Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Así cuidas de tu enferma? —rugió el rey—. ¿No ves que la salud de esta mujer está empeorando?
—No, no..., señor, majestad..., mi rey... Todo va bien..., sí, va todo bien... Os lo aseguro...
—Pero ¿cómo va a ir bien si esta mujer ni siquiera ha recuperado la consciencia? —Don Jaime empujó al galeno sobre la enferma—. ¡Aparta esas sanguijuelas de ahí, de inmediato!
—Sí, sí, mi señor...
El médico Fáñez corrió a retirar, una a una, las once sanguijuelas, alguna de ellas ya introducida casi por completo bajo la piel de la joven. Con mimo fue estirando de ellas, recobrándolas y guardándolas en su frasco, en donde otro puñado de gusanos negros se removía despacio formando una masa viscosa pardusca e informe. Constanza torció la boca, mostrando su asco, y el rey puso la mano sobre la frente de Catalina.
—Está ardiendo.
—Bueno —apostilló el médico—. Es normal... Estaba preñada de tres meses más o menos y...
—¿Qué? —se sorprendió don Jaime.
—La abadesa doña Inés ya me lo advirtió —alzó los hombros el médico, sin dar importancia al suceso—. Tenía que abortar; en realidad ya lo ha hecho.
Don Jaime no podía creer lo que estaba oyendo. Don Fáñez, para corroborar que estaba diciendo la verdad, levantó la sábana que cubría a la enferma y los faldones de su hábito y, al hacerlo, dejó a la vista el medio cuerpo desnudo de Catalina, asentado en un charco de sangre. El rey retrocedió un paso, impresionado, mientras Constanza daba un paso al frente para acercarse a la enferma.
—Pero ¿no vais a intentar cortar la hemorragia? —le preguntó a don Fáñez.
—No, no —replicó el médico—. No es preciso. Pronto se detendrá por sí sola y la paciente mejorará.
—¡No lo puedo creer! —el rey negó dos o tres veces con la cabeza—. Y perdiendo tanta sangre, ¿además le aplicáis una sangría?
—La sangría era para aliviar la fiebre. No hay que confundirse, majestad —el médico adoptó una actitud solemne, con el dedo índice en alto—. Esta muchacha es joven y no sufrirá por perder una medida más o menos de sangre en su cuerpo. Despreocupaos, señor.
El rey se separó de la camilla donde Catalina tiritaba de fiebres y dio dos o tres zancadas por la nave, conteniendo su ira. Con gusto habría sacado el arma y rebanado el cuello de aquel mequetrefe, pero no estuvo seguro de hacerlo. Bufó un par de veces para demostrar su contención y su rabia, y se asomó a la puerta exterior de la nave, a ver si el aire de la noche le enfriaba la calentura. Pero el aire de las montañas tampoco lo consiguió. Se volvió para insultar al medicucho cuando, de repente, sus ojos se toparon con un pedazo de carne sanguinolenta con forma de rata recién nacida que estaba abandonada en una mesa pegada a la pared.
—Y eso..., eso... ¿qué es?
Don Fáñez se volvió raudo y buscó el objeto por el que preguntaba el rey.
—De tres meses más o menos, señor —repitió—. Ya os lo dije antes. Yo calculo que esta joven...
Don Jaime perdió los estribos y se enfureció. Se dirigió a él, gritando, con la amenaza tiñéndole los ojos de sangre.
—¿Se puede saber quién ha ordenado su aborto? ¿Cuánto tiempo lleva esta joven en la abadía? ¿Qué hacéis ahora con este...? ¡Por todos los santos, Fáñez! ¡Responde de inmediato o juro por Dios que te saco aquí mismo las tripas y se las doy a comer a los perros del condado!
El médico se echó a temblar, de miedo, más aun de lo que tiritaba la inconsciente Catalina. La monja Constanza, temiendo las consecuencias de la ira del rey, puso su mano en el antebrazo de don Jaime y le rogó que se calmara.
—Señor, esperad. Este hombre va a responder una por una a todas vuestras preguntas. Decid, don Fáñez.
—No sé responder —titubeó el médico—. Os lo juro. Cuando he llegado, no sé si vos lo habéis visto, la joven sangraba mucho... y ya estaba a punto de expulsar el embrión. No sabría decir si he provocado o no su aborto. Yo me he limitado a... ¡Por Nuestro Señor Jesucristo, majestad! ¡No me hagáis daño! Es la primera vez que me llaman... El médico de la abadía era Yousseff-Karim Bassir... Yo no... Yo no sé nada, mi señor...
—¿Es que nunca habéis atendido a otras enfermas? —preguntó Constanza.
—No, señora.
—¿Tampoco os ha contado nada Yousseff-Karim Bassir antes de partir de viaje? ¿No os ha dicho que atendía aquí a mujeres heridas e incluso a algunas violadas?
—¡No, no...! —negó don Fáñez, aterrado—. Bassir se marchó hace dos días sin decírselo a nadie. Y a mí nunca me habló de los pacientes del monasterio. Ni siquiera cuando se lo pregunté alguna vez, por mera curiosidad profesional, comprendedme... Me decía que había hecho promesa de guardar silencio.
