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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (27 page)

Don Teodoro sonrió, benevolente.

—Qué poco conocéis a vuestro esposo, señora. ¿Encapricharse? ¿Acaso se ha encaprichado de otras damas más hechas y experimentadas que esa niña de la que me hablais? ¿Tan hermosa es?

—Pero... si no vale nada. Flacucha, sosa, pálida, sin nada de nada por delante ni por detrás... Una birria, vamos...

—O sea, una adolescente llena de hermosura y juventud —cabeceó el confesor—. Una preciosidad.

—¿Una preciosidad? —refunfuñó la reina—. Pero si hasta tiene un sarpullido de granos en la barbilla.

—Granos que, como imagino, le producen un insufrible desagrado a su majestad...

—¿Te burlas, don Teodoro?

—No —replicó el capellán—. Bueno, sí. No os deseo mentir. Me burlo porque a buen seguro sabéis que no hay nada que encienda más el deseo de un hombre que esa explosión de naturaleza que se produce en una adolescente cuando brota como un capullo de rosa para empezar a convertirse en mujer. Y, sinceramente, mi señora, cuatro purulencias de más o de menos no menguan ni un ápice ese deseo.

—¿Y qué debo hacer entonces, don Teodoro? ¿Asistir impasible a ese adulterio que se produce cada noche a tres puertas de mi aposento? ¿Eso aconsejas?

—O resignaros. Claro que también podéis enfrentaros a vuestro esposo y exigir la inmediata expulsión de la joven de todas las tierras del reino. En mi opinión, la primera opción casa más con el noble arte de la diplomacia.

—Y lo más discreto, ya lo sé. Pero la resignación es silenciosa y, aun así, se oye cuando cae en los abismos de la conciencia creando un malestar insoportable.

—Deberíais soportarlo.

—Pero la sensación de quien se resigna es que no es merecedor de ello. No es justo.

—No, ya lo sé. Se parece mucho al agobio ante la injusticia que sienten las buenas personas. Y vos lo sois.

—Cada vez creo menos en ello —concluyó doña Leonor.

La reina se quedó pensativa, sin saber qué decisión tomar. Expulsar a la joven Violante era la mejor solución, así el rey comprobaría la fortaleza de su carácter y su indisposición a soportar insultos ante su propia cara, pero por otro lado la partida se jugaba en una cuestión de Estado, y era muy posible que el rey de Hungría tomara la expulsión como una afrenta y las relaciones entre los reinos se vieran afectadas. Ella no sólo era una esposa; antes que nada era una reina y sus decisiones tenían que ser políticas. No, no podía tomar una decisión sin meditarlo con calma y sin ira.

—¿En qué pensáis, mi señora? —la interrumpió don Teodoro.

—En lo difícil que es ser reina, mi capellán. ¿Por qué no hablas tú con su majestad y le aconsejas lo que Dios te ilumine? Eres un hombre tan sabio...

—Tan sabio que la experiencia me ha enseñado a no interferir en asuntos de amores, mucho menos cuando se trata del rey, nuestro señor. Lo siento, doña Leonor, pero entre mis cometidos está confesar al rey de sus pecados cuando él lo decida y, de inmediato, darle la absolución. No soy un consejero político. Y por lo que respecta a esa joven, mi recomendación es esperar a ver el tiempo que se esmera el rey en sus halagos y, si se extiende más allá de los días en que permanezcáis en el monasterio, volver a pensar en ello. Mi opinión, modesta en todo caso, es que se trata de un juego efímero, de algo pasajero. En vuestra situación, por ahora, no le daría mayor importancia.

La reina atendió las explicaciones del capellán y, tras meditarlas, asintió con la cabeza y replicó:

—Puede que tengas razón, don Teodoro. Pero de todos modos lo pensaré. Muchas gracias por tu visita.

—Siempre a vuestro servicio, mi señora doña Leonor.

