Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Ahora trataré de dormir un poco. Es preciso descansar. Guardad silencio, por favor.
—Naturalmente, señora —respondió Sancha.
Nada más tenderse sobre el lecho, apenas cubierta por un manto de lana azul que protegía su cuerpo desde los pies hasta el vientre, los pensamientos de la reina iniciaron un vuelo rasante que muchas veces estuvieron a punto de estrellarse con sus alas rotas contra los riscos de la tierra dura. Eran ideas fugaces, meditaciones huidizas, unas veces de fuego y otras de hierro, pero siempre intensas, robustas. Ninguna de ellas, empero, le arrancó una mueca placentera; al contrario. Por eso Teresa y Juana, que no durmieron, observaron dos lágrimas silenciosas deslizarse por la mejilla de su señora hasta llegar a humedecer la almohada. Nada dijeron, ni siquiera se miraron, pero supieron que los pensamientos de la reina dolían como sólo duelen las primeras horas del luto o las últimas del amor.
Volaron pensamientos de su infancia en Peñaranda de Bracamonte y en Las Navas, cuando aún creía que el amor era planta que, bien regada, no conocía el semblante mustio ni la hora final. Volaron imágenes de risas y juegos con su hermana doña Berenguela, cuando cruzaban apuestas adolescentes en el jardín sobre cuál de las dos casaría antes y cuál de los esposos tendría mayor nobleza. Volaron recuerdos de noche de bodas y de noches de lobos, de pequeños placeres y de grandes complacencias. Volaron, rasas como vencejos en víspera de tormenta, ideas de suicidio e intenciones de reclusión. Y al final, antes de decidir que nunca más yacería con su esposo, el rey, salvo que fuera forzada y se le ordenase, voló el recuerdo del monasterio de Santa María La Real de Las Huelgas, en donde se recogería en cuanto don Jaime obtuviera, como sin duda lograría, la anulación de un matrimonio que era válido a los ojos de los hombres y de Dios, de ello estaba segura, pero ante el que los hombres los cerrarían y Dios esperaría paciente el Juicio Final para pedir cuentas a los vástagos de la estirpe de Caín.
Decidió que su única preocupación, a partir de ahora, sería el príncipe don Alfonso, aun sabiendo que si el rey decidía custodiarlo tras la anulación, también se lo arrebataría. Y ese robo no sería sólo una pérdida: para una madre sería igual que una mutilación. Doña Leonor pensó en su pequeño y no pudo evitar que dos lágrimas, como perlas, rodaran hasta la almohada.
Y luego se quedó traspuesta, soñando que aprendía a volar para escapar por el ventanal y volver de nuevo junto a su madre, sentarse a sus pies y abrazarse a sus piernas para cobijarse a la sombra de su imponente figura.
El miedo siempre busca refugio. Y ninguno mejor que el que ofrecen padre o madre, sin pedir nunca nada a cambio, cuando los temores se presentan de improviso en la indefensión de la infancia, en la soledad de la juventud o en la zozobra de cualquier otra edad.
—Y ahora, si te place, dime ya, Constanza —el rey se recostó en su sillar, mostrándose impaciente—. ¿Has descubierto algo?
Constanza de Jesús se inclinó hacia sus papeles y los extendió sobre la mesa, apartando los platos que le estorbaban. Se tomó su tiempo antes de responder, revisando algunos nombres y datos. Finalmente preguntó:
—¿Podríamos quedar a solas, señor?
—Naturalmente. —Don Jaime miró, una por una, a las benedictinas del servicio y a la propia Violante, que seguía de pie a sus espaldas—. ¿Os importaría dejarnos a solas?
—No, claro —respondió una de ellas. E indicó a las demás que salieran deprisa de la estancia, lo que hicieron después de inclinarse en una reverencia.
—Tú también, Violante —se volvió a la joven dama—. Ve a descansar un rato.
—Como ordenéis, mi señor.
Una vez solos Constanza y el rey, la monja navarra agradeció el gesto de don Jaime con una leve sonrisa y procedió a relatar de corrido cuanto había comprobado.
—Veamos. En primer lugar, señor, hay algunas coincidencias que, por otra parte, eran obvias: todas las religiosas asesinadas eran jóvenes. La menor tenía quince años; la última, la que fue ayer mismo enterrada, llamada..., a ver..., sí, doña Isabel de Tarazona, tenía diecinueve. Sólo una de ellas, doña Sol, tenía ya sus buenos veintidós años. Pero, como observaréis, este dato de su común juventud nos demuestra que este monasterio es más seguro cuantos más años se han cumplido, lo que por otra parte no deja de darme, todo hay que decirlo, una cierta tranquilidad. Ocho mujeres asesinadas en la flor de la edad es un primer dato que hay que tener en cuenta.
—Continúa —aceptó el rey.
