él. Su tono de voz por algún gemido que exhalara, su olor, su corpulencia... ¿Era velludo? ¿Usaba barbas? No sé, algo...
—No era corpulento —opinó Neus.
—Creo que sí lo era —contradijo Eulalia.
—Es que tú eres muy bajita, hermana —replicó Neus—. Pero al menos era de mi estatura, o como la hermana Cixilona, ¿verdad?
Cixilona afirmó con la cabeza.
—Y muy silencioso. Su respiración era entrecortada, pero no pronunció palabra.
—Al contacto, me pareció que vestía jubón, sin nada más: ni calzones ni medias.
—Y no usaba barbas ni bigotes. Su cabellera era larga...
—Está bien. Creo que basta por hoy —concluyó Constanza—. Porque, ninguna pudo ver su rostro, ¿verdad?
Eulalia y Neus negaron.
—¿Informarás al rey de nuestro pecado, hermana? —quiso saber Eulalia.
—¿De qué pecado hablas?
—Del abandono...
—De no haber opuesto mayor empeño en resistirme...
—De...
—No, no. Tranquilizaos.
Algunas monjas entraron en la capilla. La hora de vísperas llegaba y acudían al rezo vespertino formadas por parejas y con el libro de oraciones en las manos unidas al pecho. Constanza se puso de pie, dispuesta a dar por acabada la pesquisa, y agradeció a las tres su colaboración. Ellas, más serenas por haber puesto fin a la comparecencia, se santiguaron y pidieron permiso para ir a ocupar sus sitiales en la capilla y poder asistir al oficio vespertino. La monja navarra les dio otra vez las gracias y les indicó que podían marcharse. Pero, antes de abandonar la iglesia, Cixilona se separó de sus compañeras y corrió a encontrarse con Constanza en la salida del recinto sagrado.
—Necesito hablar contigo, hermana.
—Dime —invitó Constanza.
—Aquí no —la novicia se arrodilló y besó su mano—. Disimula. ¿Cuándo puedo verte?
—Ven esta noche a mi celda, luego de la medianoche.
—¿Se lo dirás a alguien?
—Si no quieres, no.
—No quiero —respondió Cixilona—. Ahora les diré que vine a besarte la mano para agradecer tu silencio en lo referente a nuestro pecado, pero a ti he de decirte algo más. Esta noche me deslizaré hasta tu celda.
—Hasta luego, pues.
La monja corrió a reunirse con las demás hermanas de la congregación y Constanza salió de la capilla intrigada. ¿Qué tenía que decir Cixilona que no se atrevía a expresar delante de sus compañeras? ¿Tendría algún secreto que no podía revelar?
Las horas se harían muy largas hasta la medianoche.
Aquella noche fue la primera en la que acudieron todos al comedor. Don Jaime empezó declarando que gozaba de buen apetito y atacó una gran pierna de cordero, cuya grasa resbaló por manos y barba con generosidad. La reina doña Leonor se mostró por una vez afable y conversadora, para sorpresa y, en cierta medida, alivio de sus damas, que se situaron tras ella igual que Violante se dispuso junto a la mesa, a las espaldas del rey. Constanza de Jesús, que apareció con la preocupación dibujada en el rostro y la esperanza de que la novicia Cixilona le allanara el camino con alguna noticia realmente importante, se contagió pronto del buen ambiente general y recobró la naturalidad y el buen talante, no despreciando los muslos de pollo que, dorados y crujientes, invitaban desde su fuente de barro. La única que brillaba por su seriedad era la abadesa, doña Inés, pero disimuló cuanto pudo su malestar dirigiéndose muchas veces a las hermanas del servicio de mesa para que no faltara agua en su copa ni vino en las copas de los reyes, pan en los cestos, viandas en las fuentes y frutas en los cuencos. Para no permanecer inmóvil y mostrar la lejanía en que su cabeza se hallaba, pidió más luz en dos ocasiones, haciendo traer dos cornucopias más con seis velas cada una, e incluso, en un rasgo de excentricidad que no casaba con el lugar ni el momento, se disculpó ante don Jaime por la naturaleza del monasterio, pues si se tratara de cualquier otro lugar habría previsto de músicas y juglares que entretuviesen la cena como era costumbre en castillos y moradas de los nobles de los condados vecinos. Fue un lamento tan fuera de lugar que nadie tomó en cuenta la necesidad de responderla. Tan sólo Constanza esbozó una sonrisa piadosa, más cerca de la conmiseración que de la simpatía. Igual que se recibe el babeo de un débil mental.
