Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Y por qué no iba a hablar de ello? —replicó Águeda, desenfadada—. De sobra sabéis que ni el rey ni la reina tienen intimidad.
—¡Pues deberían tenerla! —contestó con energía la dueña—. Al menos, si desearan tenerla.
—Sé que no la tengo, no —aceptó doña Leonor—. Como tampoco tengo ninguna clase de relación íntima, todas lo sabéis. Todo el reino está al corriente de ello, y así debe ser.
—Cierto. Así debe ser, señora —insistió Águeda, sin pleitear, sólo para que doña Leonor no sintiera vergüenza de su situación—. La vida íntima de los reyes, aunque no la disfruten, no es asunto sólo suyo: es una cuestión política y concierne a todos los súbditos.
—Lo sé, Águeda —afirmó la reina—. No insistas.
—¿Y por qué es así? —preguntó Juana, la más alejada de los asuntos de Estado—. Bien pudiera ser que los reyes desearan... En mis tiempos se decía que...
—No, Juana —doña Leonor la miró con ternura—. Siempre ha sido así. Los reyes se deben a sus súbditos, y ellos tienen derecho a saber si los ungidos por la corona tendrán o no descendencia. Por eso el amor entre los reyes es de su estricta privacidad, pero sus relaciones íntimas son patrimonio de todos. Así es y así ha de ser.
—Claro, majestad —Juana dio por buena la respuesta, aunque no lo terminara de comprender. Y dijo, para sus adentros, en voz queda—: Es que ya no se respeta nada...
—Y ahora que lo recuerdo, Águeda —habló doña Leonor—, ¿querrías llevar a la joven Violante el collar de perlas que te mostré ayer? Recógelo de ese cofre y dáselo. No querría volver a verla con el pelo sin ordenar cuando más tarde nos la encontremos en el desayuno. Llévaselo a su celda y dile, de mi parte, que le ruego que lo acepte como un obsequio de la reina y que mi deseo es que lo luzca a todas horas en estos días.
—Voy, mi señora —respondió Águeda tomando el collar y saliendo de la estancia—. Vuelvo presto.
La reina y sus otras damas volvieron a su labor y al silencio. Por las ventanas entraban las luces de un día que había amanecido nublado pero que, a buen seguro, levantaría sus ojos al sol durante la jornada porque desde muy pronto el frío era menor que el de otros amaneceres. La pluma del pavo real que bordaba doña Leonor empezaba a mostrar ya su arco iris de colores y la reina pensó que añadir un color bermellón más vivo lo haría aún más alegre. Le pareció buena idea y cambió el hilo del bordado sin decir palabra. Así, en la estancia real, junto a los suaves oleajes de la respiración de las damas, sólo se oía, de tarde en tarde, el imperceptible desagüe de las tripas de Juana reclamando que llegase cuanto antes la hora de llenar los vacíos.
—Ahora que lo pienso, Teresa —rompió el silencio la reina—. A veces me he preguntado por qué, siendo de familia tan noble y adinerada, ni tienes esposo ni prefieres el sosiego de tu casa antes que el ajetreo de viajes y recepciones que sufres al lado de tu reina.
—Nada sufro, mi señora, os lo aseguro —respondió Teresa, esbozando una sonrisa—. Ningún honor hay mayor para mí que serviros.
—Pero la vida sin esposo... —insistió la reina.
—Bueno, tal vez no estéis muy bien informada, mi señora —bajó los ojos Teresa y luego volvió a mirar a doña Leonor—. Mi familia es de larga nobleza, desde luego, pero que no os confundan quienes aseguren nuestras riquezas. No es que cual mendigo corra tras el mendrugo, pero de la fortuna de mi padre, don Ansúrez, apenas queda nada. Unos pocos tapices y la casa familiar, nada más. Y una renta pequeña con la que apenas llega para que él y mi señora madre vivan con la dignidad de su linaje. Por eso también busqué serviros: no por cuanto pueda comer de más con vos, sino por cuanto de este modo como de menos con ellos.
