Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Todo está dispuesto, señor. En la sala contigua.
—¡Pues vamos ya! ¿A qué esperas?
Violante inclinó la cabeza y corrió a abrir la puerta para que saliera el rey. Intimidada y asustada, se ruborizó, sin atreverse a levantar los ojos del suelo. Sólo susurró:
—¿Os acompaño o me quedo aquí, adecentando la estancia?
—¡Acompáñame, por supuesto! Y oye bien lo que te digo: nunca te cases con un mentecato, ¿has oído bien? ¡Ni aunque sea rey!
—Sí..., mi señor —titubeó—. Pero no comprendo esa palabra..., mentecato... ¿Vos sois un mentecato?
Don Jaime la miró, confundido. No era posible que osara preguntar algo así, ni que se arriesgara con semejante ofensa, de modo que prefirió pensar que todo se debía a su ingenuidad y a las dificultades propias de su corta estancia en la corte para poder comprender y expresarse bien en idioma extraño. Se limitó a acariciarle el pelo y sonreír antes de salir por la puerta.
—Pudiera ser... —aceptó.
En el comedor esperaba la reina doña Leonor de Castilla, sentada a la mesa y sin probar los alimentos que habían dispuesto ante ella. A sus espaldas, la dueña Berenguela y las otras cuatro damas a su servicio permanecían de pie, asistiendo al desayuno de su señora. En un extremo de la mesa, sin decir palabra, se afanaba Constanza de Jesús en dar cuenta de una hermosa manzana, engullendo pasteles de crema entre bocado y bocado al fruto de Eva. Cuando don Jaime entró apresurado en el salón, ella no dejó de comer. Sólo la reina alzó la cabeza y esbozó una cálida sonrisa.
—Buenos días, mi señor. ¿Descansasteis bien? —preguntó dulcemente.
—Perfectamente —respondió con sequedad el rey, tomando asiento. La joven Violante se situó tras él, de pie, sin atreverse a mirar a las otras damas de la reina por si descubrían en su rubor el modo en que había pasado la noche—. Compruebo que hoy habéis madrugado mucho, mi señora...
—Un poco. Me levanté al toque de maitines —informó con calma doña Leonor, redoblando la amabilidad de su sonrisa—. He asistido a las oraciones de la mañana durante más de una hora y luego os he estado esperando para desayunar.
—Esperáis por vuestra voluntad, no por la mía —le respondió con brusquedad.
La reina bajó los ojos y suspiró. Luego pidió que le sirvieran un vaso de leche caliente y, después de probarla, volvió a dirigirse a su esposo.
—¿Algo os ha contrariado, mi señor?
—Nada, señora. —El rey se metió en la boca un pedazo de pan recién hecho y cambió de conversación—. ¿Ha llegado alguna noticia de nuestro hijo Alfonso?
—Aún es pronto —respiró profundamente la reina—. Ordené que enviaran un emisario con noticias cada dos días salvo que el príncipe enfermase. Y ya sabéis que nuestro hijo, a sus ocho años, goza de excelente salud. Gracias a Dios, está hecho un roble.
—Está bien.
—Toda la corte sabe que ha salido a vos —intentó volver a ser amable doña Leonor.
Don Jaime no respondió al halago. Se concentró en comer unos dulces, seleccionar una pera para mordisquearla, desmigar un trozo de pan de trigo en su tazón de leche e ingerirlo despacio, masticando los trozos de pan que engullía al beber. De repente pareció descubrir a Constanza en el extremo de la mesa.
—¿Has hablado ya con la abadesa, hermana Constanza?
—Un poco —contestó después de tragar y vaciar la boca del pastel que disfrutaba.
—¿Y...?
—Tal vez, mi señor, no deberíamos incomodar a la reina con algunos detalles... Al menos mientras desayuna. Si os parece...
—Está bien. Cuando acabemos, quédate conmigo y me informas de lo que sea menester. ¿Es necesario que ordene a la abadesa lo que me pediste o ya sabe mis deseos?
—Los conoce —afirmó la monja navarra—. Y ha solicitado hablar con vos de ello antes de tomar una decisión que pudiera ser considerada por la comunidad como una profanación. Me ha dicho que no soportaría el peso de su alma y que prefiere que la responsabilidad sea vuestra.
