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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes

 

Año 1229, en plena época de la Reconquista. En el monasterio leridano de San Benito, una serie de horribles crímenes ha roto la paz de la clausura de sus novicias. Su Majestad Jaime I, rey de la Corona de Aragón y conde de Barcelona, se instala en la abadía junto con la reina Leonor y seis de sus damas para seguir de cerca la investigación de los extraños sucesos que llevará a cabo doña Constanza de Jesús, una monja navarra famosa por sus habilidades deductivas. Mientras las pesquisas les conducen a una realidad mucho más tenebrosa que la esperada, la reina se consume de desamor en su celda al saber que su marido ha solicitado la nulidad de su matrimonio al Papa. «Entre esos muros habitaba Satanás. Una vez dentro, a todos nos devoró la idea de la muerte, ya fuera para matar, ya para morir. Que nadie vuelva a pronunciar jamás el nombre de esa habitación del infierno.»

Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes

ePUB v1.0

LittleAngel
12.01.12

Texto. © Antonio Gómez Rufo, 2011 © Editorial Planeta, S. A., 2011

Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Primera edición: febrero de 2011

B18O02S11S v 1.1

Depósito Legal: M. 798-2011

ISBN 978-84-08-10055-3

Composición: Fotocomposición gama, sl

Impresión y encuadernación: Rotapapel, S. L.

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

Tanto el infierno como el paraíso pueden estar en cualquier habitación. Detrás de cualquier puerta. Debajo de cualquier sábana conyugal.

Amos Oz, Una historia

de amor y oscuridad

PRIMERA JORNADA
Capítulo 1

El amor es como el agua, que si no se agita se pudre, recordaba doña Leonor mientras se cubría el rostro con un pañolito de seda y encajes para protegerse del polvo del camino. Y a veces amor y sufrimiento eran la misma cosa, qué paradoja. Era posible que para los hombres no fuera de ese modo, al menos que no lo fuera para él; pero así lo sentía ella ahora.

Una nubecilla de polvo cegó sus ojos y los cerró. Trató de limpiarse los lagrimales y, con los párpados apagados, permaneció enredada en la rueda de sus pensamientos, herida. No: su amor no era un refugio contra la soledad; nunca lo había sido. Pero ¿cómo entender el juego y el vaivén de sus reglas? Necesitaba comprender los motivos de su esposo porque ella no amaba para cumplir con su deber ni había concebido el amor como un momento pasajero en su vida. El suyo lo era todo y quería que fuera eterno, prolongarlo para siempre.

Entonces, ¿por qué la trataba así? ¿De qué podía tener queja? Ella le admiraba; y procuraba acrecentar los manantiales de su afecto. Le habían enseñado que amor sin veneración es sólo amistad, y que el amor y la luna se comportaban de igual modo: si no crecían, menguaban.

No era cierto que se estuviera muriendo de amor; era el amor el que se estaba muriendo entre ellos.

Ese pensamiento le provocó unas desmesuradas ganas de llorar, pero no quiso hacerlo. Volvió a frotarse los lagrimales con el pañolito, respiró hondo y observó a sus amigas, que se entretenían en silencio mirando la monotonía del paisaje, con las pezuñas del cansancio arando arrugas en sus rostros. El día había amanecido triste, el viaje estaba resultando incómodo, el camino era largo y, además, con aquella polvareda que levantaban cabalgaduras y carros, cada vez se les hacía más difícil respirar. Y ahora, a la caída de la tarde, abrumada por la fatiga de tan larga marcha y por el dolor de sus meditaciones, la reina doña Leonor de Castilla estaba a punto de desmoronarse.

—Háblame, Sancha —dijo al fin, para evitar el desbordamiento de sus ojos—. Porque el rey, nuestro señor, no parece tener intención de parar hasta que revienten los caballos.

—¿Y de qué queréis que os hable, señora? —preguntó la dama, sin saber qué decir.

