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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (35 page)

—Tres o cuatro días, cinco como máximo —calculó el médico—. ¿Hay hombres en el cenobio?

—No —replicó la monja—. Excepto su majestad —miró al rey, alzó los hombros y sonrió, como si precisara excusarse.

—En todo caso —reflexionó don Martín—, a simple vista, yo diría que, o bien se trata del fruto de la hombría de muchos hombres, o estamos ante el líquido seminal de alguna bestia, porque para reunir la cantidad que contienen estos tres frascos serían precisos al menos cincuenta hombres jóvenes y robustos. No lo creo. Más bien opino que pueda ser, quizá, fluido seminal de asno o caballo...

—¿Podría ser de perro? —Constanza arrugó el entrecejo.

Don Martín tomó el otro frasco y lo miró al trasluz de la antorcha. Luego lo olió con mayor detenimiento. Finalmente se decidió a llevarse el frasco a los labios y probarlo a conciencia. Después de saborearlo y analizarlo, lo escupió y, reparando en el gesto de asco que compuso el rey, dijo:

—Por mi profesión, estoy acostumbrado a probar todo tipo de humores. No lo consideréis una excepción, señor. Eso me ayuda a llegar a algunas conclusiones relacionadas con las enfermedades de mis pacientes.

—Concluye pues, don Martín —indicó el rey, comprensivo y compadecido con el oficio de sanador.

—Su olor es muy fuerte, como el que se deriva del semen de algunos perros. Esos animales disponen de ciertas glándulas en las zonas cercanas al ano y a su prepucio de las que carecen los humanos, y sus secreciones contaminan a su semen de un olor intenso, muy característico. Habréis observado que entre ellos se olfatean, y es que algunas de esas glándulas segregan las sustancias que los ayudan a marcar el territorio y a identificarse entre ellos. Por otra parte, me parece demasiado transparente, lo que indica que contiene mucho fluido acuoso, propio también de los animales. Y por último, su sabor: lo he saboreado bien porque, como sabéis, la lengua sólo reconoce los sabores dulces en su punta, y los ácidos y agrios en la parte de atrás. Y bien saboreado, deduzco que su sabor es más intenso que el del semen humano. Y desde luego mucho más acuoso, por no contar con que el semen humano espesa muy pronto. Creo que sí, que podría tratarse del semen de un perro, pero por la cantidad que se conserva en estos recipientes habría de ser de un perro de gran tamaño.

—¿De un mastín de los Pirineos, por ejemplo? —sugirió Constanza.

—Podría ser.

Constanza y el rey intercambiaron una mirada cómplice. Ella afirmó con la cabeza y el rey la imitó.

—Ya tenemos la respuesta, mi señor.

—Me parece que sí —aceptó don Jaime.

Mientras el rey aún no salía de su asombro con cuanto había visto y comprendido, don Martín dejó los frascos en su sitio, se limpió las manos, salió al exterior para huir de la pestilencia de la mazmorra y expuso sus conclusiones con toda naturalidad.

—En efecto, en estas salas se ha vejado, torturado y, por su naturaleza y el hedor que despide, es posible que también se haya asesinado. Es un lugar de tortura como hacía mucho tiempo que no había visto, un auténtico presidio de los que existen en todos los castillos para poner fin a la vida de ladrones y enemigos. No puedo decir más.

—Así es que, en tu opinión, ¿hay huellas de que se ha asesinado entre estas paredes? —quiso confirmar don Jaime.

—Huellas suficientes de tortura extrema —respondió don Martín—. Si esas prácticas causaron o no la muerte, es imposible decirlo. Pero lo único que os aseguro es que el ergástulo está en uso y, en un lugar santo como éste, no alcanzo a comprender su finalidad.

—Nada más, don Martín —concluyó el rey—. Como imaginaba, tu opinión ha sido de gran utilidad. Ahora te acompañaré a la salida para que nadie ose molestarte. Y tú acompáñanos, Constanza. Creo que se impone una visita a la abadesa. Con urgencia.

—Sin duda —aceptó la monja—.
A verbis ad verbera.
[9]

—Como tú digas...

Capítulo 4

En el aposento de doña Leonor había un gran trajín y andaba todo revuelto. Las damas recogían ropas, joyas y adornos para ir colocándolos en los baúles de la reina mientras ella esperaba, mirando por la ventana, la hora de partir. Las noticias sobre los males de su hijo, el príncipe Alfonso, no le inquietaban en absoluto, pero la excusa, considerando su levedad, le pareció propicia para abandonar aquella abadía y regresar a casa. Al rey, por otra parte, le había parecido acertada la decisión, sin mostrar atisbo de sospecha en el deseo de marchar con urgencia, por lo que su alegría no podía ser mayor. Sus damas, al parecer, tampoco se sorprendieron de la premura del viaje ni hicieron comentario alguno que tratara de consolarla o de tranquilizarla, lo que dejaba bien a las claras que, aunque un simple resfriado no explicaba la fuga, todas ellas estaban deseándola. Más de una temió que si llegaban a convencerla de que nada grave le sucedía a su hijo y de que tardarían más en llegar a Caspe que el príncipe en reponerse, acaso la reina recapacitaría y anularía un viaje tan penoso. Y en modo alguno estaban dispuestas a seguir aburriéndose en el cenobio ni un día más. Tan sólo Juana, echándose la mano al riñón después de agacharse para colocar un juego de hilos en el fondo de un baúl, refunfuñó:

—Tantas urgencias, tantas urgencias... En mis tiempos, los viajes se preparaban con mucha más calma.