—No sabía nada —la reina puso su mano en la cabeza de Teresa con gran afecto—. Siempre pensé que vuestra familia...
—Y así fue, en efecto —continuó Teresa, sin avergonzarse—. Pero los años pasan, y el destino propuso a mi familia algunas jugadas que no nos fueron favorables.
—¿Qué os pasó? —se interesó la dueña Berenguela—. Si deseas contárnoslo, claro.
—Tal vez no deberíamos... ¿Quieres hablar de ello? —le preguntó la reina.
—Os aseguro, mi señora, que no me importa en absoluto —alzó un hombro Teresa—. Si os place oírlo.
—Como quieras —asintió doña Leonor.
Teresa dejó el bordado que completaba y se acercó a su señora, sentándose en un almohadón a sus pies para que la oyera mejor. Su semblante no reflejaba pesar alguno ni expresión de tristeza. Nada tenía que ocultar ni se avergonzaba de la desgraciada situación familiar. Esbozó una sonrisa irónica mientras comenzaba su relato.
—Recordaréis que mi padre, don Ansúrez, se desposó con mi madre, y ella tenía tres hermanas solteras... —empezó por decir.
—Sí, lo recuerdo —afirmó la reina.
—Y que ninguna de las cuatro, que eran huérfanas, disponían de bienes, por lo que ni siquiera mi padre pudo ser dotado al casarse con mi madre.
—Lo sé.
—Pues entonces comprenderéis que la fortuna de mi padre, que sin ser escasa tampoco era inagotable, tuvo que atender a las necesidades propias, a las de mi madre, a las mías y a las de mis cuatro hermanas y, por si fuera poco, a las de mis tías, sus tres cuñadas, que se pasaban la vida en nuestra casa, atendidas por el patrimonio familiar. Con los años, como imaginaréis, sin más varón en la familia que mi padre, y después de los siete malos años de cosechas que se siguieron en la comarca de Aranda en el pasado, la fortuna familiar comenzó su declive.
—Malos años, en efecto —recordó doña Leonor—. Granizo, heladas a destiempo, lluvias torrenciales... Castilla sufrió mucho en aquellos años.
—Veo que os acordáis —siguió Teresa.
—En todo caso, lo que nos has contado no explica la razón de que no te hayas desposado —insistió la reina—. Tienes ya veintidós años y a tu edad...
—Ni para dote hay en casa, señora —Teresa, en ese momento, bajó los ojos y adoptó un semblante de tristeza que conmovió a cuantas le escuchaban—. ¿Quién iba a dotarme?
—Si lo hubiera sabido antes, yo misma, Teresa.
La dama abrió los ojos con desmesura y los dejó clavados en los de doña Leonor, asombrada y perpleja.
—¿Vos haríais eso, mi señora?
—Naturalmente. ¿O es que acaso no eres una de mis damas más queridas?
Teresa se ruborizó. Las lágrimas asomaron a sus ojos y se incorporó para abrazarse a doña Leonor.
—¡Señora!
—Vamos, vamos... —la reina la besó en la frente y trató de calmarla—. No seas tonta.
Las otras damas tampoco pudieron contener las lágrimas y fueron, una tras otra, a consolar a Teresa, que lloraba como una niña.
—Señora, perdonad que os abrace —dijo, apartándose y haciendo una profunda reverencia—. Os quiero tanto...
—Bueno, ya está —zanjó doña Leonor—. ¿Y no hay un caballero en la corte en el que hayas puesto los ojos? Porque yo sospecho de alguno que estaría muy dispuesto, y además supongo que tú misma, por tu reacción...
—Me da mucha vergüenza, mi señora.
—¿Conmigo tienes secretos ahora, Teresa?
—El amor lo llevo tan escondido que... Perdonadme que no os lo haya confesado nunca, pensé que era un afecto tan transparente que, cada vez que he estado cerca del hijo mayor del conde de Urgel...
—¿El primogénito del señor conde de Urgel? —la reina no podía creerlo—. ¿Don Fernando, dices?
