Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Es horrible, sí... Primero el osario infantil y ahora esto. Dime, Constanza: ¿qué piensas después de todo lo que me cuentas, mi buena amiga? —preguntó don Jaime tras permanecer un buen rato digiriendo todo lo oído—. Porque, conociéndote, a buen seguro que la noche ha dado mucho de sí en tu cabeza.
—No os lo creeríais, mi señor...
—Pruébame. Veamos.
La hermana Constanza cerró los ojos, se recostó en el sillar, respiró profundamente y tamborileó con los dedos sobre el brazo del asiento. Pensaba que toda idea necesitaba arrasar con las anteriores para hacerse un hueco y florecer, así que convenía explicarle al rey que todo lo concebido hasta entonces, incluida la convicción de que el causante de la matanza era un hombre, había que dejar de considerarlo y dar por bueno que las sucesivas muertes eran sólo un señuelo. Aunque también dedujo que no iba a ser fácil que don Jaime lo aceptara, por lo que tal vez debería ser un pensamiento guardado, por ahora, para sí misma.
También pensó que expresar con crudeza cuanto había deducido podría ser considerado una calumnia, y en consecuencia perder la confianza real al no ser capaz de demostrar sus convicciones. Por ahora no tenía ninguna prueba que las avalase. Por nada querría alejar de ella la confianza de don Jaime y, mucho menos, arriesgarse a ser castigada por pecado de osadía. Pero el rey le pedía que hablara con claridad, que dijese cuanto pensaba, y en ese dilema se entretuvo mientras don Jaime esperaba, con impaciencia, a que iniciase la exhibición de su habilidad y sentido común que fundamentaba su buena fama. Abrió los ojos muy despacio, se rascó la cabeza a través de la toca y dijo:
—Perdonadme, señor, pero carezco de pruebas para afirmar que doña Inés, nuestra abadesa, intenta por todos los medios a su alcance que este monasterio sea un cenobio femenino exclusivo para hijas de la nobleza catalana.
—¿Eso es todo?
Constanza repitió la fórmula, animada por la serenidad mostrada por el rey.
—De nuevo os ruego disculpas, mi señor, pero carezco de pruebas para asegurar que la abadesa, confabulada con las hermanas Lucía y Petronila, han urdido un macabro plan para ahuyentar a las hermanas aragonesas de la abadía y luego...
—¿Qué clase de plan, según tú? —se interesó don Jaime.
—No estoy segura, señor —dudó la navarra—. Porque carezco de pruebas para culparlas de las muertes y violaciones que nos han traído hasta aquí.
—¡Eso es una acusación muy grave, Constanza!
—No acuso, mi señor —Constanza se llevó el dedo meñique a la papada—. Insisto en que carezco de pruebas. Tan sólo he sabido por la novicia que me visitó anoche que las aragonesas son las únicas que sufren castigos, que son confinadas en esas lúgubres mazmorras sin que nadie sepa lo que les ocurre allí dentro, y que, cuando salen, pasan en ocasiones varias semanas sin ser vistas, acaso reponiéndose de sus daños en la enfermería que conocemos. Y me temo, por otra parte, que algunas no salen con vida.
Don Jaime arrugó los ojos. Por una parte confiaba por completo en la agudeza de la monja navarra, y estaba seguro de que, si hablaba de ese modo, no lo hacía sin razones en las que sostenerse. Sus motivos tendría. Pero por otra parte la abadesa doña Inés era un pilar en el seno de la nobleza catalana, un punto de referencia religioso respetado y alabado por todo el reino de la cristiandad, y toparse de lleno con la sospecha de semejantes atrocidades era un risco inexpugnable, muy difícil de conquistar. Exigió más datos de lo que afirmaba.
—Es tan grave cuanto insinúas que necesito seguridad de su certeza, Constanza. Explícate: ¿sólo lo imaginas o tienes manera de demostrar lo que dices?
La monja cabeceó a un lado y otro, lamentándolo, incapaz de encontrar el modo de hacer ver al rey cuanto ella vislumbraba con claridad. Guardó unos segundos de silencio y, sin estar segura de adonde le conduciría el camino, comenzó a transitarlo descalza, sin protección alguna.
—Señor: hace más o menos dos años fui requerida por el señor arcipreste de Lizarra, don Eginardo, para encontrar explicación a un extraño suceso que se llevaba produciendo en su burgo durante parte del otoño y todo el invierno. Y ello no era sino que, en mitad de la noche, en todas y cada una de las noches, las cabras se ponían a chozpar, las ovejas a balar y los cabritos a arruar como jabalíes, con tal alboroto y persistencia que era imposible conciliar el sueño a diez leguas a la redonda. Las primeras noches acudieron los vecinos a comprobar la causa de la algarabía, sin encontrar explicación. El mismo don Eginardo, varias veces, pasó las noches en vela junto a los rebaños para intentar comprender la insólita actitud de la ganadería, pero tampoco encontró motivo para la sublevación. Así es que, sin poder soportar por más tiempo el insomnio a que estaba siendo condenada la comarca, reclamó mi presencia para desentrañar el enigma. Cuando al cabo de unas jornadas llegué a Lizarra, no encontré nada extraño que me alumbrara en la pesquisa, y no fue hasta pasados dos días cuando comprendí que aquellos animales no estaban poseídos por el diablo, sino que balaban y chozpaban porque una de ellas, la mejor cabra del burgo, que ejercía de reina del rebaño, comenzaba su serenata y todas la imitaban sin saber por qué. Yo sabía la influencia que ejerce sobre las manadas y rebaños el ejemplar más poderoso y, al descubrirlo, aparté a aquella cabra del cobertizo y ordené que la llevaran lejos, donde no pudieran oírla sus iguales, y así resultó que nunca más se alteró la madrugada con voces extrañas. No sé si comprendéis lo que os quiero decir, mi señor.