—¡Palabra de monja! —el rey golpeó la mesa, enfurecido—. ¡Esta gente de Vic, siempre buscándose protección para descargar sus culpas sobre los demás! ¡Incluso sobre las espaldas del rey! No me gustan esos modos hipócritas, Constanza. ¡No me gustan nada! Ofender sin alterar la voz, ser maestro en simular cortesía y buena crianza y fingir modales pulcros mientras se dilucida la mejor manera de apuñalar por la espalda... ¡No me gustan!
—Señor... —intercedió Constanza—. A buen seguro no será en ello en lo que piense la abadesa.
—No, claro... Mejor no pensarlo así —el rey agitó la mano como si le devolviera sus palabras—. Porque...
—Quizá la abadesa, con buena intención...
—¿Buena intención? —don Jaime sonrió, sarcástico—. No, Constanza, no confundas tu ánimo con tanta indulgencia. Hay gente que no puede evitar ser como es porque su naturaleza es una rara mezcla de campesinado carolingio y morería intrigante, malcriada en la conveniencia de anteponer su peculio a cualquier otra cosa. Conozco a demasiados embaucadores de doble cara que se excusan mientras te introducen un hierro al rojo por el mismísimo culo.
—¡Señor!
—¡Lo dicho! —apostilló el rey, irritado—. Aseguran que les pesa arrancarte las uñas con unas tenazas, que les desagrada amputarte las manos..., y así disimulan mientras te incendian, te desuñan y te mutilan. ¡Es obligado tener mucha paciencia! ¡Mucha! Porque, además, si en algún momento se creen amenazados, o temen asumir responsabilidades que atenten a su beneficio, cambian de opinión como las serpientes de piel, en un par de espasmos...
—Sosegaos, señor —Constanza trató de apaciguar al rey—. Doña Inés sólo me ha dicho que deseaba hablar con vos.
—Está bien. Hablaremos.
La reina doña Leonor, viendo el mal humor con que se había levantado su esposo, dio por concluido el desayuno y solicitó permiso para volver a su aposento. Aunque no obtuvo respuesta, se puso en pie y salió del salón dignamente, seguida de sus damas. Pensó que más tarde habría tiempo de volver junto a su esposo, cuando se hubieran despejado esos nubarrones que ennegrecían su cabeza.
Constanza de Jesús terminó también de comer y se levantó para sentarse en un sillar más cercano al rey. Esperó a que don Jaime tragara el último bocado y se limpiara las manos y la boca con la servilleta que le acercó Violante para empezar a hablar.
—¿Procedo a informaros, mi señor?
—Sea —el rey se dispuso a escuchar, apartando de sí el enojo en que se había enredado él solo—. ¿Tienes alguna novedad?
—Alguna cosa he descubierto, mi señor —afirmó Constanza—. La más significativa de todas es que en este monasterio no entra ningún hombre. Jamás.
—Me cuesta trabajo creerlo —el rey negó con la cabeza—. Un sacerdote que las confiese, un médico que remedie sus males, un mercader que les proporcione los alimentos... Alguien entrará.
—Eso pensaba yo —aceptó la monja navarra mientras se rascaba la coronilla y el lóbulo izquierdo—. Pero cuando os muestre la capilla lo comprenderéis. El altar está en un espacio exterior a las murallas, separado por celosías de hierro de las bancadas donde rezan las religiosas. Los confesionarios, igual: no hay contacto físico posible. Los entierros son presididos por la abadesa, y ella misma reza las oraciones funerarias. La extremaunción la administra el sacerdote fuera de las murallas, en la puerta por donde vos mismo entrasteis ayer, sin traspasar la raya que hay pintada en el suelo y que señala el inicio de la clausura. Desde hace unos años jamás ha pisado ningún hombre estos suelos femeninos. Ni siervos de Dios ni siervos de la plebe.
—Ya. ¿Y los médicos? Porque es de suponer que alguna vez caerán enfermas...
—Cuando una religiosa sufre de fiebres o de algo más grave, es trasladada al exterior de la abadía, a un cobertizo existente al oeste del edificio. Y allí es atendida por los médicos cada vez que lo necesita. Como veis, no hay posibilidad de acceso para hombre alguno. E igual sucede con los comerciantes que traen provisiones al monasterio: siempre dejan sus productos en el exterior del edificio, y las propias religiosas se encargan de trasladarlos a la cocina o a las celdas de las monjas.
