Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Qué he de hacer, entonces?
La religiosa meditó unos instantes. Comprendía la ira del rey y la justicia del castigo, pero una vez que ambos habían llegado tan lejos no quería abandonar el monasterio sin conocer algunas respuestas de las muchas que había buscado entre aquellos muros, unas respuestas que sólo doña Inés podría dar. Pensó con cuidado cómo responder al rey y tras reflexionarlo con calma urdió un plan que le pareció satisfactorio. Y así se lo hizo saber a don Jaime.
—Esa puerta da al taller de la abadesa, según dijo. ¿Cierto?
—Cierto. Yo mismo lo visité.
—¿Os parece que lo visite yo ahora?
—No comprendo para qué quieres...
—Ésta es mi idea, señor —la monja se expresó despacio y con claridad, para no dejar al azar ningún detalle—: Sugiero que vos permanezcáis aquí, sentado en el sitial de la abadesa con la copa en la mano, vacía. Cuando aparezca doña Inés, lo que hará pronto porque estoy segura de que querrá asistir a vuestra muerte, estará convencida de que habéis ingerido el veneno, sobre todo si acompañáis vuestra actitud con algún que otro suspiro o lamento. Será el momento de que le interroguéis acerca de todo cuanto imaginamos y no nos ha sido posible probar: quién administra el osario infantil, cuál es el objeto de las mazmorras, qué hace un perro enterrado en lugar sagrado, la casualidad del desplome del
scriptorium,
la muerte de las hermanas cenobitas, sus violaciones, la misma muerte de Cixilona..., en fin, todo cuanto nos ha traído aquí y, aun conociendo las respuestas, precisamos de confesión para que, al menos yo, regrese animosa a mi monasterio de Santa María de la Caridad, en Tulebras. Entre tanto, asistiré oculta tras esa puerta para dar fe de cuanto os diga.
—Me parece acertado —afirmó el rey, atraído por el juego que le proponía la monja y deseoso de poner fin al misterio y desenmascarar a la abadesa—. Pero no fácil: esa puerta está bien cerrada y es doña Inés quien custodia la llave.
—No os preocupéis por ello, señor.
La navarra sacó el punzón de la faltriquera y procedió a forzar la cerradura.
—Careces de respeto, Constanza —le recriminó el rey, sonriendo.
—Por completo —sonrió ella a su vez al abrir la puerta, y antes de introducirse en el taller se agachó y limpió lo mejor que pudo con sus faldones el vino derramado por la copa en aquella esquina de la sala. Luego añadió—: Pero os ruego que ello no os conduzca a formaros un mal concepto de mí, señor. Con las monjas, ya se sabe... Pero vos no tratéis de imitarme, por Dios bendito, porque es muy importante que os mostréis amable con ella. No debe sospechar nada, ¿comprendéis?
—Descuida, monja del diablo.
—Del diablo, sí. Del diablo... Esto ya está limpio —dijo para sí. Y se volvió hacia el rey, insistiendo—: Pero vos mostrad mucha serenidad porque aquí esperaré y velaré por mi señor hasta que el destino se cumpla. Si Dios, en su misericordia, lo permite.
—Sea.
Ensayaba el rey posturas y ademanes que, por indicación de Constanza, debían parecer naturales y espontáneos cuando la puerta del aposento se abrió y entró en él doña Inés. Al verlo con la boca torcida y las manos apretadas sobre el estómago, en un gesto tan extraño como exagerado, se sobresaltó y emitió un gemido mientras se llevaba la mano al pecho. El rey, al verse sorprendido en semejante postura, a todas luces estrafalaria, se recompuso lo antes que pudo y, para aparentar normalidad, recurrió a un saludo protocolario.
—Buenos días de nuevo, doña Inés. Aquí, entreteniendo la espera mientras llegabas...
La abadesa tardó en recobrar el aliento.
—¡Me habéis asustado, señor! —dijo con voz trémula al recuperarse—. Siempre me asustáis. ¿Os encontráis bien?