—Señora, por Dios, ¡que me ruborizáis...!
—¡Pero si él mismo me ha pedido licencia para hablarte! ¿Cómo no me lo has dicho antes? Yo no he atendido todavía su petición porque no sabía si tú... Pero ¡por el amor de Dios! ¡Si está deseando hablar contigo! En cuanto volvamos a casa... No, hoy mismo. Hoy escribiré una carta con mi autorización para que te hable.
—Señora. ¡Nunca sabré cómo agradeceros...!
Las campanas que anunciaban la hora tercia las sorprendieron a todas entre risas y una alegría incontenible. La reina pidió un poco de respeto a la llamada a la oración y juntas, recobrando la solemnidad requerida y arrodilladas en sus reclinatorios, cumplieron con la parte del salterio que correspondía a la hora del oficio divino. En total, recitaron diez salmos de los ciento cincuenta que compuso el rey David.
Al terminar los rezos, la puerta de la estancia se abrió y dio paso a Águeda, que regresaba al aposento de su reina como si hubiese visto a la mismísima muerte cruzarse con ella por las galerías del claustro. Las otras damas y doña Leonor, al verla en tal estado, no ocultaron su preocupación y le preguntaron qué le sucedía.
—Dadme un poco de agua, por favor —fue lo primero que dijo.
—¿Qué ha ocurrido, Águeda? —preguntó la reina, inquieta.
—No sé si mis labios deberían permanecer sellados, señora. Quisiera morirme antes de daros la noticia.
—Pero ¿se puede saber qué es, Águeda? Me vas a preocupar de veras.
La dama bebió un sorbo de agua, se limpió la boca con su pañolito y se sentó a los pies de la reina.
—Mi señora. No he podido cumplir vuestro encargo —la dama alzó la mano y mostró el collar que colgaba entre sus dedos—. Violante de Hungría no está en su celda.
—Bien, ¿y qué? —la reina no se inmutó—. Estará cumpliendo alguna encomienda del rey, nuestro señor.
—Es que su cama no ha sido deshecha. Ni esta noche ni la noche de ayer. Me ha informado de ello la religiosa que atiende su celda.
El silencio se adueñó de la sala con la avaricia de un sediento arañando las últimas gotas de agua de un cántaro. Todas miraron al suelo y a su señora, alternativamente, comprendiendo en qué lugar se hallaba la joven extranjera. Hasta que Berenguela, sin contenerse, exclamó:
—¡Ordenad su muerte, señora! ¡Ordenadla!
—Calla, Berenguela —suplicó la reina.
—¡Es una vulgar ramera! —apostilló Águeda—. ¡Haced caso a la dueña, señora! ¡Os ha traicionado!
—Sí, sí —se sumaron otras voces.
—¡Callad, por Dios! —exigió doña Leonor—. ¡Callad todas! Callad... No: Violante no es culpable de nada. Nadie duerme con el rey si el rey no lo manda. No la culpéis. Quién sabe si ahora está temblando de vergüenza y miedo como un pajarillo sin plumas.
—Insisto en que... —repitió Berenguela—. Su deber con vos sería, en todo caso...
—¡No! ¡No lo comprendes, dueña! —doña Leonor se arrancó una lágrima que empezaba a recorrer su mejilla—. Es él, sólo él...
—Señora...
—Él. Pero como yo no puedo exigir ninguna cuenta al rey, nuestro señor, hoy le pediré licencia para abandonar el monasterio y volver a casa, junto a mi hijo, el príncipe. Sí. Eso haré. Así lo haré...
A la hora tercia, allá cuando el día se había vestido con una luz de marzo que ya era primaveral, el rey don Jaime se desperezó en el lecho con la satisfacción de haber cumplido una noche de sueño profundo y reparador. Violante ya estaba levantada y vestida, sin huellas de dolor en la mirada, y cuando oyó el bostezo real se apresuró a levantarse de la silla y a situarse junto a las ropas de su señor, para ayudarlo a vestirse.