El capellán derramó su bendición sobre la reina y se dispuso a marcharse.

Pero antes de despedirse, don Teodoro hizo una reverencia a la reina y, terco, insistió:

—¿Me otorgaréis el favor de hablar al rey en favor de mis huesos? Os estaría tan agradecido...

Capítulo 11

Constanza de Jesús andaba dándole vueltas al enigma y, cuanto más lo pensaba, menos lo comprendía. ¿Tendría algo que ver la existencia del osario infantil con la muerte de las ocho novicias? ¿Qué significado tenía el enterramiento de aquel perro, cuya existencia negaba la abadesa, en lugar sagrado? ¿Tendría relevancia el origen de las víctimas y la valoración de su apariencia, o las coincidencias eran fruto de la casualidad? Y, sobre todo, ¿quién podía tener un acceso tan reiterado, libre y oscuro a la abadía para cometer sus crímenes y salir impune de ello? ¿Quién amparaba su presencia y por qué? En todo caso, eran demasiadas preguntas para la sequía de respuestas que se estaba dando en una época de tal lluvia de acontecimientos.

Ella, que había atesorado fama de tener ojos de Linceo, aquel de los argonautas que se caracterizaba por tener una vista muy penetrante, se encontraba ahora sin ningún indicio fiable y le resultaba muy difícil hallar un camino por el que seguir. De lo único que creía estar convencida era de que el autor de las muertes debía de ser el mismo que el de las agresiones sexuales, y fuera quien fuese el hombre que las cometía, de no ser el mismo diablo, debía de haber dejado alguna huella de su presencia, un rastro que se pudiera seguir. Por otra parte, había algo que no había indagado todavía, y era que, si bien los muertos no hablan, los vivos sí, por lo que estaba perdiendo el tiempo al no conversar con las novicias ultrajadas para tratar de obtener de ellas cuanta información quisieran darle. No había excusa para que permanecieran mudas, y si hablaran tal vez hallaría un poco de luz en la senda que hasta entonces permanecía en la más absoluta negritud. Era evidente que necesitaba alguna antorcha en aquella oscuridad y que hasta ese momento sólo disponía de un haz de velones, todos apagados.

En uno de los bolsillos de la faltriquera guardaba la relación de monjas violadas, según la nota escrita por la abadesa. Extrajo la cuartilla y se sorprendió al leerla. Eran tres. Sólo tres. Le parecieron pocas porque, a saber por qué, imaginaba que serían más. Quizá, cuando había estudiado la lista de doña Inés, había prestado tanta atención a la relación de las víctimas fallecidas que le había pasado inadvertido el hecho de que sólo fueran las hermanas catalanas Eulalia, Neus y Cixilona quienes sufrieron las agresiones sexuales sin el desenlace fatal de las hermanas aragonesas. Sea como fuere, al menos se trataba de testigos directos de los hechos, así que tenía que verlas y conversar con las tres, pero para ello antes debía solicitar la venia de la abadesa para que las reuniese y las autorizara a hablar.

Al llamar a la puerta de doña Inés y entrar en su estancia se la encontró de un humor tan agrio que a punto estuvo de dejarlo pasar y esperar al día siguiente para solicitar su demanda. En la sala estaban también Lucía y Petronila, con el rostro demudado y en absoluto silencio, y aunque Constanza ignoraba a qué podía deberse tal actitud, supuso que algo grave las ocupaba y su inoportuna intromisión podía ser mal recibida. Habría salido de la celda sin decir palabra, con cualquier excusa improvisada, de no ser porque doña Inés la apresuró con malos modos a hablar.

—¿Y ahora qué quieres tú, hermana Constanza?

El tono no sólo fue brusco, sino también descortés. Y fue precisamente esa rudeza, esa desconsideración, la que indujo a la monja navarra a no dejarse avasallar y a contestar con idéntica impostura.

—Quiero que ordenes a las hermanas Eulalia, Neus y Cixilona hablar conmigo.