—Si te he de ser sincero —abrió los brazos el rey—, no. En absoluto. Lo único que alcanzo a entender es que has pasado una mala noche, eso es todo.
—Intento decir que, en ocasiones, la manzana podrida que echa a perder los demás frutos del cesto es la más hermosa, la que ornamenta con su presencia a todas las demás por ser la más visible. Y si esta abadía se pudre, no es desatino razonar que pudiera ser a causa de quien todo lo preside y ornamenta.
—¿Doña Inés?
—Doña Inés, sí. Imaginad por un momento que...
—¡Ni quiero ni puedo imaginar, Constanza! —interrumpió el rey, disgustado—. Para llegar a pensar algo así necesitaría pruebas, hechos, seguridad, evidencias. ¿Cómo me pides que dude de una de las más santas mujeres del reino, considerada así por todos en la Corona de Aragón, sin más indicio que lo que imaginas, sospechas o, incluso, fabulas? ¡No me hagas perder la paciencia, Constanza!
—Mi intención, señor, no es tal.
—Pero, ¡por todos los santos! ¿Es que en tres días no has podido llegar más lejos en tus averiguaciones? ¡Necesito una prueba! ¡Me decepcionas, Constanza!
La monja asintió y, para disimular su enojo, arrancó una pera de la fuente y le dio un mordisco rabioso, con el mismo ímpetu que lo habría dado en el cuello de don Jaime por su ceguera. No entendía la estrechez de miras de su rey.
—¡Bien, mi señor! —espetó la monja, airada—. ¡Pruebas! ¡Pedís pruebas! Pues permitidme deciros que los indicios son sospechas razonables y que la acumulación de indicios son algo más que sospechas: suelen ser evidencias. ¿Queréis pruebas? ¡Os las daré! Pero os ruego que recapacitéis un instante.
—¿Acerca de qué? —el rey se amilanó ante la firmeza de la monja navarra y cambió el tono de voz, suavizándolo.
—Sobre los hechos. Sólo sobre los hechos que conocemos. Doña Inés negó que hubiera un perro en la abadía, y lo había; doña Inés se resistió a mi investigación hasta que conoció vuestras órdenes; doña Inés ampara vejaciones y castigos a las hermanas aragonesas...
—Tal vez ignore la existencia de esas mazmorras...
—¿Lo creéis?
—¡Yo sólo creo en Dios y lo demás lo compruebo, Constanza! ¡Y eso es lo que has de hacer tú también!
—Cierto, señor. Lo comprobaré y lo probaré. Muy pronto. Os lo aseguro. Pero el osario infantil, la apresurada marcha del médico del cenobio, la aparición del inútil de don Fáñez, la desconsideración dada a la hermana Catalina, el miedo de la hermana Cixilona, los hallazgos macabros en la torre y, sobre todo, vuestra repetida aseveración de que lo encontrabais todo muy extraño en este monasterio son hechos a los que vos mismo habéis asistido o conocido por mí. Pero ¿qué más necesitáis ver para, por lo menos, sospechar de la hermana abadesa? ¿Queréis oírlo de su propia boca? ¡Si hasta se ha hundido el
scriptorium
para que, casualmente, no tengáis la libertad de comprobar cuanto allí se contenía! Procurad que lo reconozca, mi señor; instadla a que confiese su culpabilidad. ¡Ya veréis el resultado! ¡Lo negará todo! ¿O es que la creéis capaz de declararse culpable?
—Si lo fuera, tal vez... En todo caso prefiero actuar con cautela porque
accipere quarn facere praestat iniuriam.
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—Os admiro, señor —suspiró Constanza—. Sois bueno y creéis en la bondad ajena. Yo, en cambio, carezco del don de la ingenuidad. Y además sufro con cuanto sospecho, porque es nuestra sangre la que nos lastima, no las ajenas. Y la abadesa, como yo, somos hermanas en el cuerpo de Cristo. Ojalá estuviera confundida. Ojalá. Pero os lo ruego, mi señor: cuidad de vuestra vida, majestad; cuidadla. O mucho me equivoco, o vos sois el precio.
—Retírate, Constanza. —El rey no quiso seguir escuchándola—. Cuando vuelvas con pruebas, me encontrarás aquí, esperando. Entre tanto, más vale que no calcules mi precio, sino el tuyo...