—¿Alborotaron hoy con los maitines? —preguntó el rey, señalando el azul que, al exterior, enmarcaba el ventanuco de la estancia.
—A su hora, mi señor —respondió la muchacha.
—Entonces he dormido bien, vive el Cielo. Ni siquiera lo oí.
Don Jaime puso los pies en el suelo, se desperezó otra vez y se dirigió a su ropaje. Sintió un leve mareo, pero supuso que se lo había producido el apresuramiento al levantarse y, permaneciendo unos instantes inmóvil, esperó a recuperarse. Luego miró con una ancha sonrisa a Violante, recordando los principios de la noche, por ver si descubría en ella alguna clase de rencor o malestar por la abundancia de caricias y abrazos que le rindió, pero nada vio en ella. La joven le entregó las polainas y la camisola y fue al aguamanil en busca de la jofaina que reposaba sobre él para que el rey se refrescara cara y manos.
—¿Os lavaréis, mi señor?
Sin responder, él se mojó las manos y los párpados, se secó con la toalla que ella le acercó y siguió vistiéndose.
—Eres muy hermosa —dijo al fin.
—Gracias, mi señor.
El rey guardó silencio mientras terminaba de aderezarse. Y, antes de acabar, sin apartar los ojos del espejo donde se veía, añadió:
—Anoche compartí contigo unos momentos que no olvidaré.
Violante bajó la cabeza y se sonrojó.
—Mejor olvidarlo, mi señor. Vos sois el rey y tenéis esposa. No estuvo bien.
—¡Estuvo muy bien! —replicó don Jaime, enérgico—. ¡Pero que muy bien! Si lo sabré yo... Y de nada has de arrepentirte, ni yo tampoco, porque con ella no me apetece hacer lo que un hombre debe hacer con su esposa.
—Señor... A ella la conocéis bien; de mí no sabéis nada.
—Conocer a quien se tiene al lado no es cuestión de tiempo sino de simpatía —replicó el rey—. Y no se hable más. Es la hora del desayuno.
—De todas formas, os agradezco que me respetarais, mi señor. Doncella soy y...
—Con gran esfuerzo, Violante. Con sumo esfuerzo... Haces bien en agradecérmelo.
En el comedor real sólo se encontraba la monja Constanza de Jesús, apurando los picatostes que mojaba en un tazón con chocolate. Al ver entrar a don Jaime alzó los ojos, tragó lo que masticaba e informó:
—La abadesa viene ahora. Ha ido a ver los destrozos del
scriptorium
y me ha dejado dicho que, en el caso de que os presentarais en su ausencia, os rogara que la disculpéis. Y que, si acudíais a desayunar, os anunciara que nuestra señora, la reina, no asistirá al comedor. Os ruega vuestra indiligencia por su mala salud. Parece que no se ha levantado bien. Esperaba que vos, sí.
—Qué amable la abadesa, ¿no te parece? ¡Cuánto esmero en mi salud! Bien está. Y tú, ¿no te aburres desayunando sola?
—En absoluto. No olvide su majestad que en la lengua griega «monje» significa precisamente eso: vida solitaria.
El rey sonrió y se volvió hacia Violante.
—Aprende de esta buena religiosa navarra, Violante. Es todo generosidad: no ahorra en demostrar su sabiduría a la menor ocasión.
Las hermanas que atendían el comedor sirvieron al rey un tazón de leche y le aproximaron una fuente de frutas de temporada. Luego dieron unos pasos atrás y permanecieron de pie por si se precisaba de su servicio.
—¿Alguna novedad en tus pesquisas? —preguntó don Jaime a Constanza después de ingerir un primer sorbo del tazón.
—Aún no. En breve procederé a realizar el examen de otras dos víctimas. Con ello completaré mis primeras conclusiones. Pero ¿sabéis, señor? No dejo de darle vueltas al hecho de que todas las monjas asesinadas fueran aragonesas y que, en cambio, las violadas fueran todas catalanas. ¿Es una casualidad o no lo es? He estado pensando en ello toda la noche. ¿Vos qué pensáis?