—Muy bien, sí. Pero dejemos de velar por mi salud: siéntate y recobra el resuello, que tenemos que hablar. —El rey se incorporó en la silla y apoyó los brazos sobre la mesa, jugueteando con la copa vacía en la mano. Cuando la abadesa tomó asiento frente a él, procedió a cambiársela de mano y, en ocasiones, a posar su borde en la barbilla, muy cerca de los labios—. La reina parte hoy hacia Caspe.
—Me han informado ya —interrumpió doña Inés—. Camino largo le espera a vuestra esposa.
—Largo sí, pero no fatigoso —comentó don Jaime—. Además, ya sabes cómo son las madres: un simple resfriado y se inquietan si no están cerca de sus hijos.
—¿El príncipe Alfonso se ha resfriado? —disimuló la abadesa—. ¡Qué contrariedad! Pues hace bien en protegerlo porque don Alfonso es débil y a fe que le aguardan grandes empresas.
—Se le educa para ello...
El rey rebuscaba en sus adentros y no encontraba ningún tema de conversación lo suficientemente interesante para, dentro de la amabilidad, alejar sospechas sobre la animadversión que sentía por la mujer que había intentado su muerte. Por su parte, la abadesa tampoco sabía de qué hablar, pero observaba con atención a don Jaime para descubrir algún indicio o síntoma que indicase que el vino emponzoñado cumplía su misión. Por hablar de algo, preguntó:
—¿No habéis meditado la posibilidad de que marche con la reina esa monja navarra? La hermana Constanza, quiero decir.
—No lo había pensado. ¿Por qué habría de partir?
—Pues... —dudó la abadesa si debía o no expresar lo que sentía. Y al fin, decidiéndose por el insulto, lo hizo—: Porque con una bruja en Cataluña tenemos bastante, ¿no lo creéis así?
—¿Teníamos ya una bruja? —el rey, decidido a no dejarse intimidar por ella, acompañó su pregunta con una sonrisa y, notando un leve picor en la espalda, se retorció para rascarse.
—Sí, sí. —La abadesa sintió, de repente, una íntima satisfacción porque en el brusco movimiento de don Jaime creyó ver un evidente síntoma de malestar—. ¿No conocéis su existencia? La llaman la Bruja de Piedra y está en lo más alto del contrafuerte de la torre de Carlomagno, en la catedral de Gerona. Bueno, en realidad se trata de una gárgola, la única con figura humana del templo, y cuenta la leyenda que es el castigo divino a una mujer vieja que se dedicaba a las artes de la brujería y demostraba su odio a nuestra religión cristiana arrojando piedras contra los muros de la catedral.
—Curiosa leyenda... —comentó don Jaime.
—Sí. Era también una extraña mujer: se convertía en sapo, en cuervo, en gato..., y realizaba hechizos a sus vecinos para procurarles toda clase de males. Hasta que un día, por decisión de Dios Nuestro Señor se convirtió en piedra y el mismo Cielo la colocó ahí para que de su boca sólo saliera agua limpia de lluvia, en lugar de blasfemias. Su aparición fue un enigma, y el modo en que quedó fijada al muro, milagroso. Creí que habríais oído hablar de ello...
—No lo sabía, no —el rey volvió a removerse, esta vez de manera intencionada, llevándose la mano al vientre y fingiendo un malestar—. Pero el caso cierto es que Constanza permanecerá todavía algún tiempo entre nosotros. Espero que no os parezca mal.
—¿Os sentís bien, don Jaime? —la abadesa no respondió a la pregunta y en cambio se interesó por el gesto fingido del rey.
—Un poco mareado, tal vez —mintió don Jaime—. Pero nada de importancia. ¿Tengo mal aspecto, acaso?
—No, no —también engañó doña Inés.