—No lo sé —alzó los hombros la reina, aburrida—. De cualquier cosa. Estáis todas muy calladas, como si os abrumaran cuitas. Decidme en qué andáis pensando.

—Cuitas no, señora... No es nada de interés —respondió Sancha—. Pensaba en unas nuevas sedas moriscas que...

—¿Y tú, Águeda, siempre tan ingeniosa? —se dirigió a otra de sus damas—. ¿También piensas en sedas?

—No, no. Pensaba una tontuna, señora. Me estaba preguntando si lo que mantiene a los matrimonios unidos, desde el principio de los tiempos, será el amor o el infortunio.

—¿Qué quieres decir? —interrogó doña Leonor, sin comprender.

—Pues..., pensaba en la desilusión de tantas esposas. Ellas siempre esperan que su esposo cambie, que sea más amable, más atento, más cariñoso... A veces me pregunto si es el amor lo que les retiene o si es menester ser infelices para tener esperanzas... Y cuando al fin la esposa comprende que nunca será así, que los hombres nunca cambian, ya no queda tiempo sino para aguardar la muerte sin hacer mucho ruido.

—¿Lo dices por mí?

—Dios me libre, señora.

Las otras damas miraron a Águeda recriminándole sus palabras mientras la reina, suspirando, cerraba los ojos sin decir nada. La propia Águeda pensó que sería reconvenida por su señora si había llegado a malinterpretarla, así que guardó silencio. Pero nada hubo, sólo un segundo suspiro de doña Leonor.

Porque lo cierto era que doña Leonor de Castilla seguía pensando en su esposo, el rey don Jaime. Llevaban nueve años de matrimonio y nada había sido como imaginó al principio. Cuando se casaron, él tenía trece años y ella diecinueve, y aunque la diferencia de edad parecía un abismo que nunca podrían superar, la relación no fue mala en aquellos primeros días. Incluso tuvieron un hijo en el primer año de matrimonio: el príncipe Alfonso. Ahora, recordando el pasado, le resultaban gratos aquellos dos o tres primeros años de convivencia, mientras el rey no pensaba en la caza ni en la guerra; ni siquiera en otras damas de la Corte. Pero él pronto creció en edad y en ambiciones y, simultáneamente, algo debió de ocurrir entre ellos porque cada vez fueron más infrecuentes las visitas a su aposento hasta que en los últimos dos años las noches se habían rendido al alba sin asistir a visita real alguna. Y ese lecho solitario y vacío, esa orfandad de esposo, esa indiferencia conyugal, la había convertido en una viuda emocional.

Al rey lo reclamaban obligaciones múltiples, lo sabía; al rey lo agobiaban sus títulos y posesiones, era cierto; al rey le imponían atender con el mismo esmero su reinado de Aragón, sus condados de Barcelona y Urgel y su señorío de Montpellier, naturalmente. Pero no parecía darse cuenta de que también le reclamaba su esposa, tan joven y tan desatendida. Y era verdad que durante unos años la esperanza la mantuvo viva y aguardó a que él cambiara, a que llamara de noche a su puerta, a que la cubriera de caricias tiernas y la envolviera en susurros amables perfumados con aromas de amor. Y en esa espera había vivido hasta hacía bien poco, apenas unos meses antes, cuando le informaron de que el rey había solicitado la anulación del matrimonio por algo tan inesperado e indeleble como su proximidad familiar, su parentesco cercano.

No fue el rey quien se lo comunicó. Fue el escribano real, con quien compartía doña Leonor un gran afecto, y la noticia la dejó perpleja. Después de ocho años, con un hijo crecido y sin haberle dado jamás motivos de disgusto ni pronunciado quejas, el rey quería sajar con un tajo tan inexplicable como traicionero el vínculo que Dios había creado entre ellos.