Constanza miró al rey y el rey le devolvió la mirada, confuso. La monja hizo una pregunta más:
—¿Y qué os ha ordenado hacer la abadesa?
—En realidad..., nada. —Don Fáñez intentó recordar alguna orden expresa que tuviera algo de excepcional, pero no lo logró—. Nada en especial: que procurara aliviar a esta mujer, que me deshiciera del fruto de su pecado como creyera conveniente, que se trata de una novicia que lleva muy poco tiempo en el cenobio... No sé. Nada en concreto.
—O sea, como en otras ocasiones —concluyó la monja.
—No sé qué habrá ordenado en otras ocasiones, señora. Ya os he dicho que yo...
—¡Sí! ¡Ya te he oído! —intervino el rey, con brusquedad—. ¡Que es la primera vez que vienes al convento! Vamos, Constanza. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
—Como digáis, señor.
El rey se dispuso a abandonar la nave, a paso firme, pero antes de salir se detuvo, se giró y apuntó con el dedo índice al sanador.
—Mañana a primera hora volveré. Si para entonces esa mujer no ha recobrado la salud, traeré a mis médicos y ordenaré que te encierren en una mazmorra hasta que aprendas la ciencia de la Medicina. Más te vale no dormir en lo que queda de noche.
—Sí, mi señor —el médico se dobló en una reverencia exagerada.
—¡Advertido quedas!
Camino de sus aposentos, Constanza intentó entablar con don Jaime alguna conversación sobre lo que acababan de presenciar, pero el rey no estaba de humor. No aflojó sus pasos largos y firmes y, aunque la monja daba pequeñas carreras a cada trecho para seguir a su altura, él no aflojó la marcha ni respondió a sus intentos de hablar.
—Señor...
—Déjalo, Constanza —dijo al fin, sin detenerse—. Ahora no quiero opinar sobre ello. Ve a tu celda, que mañana habrá ocasión de hacerlo. Ahora no tengo ganas.
—Como queráis, mi señor.
—Además —añadió don Jaime—, cada vez hay más cosas que me disgustan de este lugar. Me parece todo sumamente extraño. Tengo que pensar sobre ello.
—Tenéis razón, señor. A mí me pasa lo mismo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Al entrar don Jaime en su aposento vio que Violante dormía plácidamente en el lecho, arropada con las sábanas hasta el cuello, pero con una descuidada pierna desnuda fuera de la manta y uno de los brazos sobre la cabeza, como enmarcando la belleza de su rostro. Aquella imagen le devolvió poco a poco el sosiego perdido, se quedó un rato contemplándola, apoyado en el quicio de la entrada, y después entró y cerró la puerta con cuidado de no despertarla. Luego se sentó frente a la cama y se entretuvo en observarla.
Puede que fuera en ese instante cuando comprendió que lo más importante en la vida era amar y ser amado.
Con tiento se despojó de sus botas, se desabrochó el cinto y se sacó el jubón. En camisa, se levantó para verla más de cerca y depositar el cinto sobre el arcón y, al hacerlo, notó el peso desacostumbrado del cinturón y recordó que en él llevaba guardado el frasco que le había dado la abadesa, el brebaje con el que se dormía mejor porque serenaba los ánimos, según había dicho ella.
Don Jaime pensó que le vendría bien tranquilizarse después de los acontecimientos del día, por lo que tomó el frasco en sus manos, se sirvió en una copa media medida de agua y se dispuso a mezclarla con una porción de aquel elixir. Sin embargo, no recordaba cuánto le había indicado la abadesa que había que disolver. ¿Dijo unas gotas o tal vez todo el contenido del frasco?
Ahora le resultaba imposible recordarlo pero, de todos modos, pensó, lo que no hacía mal a una novicia no podía perjudicar al rey, así es que vació la mitad del frasco en la copa de agua y lo bebió de un sorbo, igual que si de una medicina se tratase.
Luego volvió a sentarse en el sillar, frente a la cama, y respiró hondo.
Qué bella estaba Violante tendida en el lecho, inmóvil.
Y en ella perdió sus ojos hasta que ya no pudo recordar más.
De repente sintió un calor que provenía del estómago y le abrasaba las orejas. Puso las manos en ellas para comprobar la calentura pero no pudo seguir porque una especie de nube blanca se le instaló en los ojos, cegándole la visión, y una sensación de sueño profundo y de mareo se abalanzó sobre su cabeza y sus párpados, mezclados. Creyó que se dormiría, pero al instante recobró la vista y comenzó a ver princesas desnudas que bailaban ante él, insinuantes y desvergonzadas, hasta que al cabo de un rato, y sin dejar de bailar, fueron esfumándose, desapareciendo. No era posible lo visto, pensó; sin duda, el efecto de aquella pócima era más fuerte de lo que había supuesto, y en su escasa lucidez recordó que una vez había olfateado moly, una planta considerada mágica que usaban algunos hechiceros muslimes contra venenos y encantamientos; y entonces se le pasó por la cabeza la idea de que la pócima de doña Inés estuviera hecha con el jugo de esa planta y, al haberla tomado en exceso, fuera la causa de que se le provocaran aquellas alucinaciones.