Por tanto, la primera parte del banquete transcurrió entre comentarios banales y abundante ingesta, sin que faltase un brindis por la primavera que parecía imponerse; unas risas frescas a cuenta de los pobres huesos de don Teodoro, el capellán real, cuando la reina contó la visita que había recibido poco antes; un intercambio de opiniones sobre si era mejor guiso el cordero o el pollo, y una atenta expectación mientras el rey contaba la ocurrencia de una golondrina de haberse construido el nido en lo más alto de la tienda real y su decisión de dejar el mástil cuando abandonaran el valle para que la naturaleza continuara su curso sin intervención de la mano humana. Una velada, en consecuencia, que transcurrió en una armonía desconocida desde hacía mucho tiempo.
Y cuando se produjo un silencio general en la sala, el rey se dirigió a la navarra:
—Constanza, ¿por qué no nos cuentas alguna de las hazañas que te han procurado tanta fama en nuestras tierras?
—Exageraciones, mi señor —replicó la monja navarra, quitándose importancia—. Un poco de buena suerte y nada más. Y si además he contado con la torpeza de pillos y criminales que se delataron solos, ahí tenéis el mérito de toda mi fama. No os dejéis embaucar.
—Pues no es eso lo que se dice de ti —sonrió la reina—. Más bien se habla de agudeza, ingenio, capacidad de deducción, dotes para la lógica...
—Si fuera en verdad así —devolvió la sonrisa Constanza—, solicitaré a vuestro esposo, el rey, algún privilegio. ¿No hay vacante entre vuestros nobles para el honor de disponer de un castillo bien dotado, majestad?
—¿Y para qué quieres tú un castillo, hermana Constanza? —se rió don Jaime de buena gana—. ¿No sirves a Dios y en tal oficio no cabe nobleza mayor?
—Cierto —fingió apesadumbrarse la monja—. Pero como he oído decir que es posible servir a Dios desde cualquier parte, pensaba si desde lo alto de las almenas de un castillo no estaría más cerca de Él.
—Ah, mi buena Constanza —suspiró don Jaime—. Con gusto cambiaría la abadía en que ahora moras en Tulebras por el peso de la corona. Además, no envidies riquezas ni lacayos, que la ambición es una cuna en la que se mecen todas las enemistades.
—Eso es bien cierto, mi señor —afirmó la monja, y empezó su concierto de dedos y uñas en barbilla, orejas, cuello y nuca. Y añadió—: Además, cada persona tiene un objetivo en la vida, sólo uno, y cuando lo alcanza ya no teme a la muerte ni le abruman preocupaciones ni impaciencias, pues ha cumplido el designio para el que fue convocado a habitar entre los mortales. En mi caso, ya he alcanzado el objetivo y no me duelen prendas al decir que me siento bien.
—¡Brindo por ello! —el rey levantó la copa y con gusto se sumaron la reina y la monja. Doña Inés también, pero sin ningún ánimo.
La sonrisa de don Jaime contrastó con la seriedad de la abadesa, que de inmediato pidió permiso para retirarse a su celda. La reina doña Leonor, tras la buena hora de diversión, solicitó también del rey la venia para retirarse con sus damas, y don Jaime se la concedió. En cambio, a la abadesa le pidió que se quedase.
—Tú quédate un rato más, doña Inés. Tenemos algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo.
—Como deseéis, mi señor.
El rey indicó a Violante que podía retirarse a dormir y en la sala se quedó a solas con la abadesa y Constanza. El servicio de mesa también abandonó el comedor y se cerraron las puertas. La abadesa adoptó una actitud compungida de espera y Constanza fue a tomar asiento más cerca de don Jaime.
—¿Has pensado algo con respecto a ese macabro hallazgo del osario, doña Inés? —preguntó el rey.
—Nada nuevo, mi señor. Sólo puedo obedecer y decir que ardo en deseos de confesar mis pecados a Dios Nuestro Señor.
—Empieza por confesarlos aquí —ordenó don Jaime—. Oírlos será de provecho.
La abadesa levantó los ojos con desagrado, rabiosa por la demanda real, pero pronto volvió a bajarlos comprendiendo que no tenía modo de justificarse.