—¿A santo de qué? —la abadesa no rebajó el tono.

—En primer lugar, porque me parece necesario para seguir con mi investigación —replicó con firmeza—, y en segundo lugar porque os lo pido en nombre del rey. ¿O acaso es preciso molestar en todo momento a su majestad para que se cumpla cualquiera de los requerimientos que os solicito?

—¡Dejemos al rey en paz! —exclamó la superiora de un modo que mostraba a las claras su repentino desprecio por la navarra o por don Jaime, imposible saberlo—. ¡Bastantes disgustos tengo con él para que vengas tú a acrecentarlos!

—No es mi intención, doña Inés.

—Bien. ¿Y se puede saber qué precisas saber de nuestras hermanas? ¿No sabes ya que nada vieron ni en nada pueden servirte? Hablé con ellas personalmente...

—Lo sé. Pero en la relación que me entregasteis figuran como víctimas de acometidas sexuales, y puede que recuerden algo que sea de utilidad para desenmascarar a sus agresores. Quizá si logro acertar en las preguntas adecuadas...

—Ah, ya. ¿Y tiene que ser ahora?

—En cuanto sea posible, sí.

—Bien —la abadesa se deshizo del embrollo con rapidez, como si fuera el menor de sus problemas—. Hermana Lucía, ve en busca de las hermanas Eulalia, Neus y Cixilona y diles que acudan de inmediato ante mí, que...

—Preferiría hablar con ellas en privado —interrumpió Constanza—. Opino que en la soledad de la capilla, antes de los rezos de vísperas, estaría bien.

—¡Pues que vayan a la capilla! —espetó doña Inés a Lucía sin recobrarse de su pésimo humor. Luego miró a Constanza—. ¿Satisfecha?

—Gracias. Allí las espero —dijo haciendo una reverencia y saliendo de la estancia.

Cuando se quedó a solas con Lucía y Petronila, la abadesa se pasó la mano por la frente y, sin elevar la voz, dijo:

—Ya lo veis: no descansa; y así no habrá manera de acabar nunca con esta pesadilla. Hay que hacer algo, hermanas. Pensadlo.

—Ya está pensado, madre abadesa —habló Petronila.

—Descuidad —añadió Lucía.

Constanza de Jesús se dirigió a la capilla para esperar el momento en que acudieran las tres monjas ultrajadas. En el camino fue pensando que algo doloroso estaban sintiendo la abadesa y las dos monjas para mostrar semejante estado de alteración, y le extrañó la irritación mostrada contra ella y, quizá, contra el mismo rey. Sin duda la desavenencia de aquella tarde y la derrota de doña Inés en el pleito habían propiciado su actitud. Las consecuencias de su enfado no las imaginaba; si se traduciría o no en alguna clase de venganza, tampoco. Más bien supuso que estarían buscando argumentos para excusarse ante el rey, si bien algo quedaba claro en todo ello: las tres mujeres eran cómplices y, cuando llegara la hora de responder, las tres tendrían que personarse en la causa.

Sentada en un banco del fondo de la capilla, Constanza rezó algunas oraciones mientras llegaban las monjas citadas. Faltaban pocos minutos para vísperas y temió que, si se retrasaban, tendría escaso tiempo para la conversación antes de que la comunidad al completo acudiera a la llamada del oficio. La capilla estaba escasamente iluminada por velones distribuidos a lo largo de la nave, y la penumbra, anaranjada, envolvía la iglesia en una atmósfera digna de temer, a imagen de las tinieblas de azufre del infierno, un buen escenario presidido por una imagen de Cristo crucificado para que las novicias no se atrevieran a mentir. Constanza se alegró de su buen tino a la hora de escoger el lugar.