—En segundo lugar, hay algo incluso más importante que lo primero, y es que la abadesa y sus ayudantes redactoras del informe coinciden en que las religiosas no podían ser consideradas de una especial belleza, sino más bien todo lo contrario. No es que empleen en su relato una palabra contundente para calificarlas de feas, de deslucidas, repulsivas y malencaradas, o de un modo menos comprometido, como declarar que no eran agraciadas o graciosas en vida; se limitan a exponer que, a su criterio, ninguna de ellas tendría atractivo como damas de corte, y que fuera de estos muros no habrían encontrado cobijo en caballero alguno que las desposase. Y esa fórmula repetida para todas las víctimas, a mi entender más tajante aún que las no empleadas, demuestra una coincidencia que a mí, personalmente, me ha llamado mucho la atención. No sé qué opinaréis vos...
—Prosigue, por favor. —El rey quería seguir escuchando la totalidad del relato antes de empezar a valorar y debatir las conclusiones de la monja navarra.
—Bien. En tercer lugar, y de ello tampoco puedo obtener aún explicación significativa alguna para mi investigación, es que casual y sorprendentemente las ocho víctimas eran naturales de Aragón, ya fuera de Tarazona, Zuera, Monzón, Alagón, Sabiñánigo o Caspe, cuando por otra parte la mayoría de las benedictinas del cenobio son catalanas. Y son ellas, las catalanas, por el contrario, las tres que han sufrido las agresiones sexuales y las brutales violaciones. Tal vez sea por pura casualidad, no lo niego, pero que mueran las aragonesas y se mancille a las catalanas, no sé... Resulta llamativo, al menos. Tendría que pensar sobre ello para llegar a alguna conclusión, señor, porque la coincidencia, como comprenderéis, creo que merece un estudio más detenido.
—Sí que se antoja sorprendente, en verdad —don Jaime abrió los ojos con desmesura y se mesó el cabello, considerando el alcance de los datos expuestos.
—Lo mismo pienso yo. En fin, prosigo, señor: una cuarta y última información que puede extraerse de los papeles redactados por la abadesa es que todas las religiosas que han confesado ser víctimas de agresión sexual han sido calificadas de bastante o muy bellas, en una proporción similar. Así es que, según doña Inés, las feas han sido asesinadas y las hermosas sólo ultrajadas. Tampoco sé qué pensar de esta coincidencia.
—¿Algo más? —preguntó el rey.
—Por ahora, no hay más, señor —respondió Constanza mientras volvía a revisar sus papeles y anotaciones—. En todo caso, añadir que dentro de una hora exhumaremos el cadáver de doña Isabel de Tarazona y entonces estudiaré su cuerpo, por si encontrara algún indicio que ayude a nuestra investigación.
—¿Te ayudará la abadesa?
—Me ha asegurado la colaboración de cuatro religiosas de cierta edad, tanto para proceder al desenterramiento como para presenciar mi estudio y, si lo creo oportuno, volver luego a practicar la inhumación del cuerpo.
—Perfecto. En ese caso, espero que puedas decirme algo más después de vísperas.
—Lo haré. ¿Cenaré con vos?
—Así lo espero.
Cuando don Jaime entró en su aposento, encontró a la joven Violante tendida en la cama, durmiendo la siesta, sin desvestir. La niña estaba rendida por la escasez del sueño conciliado durante la noche anterior, y melancólica por el aburrimiento sufrido a lo largo de toda la mañana a la espera de recibir alguna instrucción del rey que la entretuviese, lo que finalmente no se produjo. La entrada de don Jaime en la estancia, aun no siendo cuidadosa, no la despertó. Estaba tendida de manera descuidada sobre el lecho, profundamente dormida y con el semblante plácido de quien está entregado a un sueño intenso y hondo, infantil. Iluminada por la claridad de la tarde, parecía una hermosa sirena recién florecida a la pubertad. El rey quedó tan deslumbrado por esa imagen que cerró la puerta con tiento, se acercó al borde del lecho y se detuvo a contemplarla, inmóvil, casi sin respiración. Si la belleza podía tener cabida en los versos de un poeta del califato de Córdoba, apenas si tenía espacio en la figura de aquella princesa húngara para mostrarse en todo su esplendor.
Don Jaime permaneció un rato absorto, sintiendo los latidos de su joven corazón retumbándole por todo el cuerpo y temiendo que, de tan escandalosos, llegaran a despertarla. La sangre le convirtió las orejas en incendios y las mejillas en ascuas. No pudo contenerse: avanzó hacia ella, descorrió el tul del manto que le cubría el cuello y el busto y contempló el nacimiento de sus pechos en el escote cuadrado de su vestido verde con bordados de oro. Con la yema de su dedo índice recorrió aquella piel nueva, en una caricia tan leve como el viaje de una hormiga minúscula. Y luego recorrió sus labios de niña con idéntico mimo, temiendo despertarla pero imposibilitado para contener la fiebre que aquella visión le producía. Y de pronto se asustó: si la niña sentía la caricia, si el pajarillo despertaba, se asustaría y echaría a volar. Y nacería una desconfianza que sembraría temores hacia su señor, lo que no le convenía. Así es que decidió contenerse, caminar con cautela hacia atrás, sentarse con cuidado frente al lecho y conformarse con la contemplación de aquella bellísima imagen.