Aquella conversación no conducía a ningún sitio, pensó el rey, y tampoco tenía ganas de continuarla en semejantes términos. Le aburría profundamente. Así es que, sin medir las turbulencias que podían desatarse, miró fijamente a la abadesa con la crueldad que todo el reino temía cuando los ojos de don Jaime se encendían de aquel modo y preguntó:
—¿Qué piensas de mí, doña Inés?
—Lo sabéis tan bien como yo, señor —replicó la abadesa sin alterarse.
—¿Deseas mi muerte?
—Deseo que no os apropiéis de lo que no es vuestro, señor.
—¿Y de qué quiero apropiarme, si puede saberse?
La abadesa no tardó en responder, y de corrido, con la mirada agria y la voz segura, replicó:
—Atended bien, don Jaime: puede extraerse el oro, arrebatarse las joyas, saquearse las minas y arramblar con bienes, posesiones, mujeres y esclavas, pero nunca podrá robarse la memoria de un pueblo ni obligarlo a que olvide sus tradiciones y sus formas de ser y de pensar.
—¿Y eso hago yo, señora abadesa?
—Sois un intruso, señor —espetó ella sin recato—. Cataluña pertenece a los catalanes y vos la obligáis a rendiros obediencia del mismo modo que antes nuestros condados rendían vasallaje a los reyes francos. Imponéis su sumisión, y deberíais saber que para nosotros sólo sois un rey extranjero.
—¿Quiénes sois vosotros? —El rey empezaba a comprender las palabras de Constanza—. ¿A quiénes te refieres?
—A los buenos catalanes, señor. Que son muchos más de lo que os hacen creer. A esa gente noble y esforzada que ha labrado con su esfuerzo y voluntad una tierra que...
—Yo también soy catalán, abadesa. Al igual que soy aragonés y lo mismo que soy hijo de Montpellier. ¿Qué ves en mí de extranjero?
La abadesa se recostó en su silla, despectiva.
—Vos sois un simple aragonés, don Jaime. Hijo y nieto de extranjeros. Para ser catalán hay que añorar nuestra sangre, y no se puede añorar lo que no se ha tenido nunca. ¡Bah! —hizo un ademán despectivo—. Dudo de que lo podáis comprender.
Don Jaime se recostó también en su silla, desconcertado por la altivez de la abadesa y por aquellas muestras de arrogancia que sólo podían provenir del hecho de que estuviera muy segura de su posición o de que se sintiera derrotada, y en esos momentos el rey estaba calculando si la suya era una voz respaldada por toda la nobleza catalana, conjurada para iniciar una guerra civil, o si la abadesa se sentía ya desenmascarada y estaba rindiendo sus armas porque era consciente de que lo único que le esperaba era la muerte. Recordó que don Blasco acababa de informarle de que las Cortes catalanas se unirían a la empresa mallorquina, por lo que no era posible que estuvieran urdiendo darle batalla; y por otra parte la abadesa sabía ya de los descubrimientos realizados en el cenobio, algo a lo que no podía dar respuesta. Aun así, quiso saber hasta dónde pretendía llegar con su atrevimiento y desmesura.
—¿Y qué es lo que tantos, como dices, pretendéis?
—Mi intención es hacer con la Corona de Aragón lo mismo que Dios hizo con Montserrat —respondió la abadesa con un tono tan manifiesto de soberbia que al rey le costó contenerse. Y, no obstante, optó por seguirle el juego.
—Ahora mismo no me acuerdo del interés de Dios Nuestro Señor por las montañas de Montserrat...
—¿Ah, no? Todos los catalanes lo saben y lo cuentan a sus hijos... Allí se asentaba una gran ciudad entregada al pecado. Los riscos que ahora veis en el macizo de Montserrat no estaban en la superficie de la tierra, sino bajo ella: eran los cimientos de la montaña.
—¿Esa ciudad pecadora no era Sodoma? —se burló el rey.
—De la misma catadura, sí —la abadesa arrugó el entrecejo—. Pero sólo hasta que la ira de Dios hizo que aquella enorme montaña girara súbitamente sobre sí misma, dejando a aquella ciudad sepultada para siempre. Y ahora quedan expuestas al aire las enormes raíces que estaban hundidas en lo más profundo de la tierra. Las raíces, ¿comprendéis? La verdad, la auténtica verdad de la montaña.
