Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
La abadesa, sin apenas comer, intimidada por la congoja del rey, titubeó antes de solicitar licencia real para abandonar la mesa, con la excusa de cumplir con algunos asuntos del monasterio. Frente a ella, Constanza, impresionada también por el desmoronamiento del ánimo del rey de Aragón, apartó el plato de ella y se recogió en una meditación que se parecía mucho a una oración. La joven húngara, inocente y cohibida, sintió tanta pena por las lágrimas de su señor que hizo grandes esfuerzos para contener el temblor de su barbilla y evitar deshacerse en un llanto ruidoso y convulso. Ninguna de las tres sabía los motivos de don Jaime para sumirse en semejante estado, pero las tres desearon no haber estado presentes en aquella desoladora situación. Doña Inés de Osona fue la más atrevida.
—Con vuestro permiso, mi señor, voy a efectuar algunos menesteres. ¿Me dais vuestra venia?
—Ve, sí —tomó aire el rey antes de contestar—. Y tú, Constanza, por favor, dime algo que hayas averiguado.
—En seguida, señor.
Don Jaime se volvió hacia Violante para tomar la toalla que portaba en la mano y se enjugó las lágrimas. Al ver en tal estado a la joven, se compadeció de ella y le dio licencia también para que se fuera a descansar a la celda. Pidió a las monjas del servicio que dejaran las frutas sobre la mesa y que abandonaran la sala. Sólo quedaron Constanza y él cuando fueron cerradas las puertas del comedor.
—No os preguntaré nada, mi señor, pero ruego a Dios para que cuanto os haya sucedido se resuelva lo antes posible.
—Ya no se resolverá, mi querida Constanza. Ahora te narraré lo que me ha sido dado presenciar. Te aseguro que nunca asistí a tan diabólica escena. Acércate. Toma asiento más cerca de mí.
El rey le describió a Constanza el macabro descubrimiento con todo lujo de detalles, sin escatimar puntualizaciones horrendas y sensaciones estremecedoras. Tampoco eludió hacerse preguntas sobre la causa de tales hechos y la responsabilidad de sus autores, que no dudó en dejar caer sobre doña Inés de Osona, la abadesa, a quien habría que preguntarle por semejante matanza.
La monja navarra, perpleja por el relato que escuchaba, hizo notar en repetidas ocasiones que aquél no era el único enigma sobre el que habría que preguntar a la abadesa, porque ella había encontrado un perro enterrado en el cementerio de la abadía sin razón que explicase el insólito lugar escogido para su inhumación y, por otra parte, no era descabellado indagar su opinión acerca del hecho de que todas las víctimas fueran hermosas, habiendo declarado ella lo contrario, y además coincidentes en su origen aragonés, algo que no se le antojaba una mera casualidad. Tanto Constanza como el rey coincidieron, una y otra vez, en que era muy extraño cuanto estaba ocurriendo entre aquellos muros, y que era imposible que la abadesa no hubiera sido consciente de ello ni tuviera alguna respuesta que dar. Todo ello sin excluir el hecho del trato infame que recibían las monjas enfermas, los abortos provocados sin el consentimiento de las novicias y el hecho, más que sorprendente, del derrumbamiento del
scriptorium
en esos mismos días, con la naturaleza de la extraña biblioteca que, por los libros hallados por el rey, había sido puesta en evidencia.
—No sé nada de esa biblioteca, mi señor —se extrañó Constanza, llevándose la uña a la nariz y al pómulo derecho.
—Deberías verla —cabeceó el rey, lamentándolo—. Si algún resto ha quedado, debería ser apartado de la inocencia de las santas cenobitas que habitan este convento. No hallé otra cosa que obras que se burlan y mofan de la bondad, que se hunden en el fango de la lujuria, que atentan contra la virtud y que loan las malas artes; textos latinos y griegos sólo aptos para cristianos curtidos en las más variadas lecturas, y por tanto recios para el escándalo, o para infieles ajenos al servicio de Dios. Y eso que, al decir de la abadesa, apenas han sobrevivido un puñado de obras, aunque no deja de ser una fatalidad más que Lucifer se haya esmerado en que los rescatados sean textos de su agrado.
Constanza de Jesús afirmó dos o tres veces con la cabeza y se quedó pensativa. El rey, entre tanto, fue mordisqueando una manzana y bebió repetidas veces de su copa de vino. Luego se introdujo en la boca un dulce.
—¿Sabéis lo que pienso, mi señor? Que ni preparándolo con todo esmero es posible hacer que converja tal sarta de hechos extraños en un lugar como éste y en tan breve espacio de tiempo.
—Coincido contigo, amiga mía. Hay que iniciar la investigación por el lugar más doloroso de todos: la propia abadesa.
—Mucho me temo que así ha de ser. ¿Y qué proponéis, señor?
Don Jaime quedó pensativo. Desconfiar de doña Inés sin que ella lo sospechase era ardua labor; y encontrar el modo de tenderle una celada para descubrir sus pecados, un juego demasiado complicado en el interior de la propia abadía, en la que, unas por afinidad y otras por temor, ninguna monja se atrevería a ser cómplice de alguna emboscada. Tampoco era sencillo alejarla de su convento con alguna excusa, pues de ello deduciría que estaba siendo investigada y dejaría sin valor cualquier acción que sobre ella se emprendiese.
