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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (12 page)

—Bien. ¿Vamos a ver tus secretos?

—Vamos... Pero me temo que pocos serán los secretos que descubrir y mucho cuanto os defraude la visita, mi señor. Son pequeñeces, distracciones mínimas, apenas unos juguetes para los ratos de ocio. Hay días que se hacen muy largos en esta casa y sólo se vencen con inocentes manualidades...

Doña Inés caminó delante del rey hasta la puerta que encerraba el cuarto colindante. Rebuscó bajo el sayo el manojo de llaves y escogió la que abría la cerradura. Empujó la puerta y dejó que don Jaime entrara en la sala antes que ella.

La estancia no era pequeña. Sus dos ventanas estaban cerradas y ocultas tras unas cortinas de terciopelo rojo que impedían el paso de la luz y la visión de la sala desde el exterior. Ni siquiera ante la presencia del rey descorrió los cortinajes para que la luz de la tarde lo alumbrase todo. En cambio, encendió los velones repartidos por los cuatro rincones de la sala y un candelabro con seis velas que permanecía sobre una amplia mesa de trabajo, un tablero tosco de madera sin pulir en el que se amontonaban toda clase de herramientas y diversos clavos, tijeras, cinceles, lijas, listones de madera, frascos conteniendo diferentes líquidos y otras muchas cosas que desconocía el rey y que a simple vista parecían no tener utilidad. En unas repisas de la pared se amontonaban miniaturas que reproducían crucifijos, copas de madera y de barro, casitas, carruajes, medallones labrados y algunos muñecos sin terminar. En un extremo de la sala había una mesa con arcilla de modelar, varias porciones de barro reseco y unas jarras con agua alrededor de un torno pequeño, junto a una chimenea que parecía útil para la labor de alfarería.

—Veo que te gusta el oficio de modelar...

—Bueno —sonrió la abadesa—. No soy una gran artesana, no vayáis a pensar que yo...

—Pues esas figuritas... Las has hecho tú, ¿verdad? No parece tarea sencilla.

—Tampoco es difícil, señor —explicó doña Inés—. Mezclo barro con harina y agua; luego lo dejo secar cuatro o cinco días; después lo bato con agua y lo dejo secar otros quince días. Cuando ya está suave, lo rebozo con polvos de talco. Compongo una figura santa, la refino y la dejo secar al sol. Entonces puedo pulirla y sacarle brillo. Un simple juego de paciencia que, he de confesaros, me proporciona mucha serenidad.

El rey observó los iconos y se fijó en algunas vasijas bien terminadas. Luego dejó las piezas en su sitio y continuó observándolo todo. De repente se detuvo ante un pequeño carro de madera y lo tomó en sus manos.

—¡Las ruedas giran! —exclamó con admiración—. A fe que esto tiene gran mérito.

—Juguetes, señor. También hago juguetes para los niños de nuestras aldeas del condado. Nos sirven para obsequios de Navidad y que así nuestra comunidad esté más cerca de los desfavorecidos o de los menos agraciados. Ese carrito, por ejemplo, no lo he terminado aún. Fijaos en que he de pulir los bordes para que las astillas de bordes y rebordes no dañen a los más pequeños... Y, además, quiero que pueda articularse el enrejado de la trasera, ¿lo veis? Aquí, para que pueda subir y bajar.

—Tal vez te pida uno para mi hijo, el príncipe Alfonso —afirmó el rey—. Creo que le gustaría.

—Será un honor complaceros, mi señor.

El rey se quedó pensativo, observando el juguete.

—Recuerdo que de pequeño, allá en Montpellier, alguien me regaló también un juguete que me gustaba mucho. Era una especie de soldado articulado que podía mover los brazos, las piernas y la cabeza. Todo él era tallado en madera y me proporcionó gratas horas de juegos y entretenimiento.

—Yo también puedo fabricar muñecos articulados —exclamó la abadesa. Y de repente se demudó y pareció que el alma se le había arrugado de pronto—. Bueno —añadió—, lo cierto es que hace mucho tiempo que no los hago. Ahora no creo que me acordara de cómo se hacen.

—Claro —asintió el rey, y volvió a depositar el carrito sobre la mesa—. A propósito, ¿qué sabes de Montpellier? ¿Tienes noticias de mi ciudad? Porque creo recordar que tienes parientes allí, ¿no es cierto?

—Sé poca cosa, señor —pareció lamentarlo la abadesa—. Alguna carta de mi hermana Brígida, de tarde en tarde. Vive allí con su esposo una vida plácida, retirada de todo. Así que sólo me escribe para darme pequeñas nuevas familiares. Ninguna otra noticia. Seguro que vos sabéis más que yo.

—Sólo que la ciudad sigue tan apática como siempre —negó con la cabeza don Jaime, con desagrado—. No me extraña que tu hermana se aburra. En cuanto tenga ocasión impulsaré la edificación de algunos conventos para que la religiosidad y el fervor a la Virgen María, Nuestra Señora, extienda sus favores sobre aquellos vecinos. Reconozcámoslo: es una ciudad sucia y poco divertida. Hasta el pobre don Guillermo es mortalmente aburrido. Ni se come ni se bebe bien en su casa. Tampoco reúne trovadores para amenizar las veladas. Mucho señorío de Montpellier y mucho comercio con el conde de Toulouse, pero el señor don Guillermo es un sieso... Podría aprender de la viveza de la vecina ciudad de Melgueil.

