Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Escuchad, mi señor don Jaime. En primer lugar estáis en mi casa, y mi casa dispone de un fuero dictado por vos mismo por el que se me permite autorizar vuestra presencia o negárosla. Así es que cuando yo juro en mi casa, es menester creerme. Y si no estáis dispuesto a hacerlo así, decidlo ahora mismo y tomad de inmediato vuestro equipaje, porque no sois bienvenido.
El rey, que no esperaba semejante reacción, se amedrentó durante unos instantes por la energía de aquella mujer. Constanza, sin dar crédito a lo oído, se quedó perpleja y no pudo dejar de mirar la altanería de la superiora. La abadesa, con la barbilla apuntando al horizonte, sostuvo la mirada al rey, retadora. Don Jaime, una vez encajado el golpe, en lo que tardó algunos segundos, se ajustó de manera innecesaria la corona, apretó los ojos, apoyó la mano en la empuñadura de su daga y, después de dar dos pasos a un lado y a otro, dijo en voz baja:
—Jurar en falso ante el rey, abadesa, se castiga con la muerte. Es traición.
—Yo no hago tal: juro verdad.
—¿Ves ese osario? —continuó el rey sin escucharla—. Es una fosa común donde duermen la eternidad infantes que, por lo que se ve, se sienten muy solos. Necesitan alguien que les cuide en su largo viaje y tú, adulta e inteligente, serías una excelente guía en su camino hacia los brazos de Dios. ¡Así es que en este mismo instante pon tus rodillas en tierra, besa mi mano, júrame lealtad y suplica mi perdón o antes de que doña Constanza de Jesús parpadee dos veces seguidas estarás acompañándolos! ¿Has atendido a cuanto el rey ha dicho?
La abadesa trató de descubrir en los ojos de don Jaime su determinación. Y al convencerse de la firmeza de sus palabras se le llenaron los ojos de lágrimas, no a causa del arrepentimiento sino por la rabia que carcomía su pecho, se agolpó la sangre en sus mejillas y de inmediato cayó de hinojos ante él, tomó su mano, la besó y, sollozando, dijo:
—No encontraréis a nadie más leal que yo en toda la Corona de Aragón, mi señor. Os ruego que me disculpéis. No sé qué me ha podido pasar.
Doña Inés, una vez acabada la disculpa, trató de levantarse. Pero don Jaime, sosteniéndole la mano con fuerza, impidió que se pusiera de pie.
—Permanece así, abadesa. Te alzarás cuando yo te lo ordene. Y ahora explícame qué es todo eso. El osario pertenece a tus dominios y por fuerza tienes que saber por qué razón está ahí.
La abadesa bajó la cabeza y repitió:
—No lo sé, mi señor.
—Intenta recordarlo —insistió don Jaime.
—¡No lo sé, señor! Os juro que no lo sé... A su regreso —intentó explicar doña Inés entre lágrimas—, preguntaré a Yousseff-Karim Bassir y obtendré de él la respuesta. Él mismo escogió este huerto y lo sembró de cadáveres.
—¿Por propia decisión? —interrogó Constanza.
—Está fuera de los lindes del monasterio, sor Constanza —se excusó la abadesa.
—No os he preguntado por su ubicación geográfica, sino por su incalificable cosecha. ¿Acaso no sabíais...?
—No, no lo sabía —volvió a negar doña Inés.
—Así que, según tú —insistió el rey—, Bassir es un asesino desalmado que, sin piedad de ninguna clase, se dedica por cuenta propia a acabar con la vida de seres indefensos y los entierra en este huerto sin propiedad para abonar la tierra con sangre infantil. ¿Es eso lo que he escuchado de tus labios?
Doña Inés se derrumbó con el estrépito con que había caído el
scriptorium
la noche anterior, se deshizo en lágrimas y apoyó sus manos en el suelo de tierra, en actitud mendicante.
—Señor, mi señor don Jaime... Perdonadme, mi rey... Perdonadme... Tenéis que comprenderlo. ¡Tenéis que comprenderlo! —la abadesa alzó la cabeza, suplicante—. Son muchas las familias que nos envían a sus hijas mancilladas para ocultar el pecado de su lujuria y muchos son también los nobles que nos encomiendan resolver las consecuencias del drama de la concupiscencia de manera discreta. Es lo único que le ordeno a Yousseff-Karim Bassir: lo mismo que sus familias me piden. El modo en que lo hace, o cómo resuelve lo solicitado, no es de mi incumbencia ni nunca le pedí cuentas de ello. El aborto es una práctica en la que está muy experimentado Bassir, y apenas ha habido víctimas entre las damas que fueron libradas del fruto de su pecado. ¡Tenéis que comprenderlo! ¡Yo no sabía nada de esto, ni de cómo cumplía Yousseff-Karim el encargo! ¡Os lo juro!
El rey miró a Constanza y la monja navarra alzó los hombros, sin comprenderlo. Don Jaime negó con la cabeza.
—Me cuesta creer que nunca te hayas preguntado cómo cumplía tus mandatos Bassir ni lo que después sucedía. Porque aquí hay restos de fetos y de niños que ya nacieron...