En ese momento una hermana del cenobio tocaba a la puerta del aposento de doña Leonor de Castilla porque portaba una carta que acababa de llegar de Caspe. Un mensajero real la había depositado a las puertas del monasterio con el encargo de que se hiciese entrega de la misiva a la reina a la mayor brevedad.
Doña Leonor esperaba noticias porque había dejado ordenado que se le mantuviera informada cada dos días de las novedades de su hijo, el príncipe Alfonso, y se sentó a leerla, con calma, para ver qué nuevas le transmitía el escribano de la corte. Las damas, contentas también por la distracción que suponía recibir noticias del exterior, se sentaron alrededor de la reina para leer, en los gestos de su cara, las sensaciones que la carta le producía. Hasta que dijo:
—¡El príncipe está enfermo!
La voz de la reina, ahogada por la presión de su mano en el pecho, levantó un coro de gemidos y un revuelo de lamentos.
—¡Dios mío!
—¿Qué tiene?
—¿Es de gravedad?
—Decid, señora.
La reina siguió leyendo con atención, buscando más datos de la enfermedad de su hijo, y mantuvo en vilo a las damas, que, expectantes, no se atrevían ni a respirar. Se hizo el silencio en la sala. Se hizo la espera en los corazones. Se hizo la luz en los ojos. Se hizo la quietud en el mundo. Y de pronto el silencio, la luz, la espera y la quietud se alinearon como la hoja de una espada y el aire se cortó con su filo. La reina aproximó el papel a la luz de la ventana para leer con mayor avidez el relato del escribano real y, por los gestos de su rostro, ora contraídos, ora más relajados, era imposible averiguar la verdadera naturaleza del mal que aquejaba al príncipe.
—Señora, por el amor de Dios —suplicó Berenguela, la dueña.
Doña Leonor no atendió el ruego. Ni siquiera lo oyó. Siguió leyendo las líneas escritas con esmerada caligrafía por su remitente hasta que, al fin, concluyendo la carta, estrechó el papel contra su pecho, respiró profundamente y exhaló un suspiro.
—El príncipe se ha resfriado —dijo con la solemnidad del drama.
Las damas permanecieron unos instantes en silencio. Y luego decidieron compartir el dolor de su señora.
—Un fuerte resfriado, seguro.
—En esta época del año son peligrosos.
—¿Qué os proponéis hacer, señora?
—¡Pobre don Alfonso! Con lo pequeño que es...
—Y tan delicado...
La reina, sin separar la carta de su pecho, se levantó y caminó hasta la ventana, pensativa. Las damas deseaban, impacientes, que ella dijera algo, recuperando el silencio, la espera, la luz y la quietud; pero doña Leonor no abrió la boca. Parecía meditar, mirando al infinito, la mejor decisión.
Finalmente se volvió hacia Berenguela y dijo:
—Dueña, prepáralo todo para la marcha. Volvemos a Caspe.
—¿Y el rey, mi señora? —se extrañó la dama—. ¿No vais a esperar a hablar con él?
—Es una decisión de madre, no de reina. Prepáralo todo.
La reina parecía estar mirando una bola de cristal en la que se sucedían imágenes de lo que iba a ser su futuro. En ella podía verse sola con su hijo, sin ser esposa ni reina porque el matrimonio había sido anulado, pero sabiéndose madre de un rey al que, por amor a su hijo y a Aragón, y por lealtad a su sentido del deber, por haber nacido en Castilla, se entregaba hasta dedicar cada minuto de su vida. Veía en el futuro un retiro espiritual en el monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas, una confiada espera hasta que llegara la hora de entregar su alma a Dios y una zozobra continua por conocer si su hijo corría algún peligro en las cruzadas contra el Islam o entre las celadas tendidas por sus nobles, hijas de la envidia, de la avaricia o de la traición. Miraba el horizonte como si fuera el mapa de su futuro y se le agitaban las sangres porque no veía en su geografía ni un instante de sosiego. A veces contemplaba en su visión el abrazo al príncipe y sentía el calor del afecto, pero de inmediato alguien o algo se lo arrebataba, y entonces a la serenidad le seguía la ansiedad, y al grito, la gruta, y desde su impotencia sólo se le ocurría llorar, aun sabiendo que nadie lo vería ni habría quien acudiera a secar sus lágrimas. La reina parecía verlo todo, allá en la línea que se dibujaba en el horizonte de su ventana y en el confín de su alma, y respirar se le hacía difícil. Pero había tomado la decisión de ser fuerte, de afrontar lo que el destino le deparase y de dedicar, mientras le dejaran, su vida al cuidado del príncipe. Por eso se pasó la mano por la frente, arrastró las malas ideas y se volvió hacia sus damas.
—Preparadlo todo, amigas mías. Y tú, Berenguela, ve en busca del rey, nuestro señor, y solicita audiencia en mi nombre.
—En seguida, mi señora.
—Ah, y comunica mi decisión a Violante y que se prepare también. Vuelve conmigo a Caspe.
La dueña se quedó inmóvil por un instante. Las otras damas interrumpieron lo que estaban haciendo y miraron también a la reina, que no alteró un músculo de la cara al comunicar la decisión. Se sintió confundida al observar los gestos de sorpresa que leyó en los ojos de sus sirvientas.