—Confieso que todavía me quedan algunas cosas por aprender de estas tierras —reconoció el rey con mucha serenidad—, pero para mí tanta verdad contienen las raíces como las moles de una montaña, estén, unas u otras, arriba o abajo. De todos modos —el rey adoptó un gesto severo, autoritario, enojado—, ello no justifica, a mi entender, esa actitud insolente que esgrimes ante mí, como tampoco tu tiranía ante algunas de tus cenobitas. ¿Por qué odias a tus novicias aragonesas, doña Inés?
—¿Odiarlas? —sonrió la abadesa, componiendo un gesto grotesco—. No las odio, don Jaime. Simplemente las desprecio. Son..., ¿cómo decirlo? Un mero juguete para la hermana Petronila.
—Pues muy dada parece tu amiga a la diversión —ironizó el rey—, porque también juega, como tú dices, con algunas cenobitas catalanas. Las ultraja, las viola...
—¿Ah, eso...? Ya —la abadesa se mostró tan desinteresada como pudo—. Pero comprended que yo no tengo la culpa de que la hermana Lucía no pueda contener su gran concupiscencia, don Jaime. Es su éxtasis, su comunión con la divinidad, su exaltación mística... Yo me limito a proporcionarle algunas pócimas para adormecer a sus elegidas y, cuando lo requiere, algunas prótesis articuladas para satisfacer ciertos deseos a su antojo. Pero notad que, como buena catalana, ella no se mancharía nunca las manos gozando con las jóvenes aragonesas. De eso se encarga la hermana Petronila, que, aunque me sabe mal decirlo, es, ¿cómo diría...? De gustos menos refinados.
El rey se sintió aturdido. Se levantó, demudado, y fue a asomarse a la ventana. La abrió para respirar aire fresco porque allí dentro el aire se había podrido y sentía deseos de vomitar. Su palidez y su gesto de repugnancia acabaron por convencer a la abadesa de la eficacia del plan que había diseñado. El sol brillaba en lo más alto, el día era limpio, el cielo, azul, el jardín del claustro mostraba toda su belleza y las flores de marzo se exhibían en todo su colorido y esplendor; pero allí dentro, en la celda de la abadesa, el rey estaba sufriendo el hedor de la traición y mareándose de verdad con una conversación que le producía náuseas.
—No sé si estás loca o no lo estás, abadesa, pero me cuesta un gran esfuerzo creer lo que estoy oyendo. Porque sabes que la hermana Petronila tortura y asesina a las aragonesas...
—A veces se le va la mano, sí —respondió doña Inés, sin inmutarse—. Goza con el castigo ajeno y su afición conoce pocos límites, otro modo de experimentar el éxtasis de la comunión con el espíritu de Dios... Pero a veces los sobrepasa y entonces...
—Y entonces mueren sus víctimas. —El rey absorbió todo el aire fresco que pudo en una bocanada profunda y se volvió hacia la abadesa—: Lo que no entiendo es por qué ha de fingir después una agresión sexual, por qué quiere aparentar que han sido violadas.
—Ah —sonrió la abadesa, sin darle mayor trascendencia al hecho—. Eso fue una idea que se me ocurrió a mí, no tiene mérito alguno. Un poco de semen por aquí y otro poco por allá y nadie podría depositar sus sospechas en una mujer. Recordad que veníais vos a la abadía y era preciso alejar toda duda. ¿Veis? Para ello fue muy útil el bueno de
Pilos,
mi perro. Tantas veces se desahogó frotándose sobre mis piernas que se me ocurrió que era una lástima no aprovechar los frutos de su masculinidad para servicios más útiles. Luego tuve que poner fin a su vida, claro, para eliminar todo rastro que pudiera comprometerme, pero reconoced que, en todo caso, fue una estratagema que salió barata.