Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Bueno sea —cabeceó doña Leonor para quitarle importancia—, Como bien dices, cada persona es como es y no tiene culpa por ello. Ese pecado de avaricia se lo demandará Dios cuando llegue la hora.
—Pero mientras tanto —intervino Berenguela—, bien lustrosa será su presencia en la corte con tanta prenda y ornamento.
—Así es, dueña —recalcó Águeda—. Mas... ni así encuentra esposo. Es que es fea, ¿sabéis, señora?
—Águeda, ¡por el amor de Dios! No digas esas cosas... —recriminó doña Leonor.
—¡Fea, fea! —insistió Águeda frunciendo labios y nariz.
—Bueno, bueno... ¿Qué hora es ya? —se resignó la reina a no poder corregir a su dama—. ¿Avisarán para la hora sexta?
—De un momento a otro... —respondió Berenguela, la dueña, después de mirar al sol.
El cementerio de la abadía estaba situado al norte del edificio, en una especie de jardín mortecino lleno de cipreses y pinos que lo envolvían todo en una sombra húmeda por la que costaba esfuerzo avanzar, como si cada paso dado fuese una invitación para adentrarse por las puertas de un infierno de niebla, frío y soledad. El sol de marzo, decapitado durante toda la mañana por nubes bajas que presagiaban nuevas lluvias al anochecer, se escondió otra vez al penetrar don Jaime en el camposanto, haciendo todavía más lúgubre el sembrado de lápidas ennegrecidas que sólo soportaban el peso de una cruz y de un nombre junto a una fecha, la del fallecimiento, tallados sobre la piedra de granito. Era fácil saber cuál era la de Isabel de Tarazona, la última religiosa enterrada, porque la lápida estaba aún sin encajar ni sellar a la espera de que alguna monja, seguramente la experta en cinceladuras, dibujara sobre la piedra las letras de su nombre.
Presidía aquel tétrico huerto, en donde crecían tumbas en lugar de espigas y en el que se alineaban losas en vez de coliflores, un sepulcro altivo adornado por ángeles y sellado por una reja con candado: la morada de don Hilario de Cabdella, el fundador del cenobio. Ángeles mirando al suelo, en actitud de orar, flanqueaban una imagen de quien, otra vez, debía de ser san Benito, aunque su aspecto no se pareciera en nada al que había visto poco antes ante la celda de la abadesa. Don Jaime recorrió las eras de barro que cuadriculaban las sepulturas con una mano aferrada al mango de su puñal, tal vez sin saber que lo hacía, al igual que tampoco podía reconocer que aquel ambiente tenebroso, luctuoso, funéreo y desagradable, en el fondo, lo intimidaba un poco.
Llegó hasta la tapia del fondo, sintiendo la humedad que le llenaba los huesos de frío, se asomó al interior del gran sepulcro del fundador sin descubrir nada que le interesara (tan sólo una extraña leyenda, extraída de Horacio:
Non omnis moriar
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) y volvió hasta la verja de salida sin acelerar el paso en ningún momento. No disfrutaba con el paseo, ni le llamó la atención nada de lo que veía, más allá de la repetición de losas idénticas, algunas descuidadas por la voracidad de mil hierbajos trepadores y otras respetadas por la intemperie, y abandonó el huerto del Señor con el mismo gesto impasible con el que había entrado en él. Pensó que si el destino del ser humano era ser guardado para la eternidad en un lugar como ése, morir era una injusticia de la que pediría cuentas a Dios cuando le llegara la hora de comparecer ante él en el Juicio Final. Porque morir era un trámite necesario, lo aceptaba, pero tener que permanecer en semejante clase de fosal se le antojaba un castigo inaceptable.
Desde luego, él no pensaba en la hora de morir. Ni le sobraba edad ni le faltaba salud. Pero, por un momento, se le cruzó la idea de la muerte por la cabeza.
No la suya, desde luego; sino la de la reina.
Su esposa, doña Leonor de Castilla, representaba más un estorbo que una compañía grata, como alguna vez pensó que podría llegar a ser. En realidad, él no la había escogido: a los trece años le desposaron con ella, sin conocerla ni haber contemplado aún la idea del matrimonio. Fue un seis de enero de 1221 en Agreda, y nunca entendió por qué escogieron a la hija de Alfonso VIII de Castilla, llamado el Noble, y de Leonor de Plantagenet, una de las más importantes familias de Inglaterra, para sus nupcias. Entonces, además, le pareció una mujer vieja. Luego comprendió que no era tal, que a los diecinueve años una mujer es todavía joven, y más dado el aspecto aniñado de la reina; pero desde la perspectiva de su adolescencia, la elección era tan desafortunada como irrechazable: un rey tiene deberes políticos que no necesitan concordarse con la razón, y mucho menos con el corazón. Tal vez por eso le dio un hijo, Alfonso, al año siguiente de celebrado el matrimonio, porque aquellos primeros tiempos fueron gozosos y le sirvieron para aprender el arte de amar de una esposa que, además de hermosa, resultó ser buena maestra en tan compleja asignatura. Y mientras así fue, unos pocos años más, la trató con respeto y cariño, porque se daba cuenta de que, cuanto más amable se mostraba, más aprendía con ella. Pero aquellos tiempos pasaron, y desde entonces apenas había visitado a la reina alguna noche, toda atracción por ella había desaparecido, en el caso de que alguna vez hubiera existido una verdadera atracción de la carne, y ahora, abandonando la necrópolis, se le pasó por la cabeza la idea de que si su esposa muriera en ese mismo monasterio, como tantas otras religiosas, a nadie le sorprendería la noticia y, de paso, se ahorraría el engorroso trámite de esperar la resolución papal del repudio, que ya se había iniciado.