—No sé qué podría hacerse, Constanza. No lo sé.
La navarra tamborileó con los dedos sobre la mesa y empezó a rascarse, sin motivo, orejas, papada y cuello. Y de repente, igual que si el Espíritu Santo le hubiese iluminado y ella no diese crédito al fenómeno, abrió los ojos con desmesura y exclamó:
—¡Ya lo sé, majestad! Se me acaba de ocurrir que... Sí, eso es... Puede dar buen resultado... ¿Cómo no lo habré pensado antes?
—El rey, nuestro señor, se ha comportado de un modo muy extraño. ¿No opináis igual, mi señora?
La reina intentó descubrir las intenciones de la pregunta de su dueña Berenguela y tardó en responder. Ella, que había regresado a sus aposentos tan contenta después de salvar la integridad de Águeda, achacándolo a la bondad de su esposo don Jaime, de pronto se olvidó del indulto de la lengua de su dama y reflexionó sobre lo que expresaba la dueña. Y si Berenguela había encontrado algo extraño en el comportamiento del rey, había que atenderlo, porque no era mujer que hablara a tontas y a locas.
Era cierto que don Jaime se había presentado en el comedor como si regresara de haber perdido una buena pieza de caza o tras haberse informado de que su halcón preferido había sido muerto por un descuido de su maestro cetrero. O de que su Alférez Real se había pasado al enemigo. Pero la reina sabía que su esposo, de vez en cuando, perdía sus pensamientos en asuntos del reino y no atendía ninguna otra razón. Aunque ella había pensado y continuaba persuadida de que el verdadero motivo del amohinamiento del rey tenía que ver con el descubrimiento de su infidelidad, practicando adulterio con la joven húngara, y por ello se había presentado en el comedor atemorizado ante la previsible indignación de su esposa y la recriminación silenciosa de todos los presentes, la pregunta de la dueña le hizo buscar otros motivos.
—Un poco extraño, sí —respondió al fin doña Leonor—. Pero creo que tenía razones para comportarse así.
—¿Razones? —se sorprendió la dueña—. No imagino qué razones pueden haber influido en su ánimo, con las escasas posibilidades que ofrece la vida monacal de esta abadía.
—Hazme caso, Berenguela —la reina trató de reafirmarse en su idea—. Conozco bien a mi esposo y sospecho que su comportamiento, más que extraño, habría de calificarse de arrepentido.
Las damas, todas, volvieron sus ojos hacia su señora para ver si lograban entender a qué se refería. Berenguela, en cambio, negó con la cabeza, resopló y, volviendo a dar algunas puntadas sobre su bastidor circular, rezongó:
—Mi reina es una ingenua. ¡Bendita sea!
—¿Por qué dices eso, dueña? —endureció su gesto doña Leonor—. ¿Ingenua yo?
—Sí, mi señora —alzó los ojos Berenguela, desafiante—. Estáis pensando que al rey le preocupa que se hayan levantado sospechas sobre él y la dama Violante, y os aseguro que jamás, desde que le conozco, ha tratado de disimular sus correrías de faldas, ni mucho menos se ha alterado ante la posibilidad de que os enojéis u os sintáis ofendida por ello. Y si no lo ha ocultado en los últimos años, imaginar que lo hace ahora, cuando es público su deseo de anular vuestro matrimonio, se me antoja de gran ingenuidad.
—En eso tienes razón, Berenguela —aceptó la reina—. Pero una cosa es distraerse en las estancias apartadas de alguno de sus castillos y otra venir a pecar en los adentros de un santo convento. Su concepto de la moral...
—Perdonad, mi señora —interrumpió la dueña, con energía—, pero a nuestro señor, el rey, no le place disimular. Nunca lo hace. Sólo ha de disimularse cuando la trastienda de los pensamientos almacena cerezas de malicia, y el rey no tiene malicia a la hora de satisfacer sus deseos: los satisface con gran naturalidad, convencido de que tiene derecho a hacerlo y que por su condición real le corresponde.
Doña Leonor calló ante la gran verdad que escuchaba de labios de su dueña, una verdad de la que ella se había olvidado o nunca había llegado a descubrir con tanta claridad. Tal vez fuera cierto que, después de todo, fuese una gran ingenua. De pronto se dijo que la vida la había convertido en una vulgar imitación de lo que quiso ser, de aquello a lo que le habría gustado parecerse, que no era otra cosa que una esposa amada por un hombre sincero que, a cada falta cometida, le siguiera un arrepentimiento profundo. Y el rey no era así: ni la amaba ni se arrepentía de hacer cuanto le complacía. Las damas volvieron a su labor, tristes, y Berenguela a su bastidor, apenándose de su señora. La reina, entonces, se levantó y fue a asomarse a la ventana para contemplar la amplitud de los campos y depositar allá, al fondo, donde el horizonte se dibujaba, su mirada perdida, abatida y desmayada, para no ver nada y poder leer con mayor claridad los pensamientos que se iban escribiendo dentro de ella.