—Mi hermana dice que el señor don Guillermo es tan prudente y sobrio... —alabó la abadesa—. Un hombre de Dios.

—Lo dicho: un sieso.

El rey zanjó la conversación con el exabrupto y se dispuso a dar por concluida la visita. Se dirigió hacia la puerta de salida a la vez que la abadesa apagaba velas y velones, pero antes de salir se detuvo ante la colección de frascos que se alineaban sobre una hornacina excavada en la pared.

—¿Qué contienen? —quiso saber.

—Algunas pócimas... Ungüentos, bálsamos y aceites que ayudan a curar temores, a quitar dolores de madre, a combatir el insomnio y a aplacar los nervios. Remedios caseros, nada más.

—¿Sabes de esencias y plantas medicinales? —el rey no salía de su asombro.

—Cuatro cosas, no vayáis a pensar... Hay que saber un poco de todo para gobernar una comunidad, mi señor. No tiene mayor importancia.

El rey comenzó a tocar los frascos de cristal, a agitarlos y a mirar a través de ellos. Destapó alguno y se lo llevó a la nariz para identificar su aroma, pero ningún olor le resultaba familiar.

—Mezclas, sin duda —dijo al fin—. No conozco ninguna de estas esencias.

—Pero ¡si están por todas partes! —la abadesa extendió el brazo y recorrió con la mano la habitación, para indicar que podían encontrarse en cualquiera de los campos circundantes del monasterio—. Las que no crecen por aquí, me las envían de lugares más apartados. Son un puñado de florecillas que se esparcen por doquier, y también hojas, corimbos y macollas de algunas hierbas. Mirad, señor: son esencias de narcisos, violetas, lirios, alheñas, violas, cítisos, acantos, colocasias y mirra. Las cuezo y extraigo su néctar. Luego, mezclándolas, adquieren ciertas propiedades muy beneficiosas para la salud. Esta de color ámbar —señaló un frasco— es muy aconsejable para la digestión difícil; esta otra, para los catarros otoñales; ésta, para dormir...

—¿Y este néctar de color azulado? —curioseó el rey.

—Aplaca el estado de nervios y adormece —respondió la abadesa—. Es muy indicada para dormir bien y descansar tras un día de fatiga. Deberíais probarla, es muy recomendable.

—O sea, como el láudano...

—No, no. Nada peligrosa. Un caballero cristiano que pasó varios años preso de los moros me enseñó la receta para obtenerla. Tomad y hacedme caso. Llevaos el frasco grande y bebedlo todo esta noche antes de dormir. Descansaréis como jamás imaginaríais.

—De acuerdo —aceptó don Jaime—. Tal vez sea bueno descansar como dices y, al fin y al cabo, cualquier experiencia nueva ahuyenta el tedio.

Y, tomando el frasco, se lo guardó en el cinto y salió de nuevo a la celda de doña Inés.

Mientras ella cerraba la puerta con llave y se guardaba el manojo bajo el sayo, el rey dijo:

—Y a propósito del tedio, ¿no hay otras distracciones en el convento? Porque os confieso que empieza a crecerme el día más allá de lo que pensaba...

—El
scriptorium,
señor. Os lo mostraré cuando deseéis. ¿No os apetece visitarlo? Creí entender que...

—Cierto, cierto. Si es posible, me complacerá. Ahora mismo podríamos...

Las palabras de don Jaime quedaron silenciadas por la abrupta llegada de una cenobita agitada que, a la vez que golpeaba la puerta, se apresuró a entrar, jadeando y atragantándose con las palabras.

—¡Madre abadesa, madre abadesa...!

—Tranquilízate, hermana Juliana —la superiora se mostró firme—. Y antes de nada, muestra tu respeto al rey. De inmediato.

La monja se detuvo, miró al rey, tardó en recuperar el aliento y balbució:

—Lo siento, mi señor —la benedictina se acompañó de una reverencia exagerada.

—Y ahora, dime, Juliana —aceptó doña Inés—. ¿A qué viene tanta agitación?

—¡La hermana Catalina! ¡Está muy enferma, madre abadesa! ¡Muy enferma! Yo creo que se va a morir...

Capítulo 13

La abadesa ordenó que las hermanas Lucía y Petronila se encargaran de cumplir el protocolo establecido para aquellos casos. Pidió al rey que la disculpase y don Jaime se mostró comprensivo, apartándose para que saliese de la celda con la monja que acababa de entrar portando la mala noticia.

—Voy a ver qué le sucede a la hermana Catalina —fue todo cuanto explicó la abadesa—. ¿Me disculpáis, señor?

Don Jaime, intrigado, permaneció un rato más en la celda y miró por la ventana para asistir a la agitación que sacudía el claustro y sus corredores. Luego abandonó la estancia para curiosear el desarrollo de los acontecimientos.