Un repudio que ni a la misma reina parecía haberle sorprendido, o al menos así lo entendió él, porque la razón esgrimida era la cuestión del parentesco cercano que existía entre ellos y como consecuencia la debilidad, o mejor dicho la pusilanimidad, que mostró desde su nacimiento el príncipe Alfonso, sin contar con la imposibilidad de doña Leonor de volver a quedar encinta, hechos relevantes que la Iglesia tendría que tomar en consideración porque era bien sabido que un rey necesita un heredero sano y fuerte que perpetúe la estirpe y, con ello, la Corona.
La idea de la muerte, en ese momento, se le presentó como una bendición del Cielo, además de un beneficio para todos: ni el papa tendría que decidir acerca del repudio solicitado ni tendría que volver a asistir a escándalos como el que encabezó el obispo de Gerona, negándose a aceptar la disolución del vínculo mientras acusaba al rey de pretender burlarse de la Iglesia, del sacramento del matrimonio y del mismo Dios. Una actitud que se vio obligado a reprimir sin consideraciones, ordenando que le cortasen la lengua al obispo, aunque finalmente no lo hiciese, al perdonarle y amenazarle con el destierro a Génova. Además, ¿qué culpa tenía él de haber sido desposado por voluntad de su Consejo de Regencia, integrado por aragoneses y catalanes y presidido por el conde Sancho Raimúndez, en lugar de permitirle continuar con su desarrollo personal? Una esposa impuesta tiene una explicación política, pero la exigencia de amor no se puede justificar. Y él nunca sintió amor verdadero por doña Leonor, sólo un juvenil deseo al principio y luego la curiosidad lógica de la primera edad. Su muerte, pensándolo bien, era una buena solución.
Estaba resuelto a ello: tendría que pensar en el modo de procurar su final para que se produjera con gran discreción y no cupieran sospechas sobre su participación en él. Una muerte sin dolor ni agonía, lenta y dulce, como se queda dormida una vieja paloma en la rama más frondosa de un árbol centenario; una buena muerte, sabiendo que ninguna muerte es buena salvo la inesperada. Y se alegró pensando que, de las averiguaciones de Constanza, obtendría alguna idea brillante que le permitiría cumplir su propósito.
Pero entonces volvió la vista atrás, observó de nuevo el cementerio desde su puerta y sintió una gran conmiseración por la madre de su hijo. Una lágrima silenciosa cruzó su mejilla. Y luego otra. La reina muerta y abandonada en un fosal como aquél era algo que no podía permitir. Al fin y al cabo era su esposa, la esposa de un rey.
No. Repudiarla, sí. Eso era claro.
Pero asesinarla...
Tendría que pensarlo.
Pero ¿por qué le abordaban ahora tales pensamientos luctuosos? ¿Es que no había conseguido escapar a los dolores del pasado? Tal vez no, porque lo cierto era que la infancia de don Jaime había sido difícil, y de aquellas vivencias tempranas había surgido una personalidad tan contradictoria como generosa y cruel; una manera de ser impetuosa y firme que no era sencilla de comprender ni compartir, aunque el deber imponía acatar sus decisiones. Y ese carácter llegó a curtirse poco a poco, dotándolo de un extraño sentido de la justicia que, con el paso de los años y con los ríos de sangre de sus enemigos con los que fue regando los cada vez más extensos territorios de su reino, lo convirtió en un rey tan admirado como temido.
No; no le resultaba fácil olvidar las turbulencias entre las que había crecido. Y es que la infancia es tan leve que no da tiempo a vivirla; sólo existe para que pueda ser recordada.
Al poco de nacer, don Jaime sufrió la primera embestida de la traición porque alguien, que jamás fue descubierto, trató de asesinarlo mientras permanecía en su cuna. Salvó la vida de aquel atentado por un azar que nunca le fue relatado, pero desde entonces siempre supo dos cosas: que alguien había ordenado su muerte y que su padre no hizo nada para descubrir al culpable. Don Jaime siempre conservó la sospecha de que tal vez no lo hizo porque para señalarlo tendría que haberse puesto ante un espejo y ningún criminal gusta de contemplarse cuando han fracasado los planes de su fechoría.