—Sí, supongo que es así —aceptó la abadesa—. Algunas damas nobles llegaron en un avanzado estado de gestación y hubo que esperar al nacimiento de la criatura para ocultar la descendencia. Bassir siempre me dijo que los hijos nacían muertos. Y debía de ser así porque también ha habido algunos partos difíciles y algunas hermanas no sobrevivieron. Allí quedaron enterradas, en nuestra sacramental.
—Lo cual explica la abundancia de sepulturas... —Constanza no pudo evitar el comentario.
—Tal vez —reconoció la abadesa.
El rey don Jaime no quiso oír más. Dio media vuelta y caminó cabizbajo por los alrededores, con el corazón destrozado por cuanto acababa de oír. Tan culpable era el médico del monasterio como su abadesa, y por ninguno de los dos sentía un ápice de compasión. Tendría que pensar en el castigo que debía imponerles pero, para ello, era preciso acabar de descubrir cuanto sucedía en aquel cenobio que cada vez le parecía más podrido.
—Ahora me voy, doña Inés. Necesito meditar sobre todo ello y, cuando tome una decisión, te lo haré saber. Y reza, reza mucho, porque por severo que me muestre contigo no será nada en comparación con lo que te tiene reservado Dios para el día del Juicio Final.
Empezaba a caer el sol de la tarde cuando unos nudillos llamaron a la puerta de doña Leonor.
—Ve a abrir, Águeda.
—Voy, señora.
Doña Leonor miró la puesta del sol que agonizaba al otro lado de la ventana y pensó en él, otra vez. Estaba segura de que si ella se abriera la camisa para que él contemplara lo que sentía, a don Jaime no le iba a gustar lo que iba a ver. Se agolpaban en su pecho sentimientos entrelazados de rencor y de cariño, de lealtad y de odio. De vida y de muerte. Qué difícil vivir sintiendo así, se dijo. Y a punto estuvo de derramarse en lágrimas.
Águeda le robó su incipiente congoja llegando hasta su lado y diciendo:
—Don Teodoro, el capellán real, os espera en la capilla. Dice que desea ser recibido por su majestad.
—¿No viene a ver al rey?
—Pregunta por vos.
Doña Leonor apresuró a sus damas para que la vistieran como correspondía y se hizo acompañar de la dueña Berenguela. Salió al corredor, bajó a la galería, cruzó el claustro y se adentró por el paso que conducía a la capilla. Una vez en la iglesia se arrodilló y se santiguó, oró en recogimiento unos instantes y, tras responder a las reverencias que le dispensaron las hermanas que limpiaban candeleras, iconos, bancadas y suelos, se dirigió a la verja de hierro que separaba el confesionario de donde le esperaba el capellán, al otro lado de la clausura. Tomó asiento antes de decir:
—Laus Deo,
don Teodoro.
—Laus Deo,
majestad. ¿Os encontráis bien de salud?
—Muy bien, gracias. ¿Y tú?
—Ay, mi señora... —el capellán dejó escapar un suspiro.
La reina se turbó. Se le pasaron por la cabeza ideas negras, de luto, y se sobresaltó.
—¿Qué ha sucedido, don Teodoro? —El capellán, apenas entrevisto por la celosía que los separaba, tenía la cabeza humillada, las manos unidas, el cuerpo encorvado y la faz triste, como si fuera portavoz de un drama. La inquietud de la reina aumentó un poco más—. ¡Dime, por el amor de Dios! ¿Qué sucede?
—Algo espantoso, mi señora —el clérigo volvió a suspirar, abatido—. No os podéis figurar mi sufrimiento.
—¿Por qué motivo, buen capellán? ¡Habla, por lo que más quieras!
—Estos huesos, que no me dan sosiego.
—¿Tus huesos?
—Así es, majestad —siguió el confesor redoblando su actitud de tragedia—. Llevo dos noches, dos noches ya, a la intemperie de mi tienda, y por muchas que han sido las medidas que se han tomado, la humedad de estas tierras está acabando conmigo. Mi propósito era hablar con el rey, nuestro señor, pero no ha sido posible. Cuando esta mañana ha visitado el campamento, andaba yo dando un paseo por esos campos del Señor y no he sabido de su presencia hasta después de su partida.
La reina doña Leonor respiró aliviada, pero no pudo olvidar el enojo que le había causado el clérigo con su pesadumbre.
—¿Y qué quieres que haga yo, don Teodoro, si puede saberse?
—Vengo a rogaros que habléis con su majestad y le supliquéis, en mi nombre y en el vuestro, que se me permita pernoctar en una de las celdas de este cenobio.
—No está permitido, ya lo sabes.
—Pero él es el rey, y si intercede... Además, tiene que conmoverse ante mi situación. Soy viejo ya, señora. Ningún peligro puedo representar para...