—Pero ¿de qué te quejas, Juana? —le recriminó Sancha—. Viajar es siempre un regalo. Conoces cosas nuevas, disfrutas de los paisajes, gozas de la conversación durante mucho tiempo... Yo no me cansaría de viajar.

—Claro, claro —replicó Juana, despectiva—. Tú es que te crees una jovencita. Pues que sepas que tenemos la misma edad, treinta y tres años casi enteros, Sancha. ¡Unos pocos!

—La misma edad, sí —se rió Sancha—, pero por fortuna muy distinto talante,
laus Deo, laus Deo.
Tú andas siempre hablando de tus tiempos, igual que si fueras una anciana y ya lo tuvieras todo visto en la vida, y para mí la vida no ha hecho nada más que empezar y espero todavía mucho de ella. Que lo sepas.

—Pues deberías saber que ya no eres ninguna niña.

—Pero tampoco una vieja, como tú —afirmó Sancha—. Porque, viéndote, estoy convencida de que la vejez, mientras no ataque la enfermedad, es un estado de ánimo.

—¿Insinúas que estoy enferma? —se encrespó Juana, llevándose el dedo índice a la sien y girándolo en círculos pequeños.

—¡Basta, basta! —terció la reina—. No vais a discutir ahora por eso, ¿verdad?

—Es que me pone triste, señora —argumentó Sancha—. Es verdad que tenemos la misma edad, pero al oír cuanto dice, siempre quejándose, siempre diciendo que si en sus tiempos tal o que en sus tiempos cual, me horroriza pensar que los demás puedan verme también así. ¡Y yo me siento joven todavía!

—Ya mí me encorajina ver cómo te haces la jovencita —se burló Juana apretándose la cintura hasta ceñirla y dando unos pasitos ridículos de baile—. ¡Eres tan vieja como yo!

—Pues ya sabes —espetó Sancha desafiante, usando un dicho popular—: ¡Toma pimpinela y ajo y llegarás joven a viejo!

—Vamos, amigas mías, dejémoslo así —ordenó doña Leonor—. Cada cual tiene su carácter.

Águeda, que había atendido a la confrontación sin decir nada, terminó de doblar y colocar unas camisolas en el baúl y sintió ganas de intervenir en la disputa. Dijo:

—Ya se sabe: cuando se alcanza la cima, se ingresa en la vejez.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Juana, dolida.

—Nada —replicó Águeda, con desenfado—. Lo que has oído.

—¿Tú también, Águeda? —la extrañeza de la reina podía conducir a su irritación.

—No, señora —respondió la dama—. Ya me callo.

Juana continuó su trabajo de recoger el equipaje con los ojos llorosos y el alma encogida. Le habían llamado vieja, y la verdad era que se sentía así. Más le habría gustado tener ese talante optimista de Sancha, siempre decidida a conocer cosas nuevas y sin perder las esperanzas de que, un día u otro, llegara marido que la pretendiese; pero hacía ya mucho tiempo que ella había puesto fin a toda clase de expectativas y renunciado a que algo cambiase en su vida. Si a eso lo llamaban envejecer, era cierto que se sentía vieja, porque no aguardaba más del futuro que seguir en el servicio de la reina, acabar sus días a su lado y, cuando doblasen las campanas por ella, ofrecerse a la muerte con la misma serenidad con que ahora se entregaba a la vida. Tal vez por eso hacía años que se había abandonado, que no se privaba de nada y que estar más o menos gruesa no era suerte que le incumbiera. Sancha, por el contrario, se acicalaba y vestía con buen gusto y refinamiento en todas las ocasiones, y procuraba mostrar siempre el rostro cuidado y gracioso, igual que si detrás de cualquier puerta fuera a toparse con un caballero presto para prendarse de sus encantos. Ella, no: Juana se había convencido hacía mucho tiempo de que no existía caballero para ella ni falta que le hacía, con lo placenteramente que pasaba la vida al lado de doña Leonor. Si ello significaba haber alcanzado la cima, cumplir los objetivos buscados en la vida o resignarse al lugar que ocupaba, tal vez fuera cierto que había ingresado en la vejez. Pero oírlo, como lo había oído decir, le dolió tanto que las lágrimas asomaron a sus ojos sin llegar a desbordarse, porque no se lo permitió.