Fuera por esa razón o por cualquier otra, su padre no tardó en abandonarlos, tanto a su esposa, la reina doña María, como a él mismo, su propio hijo, alegando preferir involucrarse en las continuas disputas bélicas que se producían sin tregua en los territorios del norte de los Pirineos, en el sudeste de Francia. Y fue en una de aquellas batallas sin vencedores ni vencidos en donde don Pedro de Aragón se encontró de frente con la muerte y, sin dudarlo, se la bebió de un sorbo, como si se hubiera cansado de vivir o tuviera una sed irresistible de dejar cuanto le pertenecía en el mundo: reino, esposa e hijo. Se bebió aquella muerte en Muret, cuando el pequeño don Jaime apenas contaba con cinco años de edad y todavía no estaba seguro de tener un padre al que tomar como modelo o referencia. Y un hijo sin ejemplo a seguir, sin padre al que admirar, es presa fácil de la mala crianza y del capricho de la naturaleza indómita.
Se ama al padre porque ha sido maestro, educador y protector, y por lo mismo se le odia, porque acomodado en su confortable regazo a la fuerza ha de resultar castrador, represor y tirano. Pero don Jaime no pudo amar nunca a su padre. Ni fue protector ni maestro. ¿Cómo iba a amar a quien le desatendió primero y luego le puso ante tal peligro? Porque lo extraño de aquella muerte innecesaria, a la que un rey no debía haberse arriesgado, fue que en las vísperas se hizo acompañar de su único hijo, como si tratara de ponerlo en riesgo también o buscase arrebatárselo a la esposa que odiaba. Quizá fuera la razón por la que doña María, reina y madre, murió ese mismo año de soledad y melancolía en la lejana ciudad de Roma, adonde se había desplazado para entregarse a la oración y, según se dijo, para que los dolores causados por la muerte de su esposo y el robo de su hijo ablandaran el corazón del papa, instándolo a su devolución. Curiosa coincidencia: ambos, que tanto se odiaron, murieron casi al mismo tiempo queriendo tener a su hijo en custodia y, al final, ninguno de los dos consiguió tenerlo.
Como es natural, dada su corta edad, don Jaime no intervino en la batalla, pero el botín que pagó el rey muerto, y por tanto, su madre la reina doña María, fue que el hijo quedara en ese mismo momento bajo la tutela de su enemigo, don Simón de Montfort. Una presa respetada, en todo caso, porque lo primero que hizo su nuevo tutor, ese mismo año de 1213, fue prometerle a su propia hija en matrimonio.
Acaso fuera la dolorosa presencia de doña María en Roma, o por la disposición testamentaria que dictó antes de su temprana muerte, pero lo cierto es que el pequeño don Jaime fue apadrinado por el papa Inocencio III, lo acogió bajo su protección y ordenó que se diera por iniciado su reinado tras exigir a don Simón de Montfort que le devolviera de inmediato la libertad, aunque bien pronto comprobaría el nuevo rey que cuanto más alta es la condición social, más estrecha es la libertad. De ese modo, en 1214, con seis años de edad, se reinstauró su monarquía y, para su formación, el papa lo envió a la ciudad de Monzón y le puso bajo la custodia de la Orden del Temple, tal y como fue el deseo de su madre en testamento. Así pues, en sus primeros años de reinado, no le quedó más remedio que permitir que los asuntos de Estado fueran manejados por un Consejo de Regencia nombrado por el papa y presidido por su tío abuelo, don Sancho Raimúndez.
Cuando murió Inocencio III, perdió de inmediato toda protección papal, y la infancia de don Jaime volvió a enfrentarse a unas dificultades que el niño no entendía pero que lo zarandearon de aquí para allá hasta convertirlo en un rey sin corona, aunque endurecido ya por los latigazos de las ambiciones politicéis de sus tutores. La llegada al trono vaticano del papa Honorio III fue la señal de partida para que comenzase una descarnada carrera por el poder en la que nadie, ni catalanes ni aragoneses, quiso perder la ocasión de salpicarse el honor con afrentas, acusaciones, improperios y traiciones.
Don Jaime comprendió pronto que se habían formado dos bandos y que ninguno de los dos velaba por su formación sino por el provecho propio. Y, presenciando sus conspiraciones y manejos, aprendió a recelar de ambos. Sólo tenía nueve años, pero ya había aprendido que si algún día llegaba a reinar por sí mismo tendría que usar mano de hierro sobre caballeros y nobles para conservar íntegro el reino y para sujetar el galope desbocado de tantos caballeros ambiciosos e indignos que sólo buscaban enriquecer sus posesiones cuando decían actuar en nombre del joven rey. Incluso descubrió que hasta el mismo papa se mostraba como su enemigo, sin disimularlo. Un enemigo belicoso y digno de ser temido, además, porque Honorio III y sus seguidores, entre los que se incluía su propio tío don Fernando, abad de Montearagón, decidieron correr al bando de don Simón de Montfort y enfrentarse a su tutor legal, don Sancho Raimúndez, con el fin de arrebatarle la regencia de don Jaime. Y al abrigo de ese amparo papal, su tío don Fernando y don Simón de Montfort reunieron a la curia real en Monzón y designaron al arzobispo de Tarragona como nuevo presidente del Consejo de Regencia para que un hombre de confianza tomara las decisiones por él.