Cuatro meses hacía ya desde que había conocido la noticia y en todo ese tiempo el rey no se había molestado en decírselo. Incluso cuando amenazó con cortarle la lengua al obispo de Gerona por manifestar públicamente su desacuerdo con la pretensión del monarca, nada comentó a su esposa ni ella observó que le temblaran los labios ni las manos después de advertir al clérigo con tan severo castigo. Había cambiado, sí, pero no mejorado en su conducta. Nos hacemos mayores, pero no nos hacemos mejores, pensaba la reina. Y aun así, si esa misma noche el rey don Jaime la visitara en su lecho y mostrase una brizna de la ternura que le proporcionó en los primeros años de matrimonio, ella volvería a comportarse como la esposa fiel, leal, cumplidora y amantísima que deseaba ser y que, incluso a su pesar en ciertas ocasiones, no había sabido dejar de serlo.

Amarlo era su destino, su vocación, su deber y su necesidad.

Pero el rey apenas la miraba en privado, y muy pocas veces en público. Cuando compartían mesa, Consejo o recepción, nunca faltó a la consideración debida a una reina y a una esposa. La trataba con el mismo tacto con que se relacionaba con un príncipe extranjero o con el embajador de un reino amigo. Pero nada de amor vislumbraba en su mirada, nada de deseo, apenas nada de afecto. Y aun así, si él quisiera...

Águeda tenía razón. Su matrimonio se mantenía en pie debido al infortunio. Por su infortunio. Puede que todos los matrimonios fueran así, saciados para el esposo y desnutridos para la esposa, pero a ella le dolía el suyo, como a un corzo le duelen sólo las fauces del chacal que se abalanza sobre su cuello aunque al resto de la manada, un día u otro, le corresponda la misma suerte.

—¿Estáis triste, señora? —quiso saber Berenguela, la dueña, con un hilo de voz—. No lo estéis...

Doña Leonor abrió los ojos y la miró con ternura. Tomó su mano y sonrió apenas.

—No, amiga mía. No estoy triste. Sólo... desilusionada —miró a Águeda y le sonrió también.

—Yo... —se lamentó la camarera real—, no me refería a vos, señora. Os prometo que...

—¡Pero si no te acuso, Águeda! —la reina se mostró cariñosa con su amiga, acariciándole la mejilla—. Tú no tienes la culpa de que el rey sea como es. Tampoco de que haya dejado de amarme. Ni... de que busque mi muerte.

—¡Señora! —se alarmaron todas las damas. Y hasta la misma Violante, tan joven, recién llegada al servicio de la reina, se llevó la mano a la boca, horrorizada.

—¡Basta, basta! —intentó calmarlas doña Leonor—. Sosegaos y no deis por oído cuanto os digo, que no quiero escándalos en mi casa. Puede que sólo sean figuraciones mías...

Capítulo 2

El séquito del rey don Jaime I de Aragón dejó de levantar la enorme nube de polvo que lo acompañaba en cuanto la comitiva se detuvo ante los imponentes muros del monasterio de San Benito. El viento helado que descendía por la falda de las montañas pirenaicas limpió el aire de la polvareda con la celeridad de un sirviente esmerado. Inmóvil la caravana, sólo los estandartes de la Corona de Aragón, las banderas reales y los pendones de los regimientos de don Jaime continuaron su agitación, enloquecidos por el vendaval que precedía a la anochecida. El rey volvió sus ojos hacia la carreta en forma de tienda en que viajaba su esposa, doña Leonor de Castilla, la miró y afirmó con la cabeza.

—¿Hemos llegado? —preguntó la reina.

—Hemos llegado —respondió él.

—Laus Deo
[1]
—musitó ella, y procedió a santiguarse.

Frente a ellos se levantaban los muros del monasterio de San Benito; y, más allá, las altivas montañas que exhibían su manto nevado en la cordillera leridana de los Pirineos. El cielo se rompía en mil grises que anunciaban una tormenta inminente, más oscuros aun que las piedras con que se había construido el edificio que resguardaba el gran cenobio femenino de religiosas cistercienses. Poco faltaba para el anochecer, así que el rey ordenó a su capellán don Teodoro que se adelantara para anunciar a la abadesa la visita real.

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