Violante tenía la piel limpia, el cabello largo y rizado del color del centeno y las manos leves como si carecieran de peso. Sus dedos eran finos y alargados; sus uñas, rosas, y sus muñecas, de alabastro. Su rostro carecía de huellas que delataran el paso del tiempo por su juventud, y su frente, distendida, parecía un lecho de nieve virgen, recién caída. El no podía saberlo, pero sus labios simulaban sonreír en medio de un sueño indescifrable. Tal vez su mente dormida estuviera viajando por algún juego infantil redivivo, o abrigada por un abrazo de su padre el rey don Andrés II, o con las manos entrelazadas en una ronda de infancia cantada por un coro de niñas en los jardines palaciegos de su lejano hogar húngaro. Era imposible saber con qué soñaba Violante en aquellos momentos, pero, fuera lo que fuese, don Jaime observó que levitaba feliz en su viaje onírico. Como si los duendes de lo inconsciente tiraran con fuerza de la comisura de sus labios para mostrar el regocijo del buen sueño.
Excitado en su contemplación, complacido en el lienzo, conformado con beber en la distancia los efluvios de su belleza, qué lejos estaba don Jaime de saber que la joven Violante estaba viviendo el recuerdo del momento en que su padre le había mostrado una tablilla con el retrato del rey de Aragón y le había encomendado servir en su corte para que tomara cuantas lecciones él quisiera darle, incluso las nacidas del amor porque, como toda Europa sabía, pronto sería anulado su matrimonio y una alianza con los reinos españoles sería una garantía de solidez para el reino de Hungría. Y desde ese momento, más gozosa por lo apuesto del aragonés que seducida por la conveniencia de las razones de Estado, la propuesta de viajar al sur se convirtió en una idealización del amor, largamente disimulada pero felizmente hecha realidad cuando la reina doña Leonor, sin sospechar nada, había decidido ponerla al servicio de quien pronto dejaría de ser su esposo. Y con aquella contemplación de la tablilla soñaba Violante y por eso los duendes del placer estaban correteando por sus labios tirando de las comisuras para hacer más visible el regocijo del sueño en que se entretenía.
Don Jaime no podía imaginarlo. Ni siquiera ella recordaría lo soñado cuando llegase el momento de despertar. Pero tanto y tan fuerte era su deseo que se prometió que, al caer la noche, cuando de nuevo se tendiera a su lado, gozaría de ella.
Aunque tuviera que hacer valer su autoridad.
Por eso prefirió dejarla dormir y descansar. Y, con el mismo tiento con que se movió por la estancia, salió de ella para visitar a la abadesa en su celda y que así le mostrase los secretos escondidos de su cuarto de labor, como había prometido. Secretos de monja escondidos... ¡Qué extraño!
¿Qué secretos podían ser aquéllos?
Cuatro monjas benedictinas, en fila de dos, avanzaban solemnes por el camino de tierra de la sacramental, con las manos entrelazadas sobre el pecho, musitando rezos, y los ojos desmayados en el suelo. Recorrían el sendero de sepulturas como si avanzaran por las calles del infierno sin querer mirar a los lados, no fuera a ser que alguno de aquellos restos fuera a levantarse, levitar y afearles la profanación. El cielo se había cubierto de nubes negras, acompasando el luctuoso itinerario que la abadesa les había obligado a realizar. Tras ellas, en actitud completamente diferente, observándolo todo y deteniéndose en la lectura de nombres y fechas, Constanza de Jesús iba serena a cumplir su misión, sin importarle si aquellas tumbas, habitadas o no, tenían pretensiones condenatorias. La mayoría llevaba inscripciones con nombre de mujer, pero también había nombres de hombre, sin duda de cuando el cenobio era mixto. Constanza remiraba, de vez en cuando, un nombre en particular y se detenía a guardarlo en la memoria, como si significara algo para ella; o por mera afición a guardar en la memoria apellidos raros. El cortejo de cenobitas seguía su lenta andadura por el suelo terroso, en algunas partes embarrado por las lluvias de la noche anterior, en dirección a la lápida bajo la que se guardaba el cuerpo de la joven doña Isabel de Tarazona, recién inhumada. Un perro aulló en la lejanía. Y un relámpago alto avisó del redoble del trueno que unos segundos después sacudiría la tarde.
Un camino de cementerio recuerda cómo será el futuro de quien lo recorre y por eso estremece darse cuenta de lo inevitable del destino. Pasearlo es también un desafío al porvenir, una especie de burla a la muerte. Es igual que una danza carnavalesca que muestra el disfraz que se viste y que tarde o temprano habrá que apartarse para enseñar la realidad de la osamenta y las carnes huidizas, fugitivas. Las cuatro monjas lo recorrían, a su pesar, pensando en ello, silabeando rezos, con las arrugas de la cara supurando miedo. Por el contrario Constanza, tras ellas, transitaba el camino con la misma indiferencia que si anduviera sobre las baldosas de un pasillo hacia la sala del comedor, aunque algo más expectante que cuando sabía que allí le esperaba la insípida sopa de todos los días. Y es que con lo que se iba a encontrar era con un cadáver nuevo, enterrado treinta horas antes y muerto un par de días atrás. Un cadáver que tendría muchas cosas que contarle. Y ese manjar, para su curiosidad investigadora, era muy apetecible.