Los malos pensamientos, como las ideas, se escriben en la cabeza; las emociones, sean alegres o tristes, se escriben en el corazón. Pero en ese momento confuso, la reina encontró mezclados unos y otras y, como si de un amasijo se tratara, los pensamientos y las emociones se le quedaron grabados en el estómago, arañándolo y produciéndole un intenso dolor que soportó sin gesto alguno ni verter una lágrima.
Silencio. Dolor. Humillación.
Miedo.
—En tal caso, ¿a qué responde, según tú, el comportamiento del rey, Berenguela? —la reina hizo la pregunta sin apartar la mirada del horizonte.
—Prefiero no pensarlo, mi señora.
—¿Qué quieres decir? —en ese momento doña Leonor volvió veloz la cabeza y miró intrigada a su dueña.
—Dios me perdone —se santiguó la mujer, y guardó silencio.
Sancha dejó de hilar, se levantó y se acercó a Berenguela.
—¡Me estás asustando, dueña!
—Y a mí también —añadió Teresa.
—A todas —concluyó Juana.
—Tienen razón —afirmó doña Leonor—. Esas palabras, y sobre todo esos silencios son armas cargadas de malos presagios y te exijo que dispares pronto las flechas para que yerren el blanco de nuestros temores.
—Serían disparos certeros, mi señora —lamentó Berenguela. Y susurró—: Por desgracia.
—¿Quieres decir...? —inició la reina una frase que no acabó.
Berenguela dejó bruscamente sus utensilios de costura sobre el bastidor y, con la dureza de su avanzada edad cuarteando su rostro, las miró a todas ellas, deteniéndose finalmente en doña Leonor.
—¡No! ¡No, mi señora! ¡Yo no digo que corramos peligro alguno ni afirmo que esté pasando por la mente del rey la idea del asesinato! ¡De vuestro asesinato y, si menester fuera, el de todas nosotras! ¡No, no soy yo quien lo dice!
—¿Entonces...? —se sorprendió la reina.
—¡Lo decís vos, mi señora! ¡Vos! Nos lo dijisteis por el camino, antes de llegar al convento; y en estos días cualquiera lo puede leer en vuestros ojos, oír en vuestras pesadillas y sentir en vuestra inquietud. ¡Y no quiero veros sufrir, mi señora! ¡No puedo...! ¡No... puedo...! —La dueña se abrazó a la reina y se hundió en un llanto desconsolado.
—Vamos, vamos... —trató de calmarla doña Leonor—. Serénate, por el amor de Dios, serénate...
En el silencio de la sobremesa sólo se oían los gemidos de la dueña Berenguela entre el gran desbordamiento de sus ojos, desaguándose. Un zureo de palomas torcaces y el chasquido de sus aleteos, reemprendiendo el vuelo, llegaron del exterior igual que un aplauso al final de un drama. El miedo se extendió por la sala real como se reparten mendrugos a los mendicantes y cada una de las mujeres mordisqueó su trozo por obligación, con codicia, aunque no tuvieran esas hambres. Fue como si, de pronto, se hiciera de noche.
Y una mayor oscuridad nubló la estancia cuando Teresa, tal vez sin pensarlo, pronunció aquellas palabras:
—Dar muerte al rey.
La reina no debió de oír bien el murmullo porque siguió abrazada a la dueña en su labor de compasión y consuelo. Pero las otras damas, Juana, Sancha y Águeda, incluso la propia Berenguela, oyeron tan limpiamente la frase que sintieron un escalofrío. La voz de Teresa, musitada sin pudor, se convirtió en un eco que fue repitiéndose muy dentro de sus cabezas, con tal fuerza que muchas de ellas creyeron estar susurrándola con sus labios. Sus gestos se convirtieron en hieráticos; sus ojos se abrieron como amaneceres; sus manos se crisparon hasta mostrar el mapa de sus venas en el dorso, como si estuvieran ansiosas de sostener el puñal de la traición. Anocheció en sus cabezas y las invadió el miedo.
Nunca debería haberse pronunciado tal frase.
La reina, ocupada en el abrazo a Berenguela, no oyó lo que se había dicho pero, de inmediato, notó que el aire se congelaba y que en la estancia algo se había detenido. Sorprendida, se apartó un poco de la dueña y miró en derredor. Sus damas, petrificadas, se habían convertido en estatuas. Parecía como si se les hubiera olvidado respirar, de lo inmóviles que se quedaron.
—¿Qué os sucede? —preguntó, intrigada—. ¿Ha ocurrido algo que deba saber?
Las damas recobraron algún movimiento espasmódico, iguales que convulsiones febriles, y entrecruzaron miradas por ver si alguna de ellas se atrevía a repetir lo dicho. Teresa bajó los ojos; Sancha se llevó las manos a la cara, cubriéndosela; Juana sintió que perdía el sentido y se apoyó en el reclinatorio para no caer, y Berenguela, apartándose de su señora, afirmó dos o tres veces con la cabeza.