Al final no tuvo que esperar mucho hasta que Eulalia, Neus y Cixilona entraron juntas en la capilla. Buscaron a la monja navarra, descubrieron su presencia y, siguiendo las normas, lo primero que hicieron fue arrodillarse y orar durante unos segundos. Luego pusieron fin a los rezos, se persignaron tres veces y se dirigieron hasta donde las esperaba Constanza. La luz era escasa, pero sus rostros temerosos relucían como antorchas y su prevención era tan visible como el más ornamentado de los candelabros.

—Sentaos, hermanas —las invitó Constanza—. Aquí, en esta misma bancada.

—Ave María purísima —respondieron las tres, igual que si asistieran a una confesión.

—Sin pecado concebida —replicó Constanza—. ¿Vuestros nombres?

—Yo soy Nieves de Urgel, hermana, pero aquí todas me llaman Neus.

—Yo Cixilona de Monteada.

—Y tú Eulalia, claro.

—Sí, hermana.

Eran tres muchachas jóvenes también muy atractivas, al igual que lo eran las aragonesas que había podido ver después de muertas. La más bella de las tres era Neus, sin duda, de una elegancia y una gracia muy especiales, además de una perfección de facciones que a buen seguro podría haber servido de modelo para que un artista realizara una acertada imagen de la Virgen María. Bonitas y sumisas, las tres daban la impresión de gozar de gran timidez, y por su tono de voz aparentaban mucha dulzura, aunque también pudiera ser apocamiento o intimidación ante una cita de cuya naturaleza lo ignoraban todo o que, desacostumbradas a hablar, su voz mostrase pereza a la hora de pronunciar palabras.

—Os he mandado llamar porque quiero que hablemos como buenas amigas —empezó Constanza—, y bien es sabido que las buenas amigas han de contárselo todo. ¿Puedo hablaros en confianza?

Todas afirmaron con la cabeza. Sólo Eulalia preguntó:

—¿Nos vas a castigar?

—¿Castigaros? ¿Por qué habría de hacer algo así?

—Yo pequé, hermana —confesó Eulalia.

—¿Cuándo?

—Cuando... aquello —bajó la cabeza y un ligero temblor se adueñó de su barbilla—. Me confesé con el capellán y me dio la absolución, pero no puedo dejar de pensar en que fui una gran pecadora.

—Bueno, bueno..., no hay razón para tal —intentó tranquilizarla la navarra—. No, nada de castigos; yo sólo quiero que me contéis todo lo que sea útil para la investigación que estoy llevando a cabo en la abadía por encargo de vuestra abadesa doña Inés y a petición de su majestad el rey don Jaime I, nuestro señor. ¿Me ayudaréis?

Las monjas, otra vez, afirmaron con la cabeza.

—Cuéntame cuanto recuerdes de ello —se dirigió a Eulalia.

—Pues... —titubeó la novicia—. Apenas recuerdo lo que pasó. Era medianoche. Yo dormía después de haber rezado las completas, y no sé el tiempo que pasó hasta que me despertaron unas manos que me acariciaban el cuerpo... Al principio pensé que se trataba de un sueño, de una mala pesadilla... En aquella absoluta oscuridad no podía ver nada, y las caricias, cada vez más avariciosas, se adentraron por todos los resquicios de mi cuerpo, incluso en los más impúdicos. Traté de defenderme, te lo aseguro, hermana, pero a mi primer impulso siguió una mano que me selló la boca con fuerza. Me hacía daño... Luego él me amordazó con un pañuelo mojado para que no gritara y luego, luego... —los ojos de Eulalia se llenaron de lágrimas.

—¿Y luego? —preguntó Constanza.

—Apenas lo recuerdo porque empecé a sentir una especie de mareo y de pronto tenía mucho sueño: era como si a punto estuviera de perder el sentido. Pero no quedé inconsciente, porque asistí, sin fuerzas para poder evitarlo, a que él me fuera desvistiendo de mi camisa de dormir, que me volviera de espaldas, que me atara las manos y después... Oh, Dios mío... Yo estaba inmóvil, no podía oponer resistencia. Y él, él...

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