—¿Y no hay jardineros, palafreneros, mozos de establo ni empleado de la casa en toda la abadía?
—No, mi señor. Ninguno —Constanza alzó los hombros mientras negaba con la cabeza—. Todas esas labores son desempeñadas por ellas mismas.
El rey frunció el ceño, se quedó pensativo unos instantes y, al final, exclamó:
—¡Entonces no hay duda! —dio un golpe en la mesa con el puño cerrado—. Alguien está tratando de encubrir a un hombre que anda por ahí escondido. Alguno que accede a la abadía amparado por la complicidad.
Constanza inició su ritual de rascarse antes de arrugar la boca y la nariz, la manera habitual en que mostraba su confusión. Y ahora estaba realmente desconcertada.
—¿Y puede creerse que nadie lo haya visto nunca, mi señor? —la monja adoptó un rictus de incredulidad—. Es tan extraño... ¿Cómo os lo explicáis?
—Eso me lo tendrás que explicar tú, Constanza.
—Pues todavía no puedo.
La reina doña Leonor permanecía en su celda tratando de encontrar algo con lo que distraerse. El mal humor del rey podía deberse al disgusto de haber decidido enviar a la joven Violante a su servicio, tan poco expresiva, tan tímida, tan inocente; o tal vez porque ese día tampoco había recibido carta alguna que le comunicara la decisión papal de aprobar la nulidad de su matrimonio con ella. O, quién sabe si el enojo sería por un mal sueño o por el fastidio que le producía encontrarse con ella a hora tan temprana, cuando lo que deseaba era permanecer alejado. Podía ser una u otra la razón, aunque tampoco tenía por qué preocuparse. En realidad, hacía ya mucho tiempo que esos cambios de humor eran frecuentes en su majestad. Cuando no era inminente una campaña de conquista o una partida de caza, se aburría y mostraba su estado de ánimo con el enojo. No estaba segura de que ella llegara a ser el motivo de su furia: al menos, pensaba, si ella lo irritase significaría que la tenía en alguna consideración, y por desgracia no era así.
Pidió a Sancha que le dejase probarse las tres capas que llevaba en el baúl: la azul para las mañanas, la beige para las salidas al comedor y la marrón para la caída de la tarde. Luego se probó la cinta de cien perlas que formaban el collar que había recibido como obsequio de su hijo el príncipe Alfonso, obtenido de un tributo pagado por el moro Zayd. Se lo puso en el cuello y, resultando poco vistoso, se lo colocó en la cabeza como si se tratase de una corona. Tampoco le gustó.
—¿Te gusta este collar, Sancha? —preguntó a su dama.
—Es hermoso, mi señora. Cuando era joven, con gusto lo habría lucido. Claro, que a mi edad...
—Bien. Pues llévaselo a Violante y dile que, ya que ha decidido no llevar tocado alguno en la cabeza, que al menos se lo ponga como cinta para recogerse el pelo. Estas húngaras están sin civilizar...
—¿Estáis segura, mi señora? —preguntó Águeda desde el fondo del aposento—. A mí también me parece precioso.
—Estoy segura —respondió doña Leonor—. Y si es por eso, no te apures. En cuanto volvamos a casa te regalaré otro igual.
—¿De verdad? —a Águeda se le iluminó el rostro—. Es que... siempre me ha parecido una hermosa joya, desde que vuestro hijo os la entregó. ¿Sabéis que doña Jimena Díaz de las Asturias, la esposa de don Rodrigo Díaz de Vivar, tenía uno igual? Cuando murió, fue enterrada con él. Fue su última voluntad.
—¿La esposa del Cid? Entonces, con más motivo —concluyó la reina—. Un collar que viste a un cadáver no es prenda para una reina. Que la luzca esa princesa extranjera.