—¿Y esa petición es cuanta justificación traes para visitarme? ¡No lo entiendo, don Teodoro! Vienes a mí con el drama dibujado en tu rostro, igual que si a mi hijo Alfonso le hubiera ocurrido una desgracia o el califato cordobés se hubiera adueñado de Caspe, y todo lo que acontece es el pleito que mantienen tus huesos con la humedad de estas tierras. ¡En verdad que no te entiendo!
El capellán quedó corrido por la reprimenda real y volvió a humillar la cabeza, abatido. Se atrevió a musitar:
—Mis pobres huesos...
—Basta ya, don Teodoro —espetó la reina—. Tus huesos gozan de toda mi simpatía y son para mí de gran importancia, te lo aseguro, pero lamento no poder hacer nada por ellos. Ni siquiera hablar con su majestad en tu favor.
—¿No? —preguntó el capellán dando a su voz un tono de gran ingenuidad.
—¿Acaso no sabes...?
—Ah, eso... —recapacitó el religioso, comprendiéndolo—. Creí que vuestra relación..., en la intimidad de este santo recinto...
La reina respiró hondo para contener una mala respuesta. Luego la suavizó.
—Eres el único súbdito de la Corona de Aragón que no conoce las intenciones de don Jaime. O así me lo parece.
—No, no, mi señora... Bien sé de las intenciones reales y creedme que lo lamento profundamente. No encontrará reina como vos en toda la cristiandad.
—Creo que ya la ha encontrado —suspiró la reina.
—¿Ah, sí? Contad, contad...
A doña Leonor le molestó la curiosidad del capellán pero, por otra parte, recordaba que los reyes no tenían intimidad y, en consecuencia, pronto se harían lenguas en todo el reino de los encuentros de su esposo con la joven princesa húngara. Así es que, sin dudarlo, se plegó a la solicitud de don Teodoro.
—Te ruego confesión.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
—Como deseéis.
El capellán se removió en su sitio, apoyó la cabeza en su mano y adoptó semblante de recogimiento.
—Ave María Sanctissima, Virgo purissima
—comenzó doña Leonor.
—Sin pecado concebida—respondió el capellán—.
Oremus. Concede nos fámulos tuos, quaesumus Domine Deus, perpetua mentís et corporis sanitate gaudere; et gloriosa beatae Mariae semper Virginis intercessione, a praesenti liberan tristitia et aeterna perfrui laetitia. Per Christum Dominum Nostrum.
—Amén. Debo hablarte del rey y de mí. De los malos pensamientos que me asaltan, capellán.
—Decidme, hija mía.
—He deseado la muerte de mi esposo.
—Continuad.
—También he pensado en darle muerte por propia mano.
—Seguid.
—¿Qué más te puedo decir? ¿No te parece grave pecado y causa de condenación eterna?
El capellán alzó los hombros y se acompañó de un gesto de indiferencia. Y replicó:
—Si todos los súbditos que han deseado la muerte de su amo y señor fueran condenados al infierno, la soledad de Dios en el Paraíso sería dolorosa cual corona de espinas.
—No te entiendo, don Teodoro.
—Que pensar en la muerte es natural en el ser humano, y desear la muerte de los enemigos es, además, obligatorio. En otro caso, ¿qué sentido tendrían las guerras? Son consecuencia de la defensa de la religión o del deseo de acrecentar los bienes propios. Y es frecuente, por demás, que nuestra naturaleza, débil y veleidosa, nos haga confundir a nuestros amos con enemigos y a nuestros reyes con tiranos. Que mueran por otra mano o por la nuestra es baladí.
—¡Pero yo he pensado en agredir a mi esposo!
—Menos veces de las que un esposo sueña con agredir a su esposa. Andad, señora, y no os martiricéis por semejante nimiedad.
Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
—¿Así?
—Así.
—Pues... amén. ¿Y lo de Violante?
—¿Quién es Violante?
La reina relató con detalle la llegada de la hija del rey Andrés II de Hungría con la encomienda de ser acogida en la corte de Aragón durante el periodo de tiempo que se considerara necesario para su formación. El ruego de su padre en la carta que llegó con la princesa era que fuera educada en el seno de una gran corte, y solicitaba que fuera tratada como una simple camarera real o dama de compañía para que, así, se acostumbrara a realizar toda clase de tareas, conociendo sus penalidades, a fin de que, cuando llegara a ser reina, no exigiera de los demás lo que ella no había podido hacer por sí misma. A doña Leonor le parecieron sabias las peticiones del rey húngaro e incorporó a la joven a su corte personal, sin tratarla con mayor deferencia que a las otras damas. Y, en su ingenuidad, le había encomendado ser camarera del rey durante la estancia en la abadía, puesta a su servicio, convencida del respeto de don Jaime por la corta edad de la dama Violante.
—Me equivoqué —se lamentó la reina—. Porque mi esposo se ha amancebado con ella sin reparar en su rango ni pubertad. Y ahora no sé qué he de hacer.
—Bien sencillo —respondió el capellán—. Dejar que el rey se canse de la joven y luego enviarla de regreso a Hungría. Llevará aprendida otra buena lección.
—Pero ¿no comprendes, mi buen amigo, que mi esposo puede acabar encaprichándose de la dama y pretender retenerla a su lado?