Lucía y Petronila, siguiendo instrucciones de doña Inés, se apresuraron a encender en lo alto de la torre del monasterio la antorcha de la alarma. Prendieron la llama que sólo alumbraba cuando era necesaria la presencia del médico en el cenobio, una antorcha que se hacía visible desde todas las tierras cercanas, de tal modo que cualquier vecino que la divisara tenía el deber de correr en busca de don Fáñez, el sanador, y avisarle de que era requerido para acudir con presteza a la abadía.

Alcanzar la almena donde se prendía la antorcha no era sencillo, y sólo las benedictinas Petronila y Lucía tenían las llaves de la torre y el permiso para hacerlo. Situada tras un arco ojival de la torre más elevada del monasterio, se llegaba a ella por unas escaleras estrechas de peldaños altos y breves, de piedra gastada, techo bajo y estructura de caracol, entre paredes cerradas también de piedra gris que carecían de iluminación exterior. Se trataba de una ascensión fatigosa y de temer, frecuentada muy de tarde en tarde, por lo que estaba prohibido que la escalase nadie que no fuesen las hermanas elegidas para ello. Y nunca solas. Si alguna otra resbalase y cayera, había advertido doña Inés, se lastimara o perdiera la conciencia, no hallaría socorro hasta que la echasen en falta y la buscaran por todos los rincones de la abadía, y aquellos recodos serían los últimos en inspeccionarse porque la abadesa no permitía que nadie, salvo ellas dos, que ya eran expertas en la ascensión, entraran en la torre, y siempre juntas para que se socorrieran mutuamente en caso de ser necesario.

Una vez en lo alto de la torre, la antorcha era un cubo de metal en forma de copa colmado de ramas secas, maderos y piñas para que ardieran bien y produjeran un buen fuego y una abundante humareda, visible tanto de día como de noche. Las dos monjas tenían también la obligación, por lo menos una vez al mes, de comprobar el apilamiento de suficiente cantidad de troncos y de piñas junto a la antorcha, para que nunca faltasen cuando se precisaran.

Don Jaime comprendió la utilidad de la antorcha cuando, observando a todas las hermanas del monasterio mirar en la misma dirección, alzó los ojos para descubrir lo que esperaban ver y, al cabo, vio salir una gran humareda y luego prenderse una hermosa llama en la torre mayor del monasterio. Todas parecieron tranquilizarse tras la visión de la fogata. Y él siguió deambulando por la abadía en busca de la sala exterior de que le habían hablado, aquella que servía de sala de curas para las enfermas del cenobio sin que la presencia de un médico alterase la clausura del recinto.

Llegó hasta la puerta de entrada y no encontró lo que buscaba. Luego, rodeando el patio central, salió por otra puerta lujosamente labrada en madera, con representaciones de iconos sagrados, que le condujo directamente a la capilla, también clausurada por su extremo para que el sacerdote que cuidaba del alma de aquellas mujeres quedara siempre al otro lado de las verjas de hierro forjado, tanto para la celebración de la misa como para los oficios de confesión y comunión. En efecto: la clausura era completa, concluyó. Oró unos instantes rodilla en tierra y se santiguó antes de volver a salir en busca de la enfermería.

Anduvo por las galerías del claustro, de un lado a otro, hasta que oyó una apresurada algarabía de pasos y vio aparecer un cortejo. Encabezado por doña Inés, cuatro religiosas trasladaban en una especie de litera con andas a la monja enferma. Don Jaime, sin dudarlo, apretó el paso y se puso junto a la abadesa.

—Os acompañaré —dijo.

—No lo creo necesario, mi señor —respondió la abadesa—. El médico ya ha sido avisado y en breve acudirá. Os lo agradezco de todos modos.

El rey guardó silencio, pero continuó a buen paso junto a doña Inés. Al cabo, repitió:

—Os acompañaré.

—Si os place...

—Me place. —El rey movió un par de veces la cabeza de arriba abajo—. Y no sólo por interesarme por la salud de doña Catalina, sino porque deseo hablar con el médico que cuida de vuestra salud. Puede que sus respuestas sean de alguna utilidad para esclarecer los sucesos que me han traído hasta aquí.

—En ese caso —se lamentó la abadesa—, me temo que no os será de gran ayuda, mi señor.

—No te comprendo.

—El médico que nos ha servido hasta ahora partió hace cuatro días hacia Granada. Al parecer, para visitar a unos parientes. En su sustitución, desde entonces, ha quedado en su puesto don Fáñez, un buen galeno recomendado por él.

Don Jaime frunció los ojos y miró al frente, perdiendo los ojos en el horizonte. Tardó en hablar.

—Al menos sabrá algo de la mujer que murió hace un par de días...

—No. No sabe nada, señor. En el caso de la hermana Isabel de Tarazona, a quien Dios acoja en su seno, no creí necesario hacer que lo avisaran.

—¿Ni siquiera para que comprobara su muerte?

—Cuando la encontramos —inclinó la cabeza doña Inés y se santiguó—, hacía ya rato que estaba muerta, pobre niña. Yo misma lo comprobé. No era menester su presencia.

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