O acaso no; quizá fuese el jugo de ese viejo compuesto, la nepenta, el fármaco que, según había leído en la
Odisea,
si se mezclaba con vino, hacía olvidar toda preocupación. Podría ser que disuelto en agua el efecto fuera otro...
Porque, sin poder llegar a ninguna conclusión, la cabeza comenzó a darle vueltas otra vez y empezó a percibir otras sensaciones, más extrañas aún que las anteriores: sintió que empezaba a llover dentro de su aposento y él, sin moverse de su silla, comprobó que no se mojaba porque lo que se desprendía del cielo no era agua, sino diamantes, ónices, zafiros, ágatas, jaspe, esmeraldas, aguamarinas, topacios, rubíes, corales, amatistas, perlas, gemas, carbunclos, turquesas y otras piedras preciosas que ni siquiera le rozaban en su caída.
Sentía un intenso mareo y, aun así, lo que más le extrañó fue que, a pesar de tan raras visiones, no le embargaba ninguna clase de inquietud. Se sentía tan relajado que su cuerpo se dejaba llevar, en brazos de su mente, a un fascinante viaje por las nubes, desde donde podía contemplar los campos sembrados, las montañas cubiertas de nieve, los casúllos vestidos y abanderados y muchas aldeas que reconocía, una a una, pero esta vez adornadas con colores magníficos, relucientes y bellas como jamás las había visto a su paso. Y desde el cielo distinguió toda clase de animales conocidos y misteriosos, jabalíes y unicornios. También cabras, conejos, sirenas, perros, tortugas, culebras, osos, escorpiones, ovejas, monos, zorros, salamandras, leopardos, ratas, hienas, gacelas, patos, nutrias, burros, comadrejas, caballos, muías, saltamontes, dragones y gorgonas. Pero, unos bellos y otros desagradables, a todos los encontró hermosos y con vistosos colores, dignos de acompañar a un rey en su viaje hacia la conquista y la guerra. Don Jaime se descubrió, en su éxtasis, surcando los cielos de un mediodía inexistente con los ojos abiertos y recibiendo la suavidad de una brisa templada por el sol de un verano que aún no había llegado. Se sintió bien, mejor que nunca, como si el mareo fuera una cuna que le mecía con suavidad, y en esa relajación desconocida siguió respirando lentamente, muy lentamente, intentando que el vuelo no acabara nunca.
Hasta que, poco a poco, las alucinaciones iniciaron su retirada, difuminándose en la penumbra de la estancia, y él fue recobrando la sensación de estabilidad y la normalidad total.
No podía explicar qué había ocurrido ni el tiempo que había durado su sueño, pero durante todas sus visiones estuvo seguro de que eran fruto del bebedizo fabricado por la abadesa y se dijo que tendría que preguntarle por el contenido de la droga porque, si era cierto que sosegaba las inquietudes del día, también lo era que podría convertirse en una peligrosa arma si no se dispensaba con prudencia.
Y enseguida volvió a mirar a la joven Violante. Seguía allí, inmóvil e indefensa como una plaza rendida, y un impulso le hizo ponerse en pie.
Se acercó al lecho, se fijó en sus labios semiabiertos, infantiles y temblorosos, y tomó una decisión que iba a cambiar el sentido de su vida.
En mitad de la noche, tras el rezo de maitines, doña Leonor de Castilla y sus damas volvieron al aposento de la reina a esperar, con el sueño componiendo una sinfonía de bostezos disimulados, la hora del desayuno para compartirlo con el rey. Como estaban exentas del trabajo de la comunidad, no tenían que compartir los laudes, pero sí guardaron un silencio somnoliento hasta las oraciones de la hora prima. Para sus adentros, a buen seguro daban gracias al Cielo por no tener que llevar tan riguroso horario de rezos y estrictas reglas en sus castillos y residencias palaciegas, y por sus semblantes de hastío más de una debía de estar pensándolo a esas horas tan intempestivas.
Alguna de las damas echó una cabezada, incapaz de dominar el peso de sus párpados, y otras se entretuvieron eligiendo los mejores atuendos para la jornada que empezaba. Después, acabados los salmos de la hora prima, una vez amanecido el día, doña Leonor se sentó ante el bastidor para dar alguna puntada al pavo real que dibujaba y, aunque no lo buscara, dejarse llevar por pensamientos contradictorios acerca de ese amor que se le escapaba como un puñado de arena entre los dedos. La dueña, Berenguela, y las otras cuatro damas la imitaron, tomando cada cual su costura y buscando la forma de distraerse hasta que la reina indicase que había llegado la hora de ingerir el primer alimento del día. En medio del silencio de la estancia, ni siquiera roto por el deslizamiento de agujas e hilos por las telas de los bastidores, la voz apenas susurrada de la reina sonó como una jaculatoria:
—Tampoco vino a visitarme esta noche nuestro señor, el rey.
—No habléis de esas cosas, mi señora —suplicó Berenguela, procurando restar duelos a su reina—. Vuestra intimidad...