—Confieso que soy una gran pecadora —dijo a media voz—. Confieso que he cometido pecado de indolencia por no preguntar a nuestro médico cómo ponía fin a los remedios que yo misma le exigía, siguiendo los deseos de los tutores de mis novicias; confieso que he cometido pecado de pereza por no hacer el esfuerzo de estar más cerca de nuestras hermanas cuando sufrieron sus pérdidas por sí o por provocación, cual era mi obligación; confieso que he pecado contra el quinto mandamiento de la ley de Dios al no imponer que sobrevivieran los frutos del pecado ya nacidos; confieso que he cometido pecado de ira contra vos; confieso que en muchas ocasiones he cometido pecado de soberbia...
—¡Basta ya, doña Inés! —el rey alzó la voz, interrumpiendo la inacabable relación de culpas de la abadesa—. ¡Tienes capellán en el monasterio que escuchará atento cuanto tengas que confesar! Lo que yo espero de tu sinceridad es que me digas todo lo que sepas acerca de la muerte de tus novicias.
—De esa tragedia no sé nada, mi señor.
—Perdonadme, majestad —intervino Constanza—. Antes de continuar con ello quisiera saber si en la abadía ha habido perros en alguna ocasión, doña Inés.
—¿Por qué me preguntas eso, hermana? —respondió la abadesa—. Me extraña la pregunta.
—Bueno... —improvisó Constanza una respuesta—. Quizá sean cosas mías, pero he observado ocultos en los jardines del claustro restos de excrementos que bien pudieran ser de perro.
—De ser así, se habrían limpiado, hermana Constanza —mostró gran dignidad la superiora—. ¡El aseo en esta casa...!
—Claro, comprendo... —siguió improvisando Constanza—. Y también me ha llamado la atención, no sé si por exceso de celo, que algunas paredes del corredor parecen arañadas, y semejan arañazos de perro.
—Exceso de celo, hermana. Esas paredes han sido recientemente pintadas y...
—Y también, puede que por idéntico celo, me doy cuenta de que vuestro hábito tiene siempre algunas manchas secas en los faldones, como las que deja un perro cuando juega con sus instintos.
—¡Demasiado lejos, Constanza! ¡Llegas demasiado lejos! —se enfureció la abadesa—. ¿Estás acusándome de falta de pulcritud? ¿De algo aun más repugnante? ¡No tolero que...!
—¡Tranquilizaos, doña Inés, por favor! —la monja navarra endureció el gesto—. La pregunta concreta que os hago es si hay o no perros en la abadía.
—¡No los hay, no!
—¿Los ha habido?
—¡No!
—Habrá que añadir a los pecados en confesión el de faltar a la verdad. —Constanza se dirigió al rey antes de recostarse en su silla—. Señor: os ruego que salgamos ahora mismo y vayamos a la sacramental. En una sepultura situada a la izquierda de la entrada guarda reposo el cadáver de un gran perro de la raza de los mastines pirenaicos, muerto no hace ni tres días. ¿Nos acompañas a probar esos hechos, hermana abadesa?
Doña Inés desorbitó los ojos y abrió la boca, perpleja. Sus mejillas se tiñeron de rojo.
—¡Eres una bruja, Constanza! ¡No eres sierva de Dios sino súcubo de Satanás! Señor —se dirigió al rey, fuera de sí—, ¡es preciso detener a esta falsa monja y ponerla en manos de su eminencia el señor obispo para que los exorcistas expulsen al demonio de su cuerpo! ¡
Vade retro,
Satanás!
¡Vade retro!
—La abadesa se puso de pie de un brinco y se pegó a una pared, atemorizada—.
¡Vade retro!
—¡Siéntate de inmediato, doña Inés! —ordenó el rey—. ¡Siéntate y déjate de sortilegios! No es preciso de brujerías ni aojos para remover un poco de tierra de una tumba del cementerio y hallarse con la sorpresa del cadáver de un perro. Y ahora, ¿quieres decirnos qué hace ese gran mastín ocupando tan inusual sitio en lugar sagrado?
La abadesa sintió el odio crecer por todos los poros de su piel, desde las profundidades de su vientre, y, tan puesta en evidencia como desarmada, fue poco a poco acercándose a su silla y volvió a tomar asiento. Su tez, otra vez pálida, se había cubierto de una fina pátina de sudor. Temblaban los dedos en sus manos.
—Responded a la pregunta del rey, abadesa —exigió Constanza.
—Murió —acertó a replicar doña Inés secamente.
—¿Cómo murió?
—¡No lo sé! —alzó la voz la abadesa—. De muerte natural, o de viejo, o enfermo, ¡yo qué sé!
—¿Con un tajo de dos palmos en el cuello? —inquirió Constanza—. No parece una muerte muy natural...