Sancha, en menesteres de recogida de capas y ropas de cama, también se sintió atrapada por el mal de la rabia y empapó sus ojos. De sobra sabía su edad, y lo lejos que habían quedado los tiempos de lozanía y beldad cuando podía pasear por los patíos del castillo sintiéndose observada y deseada por caballeros y plebeyos; pero desde entonces había doblado la edad, y con treinta y dos años cada vez iba a resultar más difícil ofrecer algún atractivo para el matrimonio. Pero ello no iba a impedirle asistir a bailes y festejos con el ánimo predispuesto y la actitud receptiva, y si no hubiera quien posara los ojos en ella, tampoco anidaría en ella el desconsuelo. Una mujer podía disfrutar de otros muchos goces además de la vida marital y los hijos; podía viajar, escuchar músicas de trovadores, disfrutar de licores con moderación, conversar con buenas amigas o acompañar a la reina en sus quehaceres. Esas actividades eran sólo algunas a las que no quería renunciar ni aceptaba sentirlas como un deber, sino como una ocasión para que la novedad se tornara placentera. A Sancha le dio rabia que Juana no le comprendiera y le afeara su vitalidad y optimismo, y más aún no haberle sabido responder con mayor convicción y aplomo. Porque ni se sentía vieja ni tenía intención de abrazar con agrado la vejez, por muchos que fueran los años que pasaran.

La reina doña Leonor miró a las dos y las vio muy diferentes de aspecto, pero a ambas las encontró agraciadas.

Más envejecida Juana, sin duda, por la gordura de sus carnes y la predilección por los vestidos de tonos oscuros con que se adornaba, mientras que Sancha elegía colores más vivos y buscaba el modo de que su vestimenta le realzara la figura. A ella, que tenía veintisiete años, las dos le parecieron de edad, pero si no era capaz de calificar a su propia madre como vieja, y ya rondaba los cincuenta, tratar de ese modo a sus damas le resultaba inconcebible. Cuando las miró, observó que ambas tenían los ojos húmedos y le entristeció pensar que estaban disgustadas. Pero se consoló pensando que en breve iniciarían viaje y las dos olvidarían su pleito.

Además, se dijo, ¿por qué tantas mujeres tenían la culpa metida en la cabeza? Incluso muchas veces le sucedía a ella. Se sentían culpables por las más diversas cosas: por decir lo que pensaban, por no sentirse deseadas por sus esposos, por descender de un linaje más noble que el de ellos, por ser halagadas por un caballero, por no cuidar a su padre enfermo... Algunas llegaban a sentirse culpables hasta por ser alta o por ser baja, por estar delgada o gruesa, por ser fea, hasta por ser bella... Era posible que hubiera mujeres que se sintieran culpables incluso por ser mujer. Doña Leonor esperaba que nunca llegara a tanto y que, cuando la hora llamase a la soledad, supiera hacer de ella una aliada, porque nada tenía de lo que arrepentirse ni, mucho menos, de lo que sentirse culpable.

Se acercaba la hora sexta y su equipaje ya estaba preparado. El vestuario de las damas estaba recogido también y sólo esperaban a que fueran a informarles de que los carros estaban dispuestos y la escolta armada. Hasta ese momento, todas ellas tomaron asiento en torno a doña Leonor y guardaron silencio.

Sancha estaba arrepentida por haber regañado a Juana, y Juana mohína por haberse disgustado con Sancha. Siempre habían sido buenas amigas, aunque tuvieran un carácter tan diferente, y sólo la inquietud del viaje inminente podía haber causado semejante controversia. Berenguela, con la sabiduría que le daba la edad, meditaba acerca de las desilusiones que esperaban a ambas y consideraba que las contrariedades atacarían menos a Juana, por su conformismo, que a Sancha, por su predisposición a seguir buscando un futuro que sería difícil alcanzar. A su lado, Teresa sólo pensaba en el hijo mayor del conde de Urgel, don Fernando, y echaba cuentas de cuándo sería el momento más oportuno para recordar a la reina que tenía que escribirle para autorizar que le hablase y, en su caso, intimar con ella. Sus ojos, vestidos de impaciencia, no habían visto el pleito entre sus amigas, porque habría tenido que mirar para ver, que ver no es mirar. Además, estaba segura de que doña Leonor cumpliría su palabra de aportar la dote necesaria, y esa generosidad le llenaba de luciérnagas el alma y de golondrinas el estómago, haciéndole sonreír.

La espera empezaba a ser larga. La reina sabía que su esposo lo organizaría todo con prontitud y el viaje se iniciaría con brevedad, pero no sabía cuándo serían llamadas a la cita y por eso quiso que el silencio que observaba en sus damas no se prolongase mucho, para que la seriedad diera paso a la tristeza y la melancolía enquistase los disgustos entre ellas. Como tantas otras veces, Águeda era la encargada de animar las horas muertas, y doña Leonor pensó que de nuevo tendría que ser ella la que jugase los naipes de los oros y las copas.

—¿Conservas tu lengua, mi querida Águeda?

—Gracias a vos, señora.

—¿Y no te apetece decirnos en qué estás pensando?

La dama adoptó un gesto de duda y se removió en el cojín en que se había sentado. No sabía si a su señora le gustaría lo que pensaba.

—Cuanto más hablo —dijo al fin—, más yerro, mi señora. Tal vez debería moderar mi lengua, ahora que todavía está en su sitio.

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