Doña Leonor volvió a sus labores de costura y tardó en elegir entre el bastidor rectangular, donde bordaba unos pavos reales, y el bastidor circular, en el que había iniciado una escena floral. No estaba de humor para pavos, pensó, y se decidió por continuar con las flores. Y, mientras tomaba asiento ante el lienzo, volvió a pensar en cuáles serían las intenciones de su esposo con respecto a ella. Estaba segura de que no se atrevería a envenenar su copa en el recinto monacal en que se encontraban; a fin de cuentas tenía unas profundas convicciones religiosas y causar su muerte allí podría ser un mal augurio para sus cruzadas y un baldón para su alma. Tampoco ordenaría que le dieran muerte por tercera mano, porque la maldición le perseguiría de igual modo. Así que pensó que mientras estuviera allí, al cobijo de los muros del monasterio, podría estar tranquila. Dios velaría por la santidad del rey, y esa santidad le impediría el magnicidio. No en vano, pensó,
cum Deus auxilio est, nemo nocere potest?
[3]
Y así, de pronto, se mostró contenta. Suspiró con alivio y tomó la aguja para continuar su bordado. Sin mirar atrás, sonrió y dijo:
—Águeda, cuéntanos algo. Tú, que siempre estás de tan buen humor.
—¿Qué queréis saber, mi señora? —se sorprendió la dama.
—Algún secreto de la corte. Cualquiera. Por ejemplo, por qué don García no quiere desposarse con doña Lucrecia de Astorga, a pesar de la dote y el insistente requerimiento de Ordóñez, su padre.
—Ay, mi señora —se santiguó Águeda, y sonrió con picardía—. Si vos supierais...
—Esa cara de malicia, Águeda...
—¿Yo, señora? Bueno... La malicia es ciencia que se aprende, no instinto con el que se nace. ¿Os cuento?
—Veamos.
Todas las damas se arremolinaron, expectantes y sonrientes. Se avecinaba una narración de amores o de traiciones, y no había mejor condimento para el guiso de un desamor. Águeda se sentó a los pies de la reina, a la que también complacía la historia, y tardó en empezar su relato para crear la conveniente intensidad dramática ante lo que aguardaban impacientes tan notables espectadoras. Al fin, carraspeó como si necesitara hacerlo y dio inicio a su cuento con soltura, adecuando las inflexiones de la voz a las necesidades de la noticia.
—Habla ya, por lo que más quieras —imploró Teresa.
—Empieza ya —requirió Sancha.
—Pues no hay mucho que saber —Águeda se dio importancia, haciéndose la interesante—. Don Ordóñez, como se sabe, hizo su fortuna en viejos negocios con los moros de Toledo, aunque bien trató de que no se conocieran para que el rey de León no le pidiese cuentas. Y en aquellos negocios, según se dice, tampoco dejó de intervenir el conde de Astorga, a la sazón padre de la pobre Lucrecia. Y fue precisamente por boca de su padre, durante una cena en la que el vino estuvo tan presente que llegó a tener voz propia, por lo que don García se enteró de que la joven Lucrecia, siendo muy niña, viajó también a Toledo con su progenitor y allí fue admirada y pretendida por un acaudalado infiel, deseoso de comprarla a cambio de una inmensa fortuna. Como es natural, el conde se negó en redondo, llegando a amenazar con desenvainar la espada si el infiel persistía en su oferta, pero la intervención de don Ordóñez fue bálsamo para la disputa, conviniendo todos en que se había tratado de un malentendido y que la ofensa podía arreglarse con una buena cena entre hombres de negocio. Y lo más grave, parece ser, fue que durante aquella cena volvió a protagonizar el exceso de vino otra de las conversaciones, y en aquel juego de nobles ebrios se llegó a subastar a doña Lucrecia, que alcanzó el precio de las rentas de una cuarta parte del reino de Toledo. Al conocer don García lo sucedido se irritó de tal modo que pidió cuentas a su futuro suegro, y aunque el conde aseguró que todo había sido una broma sin mayor trascendencia, don García juró no tomar jamás por esposa a quien había sido con anterioridad una dama de lance, de lo que estaba al corriente toda Castilla. De nada han servido, desde entonces, las intermediaciones del conde, de don Ordóñez y, según dicen, hasta de la reina, deseosa de mantener la armonía en León, y así siguen las cosas porque don García, el terco, sigue ocupando su tiempo en correrías contra el moro y en galanteos con ciertas damas que, según me han asegurado, son en verdad de danza y de lance.