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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (4 page)

—Comprendo —asintió el rey.

—¡Pero tendré que investigar a fondo, mi señor! Y, como sabéis, la verdad suele ser bastante escandalosa.

—También lo comprendo —volvió a asentir don Jaime, esta vez cerrando los ojos.

—Y una cosa más: la abadesa me ha relatado algo difícil de creer.

—¿Y es?

—Que las hermanas fueron violadas antes de ser asesinadas, lo que se me antoja imposible...

—¿Qué quieres decir?

—Pues, perdonad, mi señor, pero ¿cómo os explicáis que, estando vedada como está la casa a toda presencia de hombres, pudieran ser violadas las víctimas?

—¿Es eso cierto? Pues... si la abadesa lo dice, habrá que investigarlo —don Jaime sorbió otra vez de su copa—. Y descubrirlo. En fin, Constanza, te hago encargo firme de ello. Pero todo esto..., bueno, todo me hace pensar que a lo mejor la entrada de ratas no está tan prohibida en esta rato- ñera y algún que otro ratoncillo juguetón tiene bula y paso franco al interior del convento.

—Es lo primero que he pensado.

—Bien está —concluyó el rey—. Y ahora creo que ha llegado la hora de dormir. Mañana empezarás tus pesquisas y no me olvidaré de ordenar a doña Inés que se te den todas las facilidades, incluida la exhumación de cuantos cadáveres solicites.

—Os lo agradeceré mucho, señor.

—Buenas noches. Ahora, descansa.

—Buenas noches —Constanza le despidió con una reverencia.

El rey abandonó la mesa y la estancia seguido por Violante, que apenas podía caminar erguida porque hacía rato que estaba más dormida que despierta.

Capítulo 5

Doña Leonor de Castilla, la reina, se dejó desvestir y cubrir con ropas de dormir por sus damas, un amplio camisón de seda blanco y una bata de lana fina, y luego les dio las buenas noches con los pájaros del desamor revoloteando por una tibia estancia que un día más iba a permanecer solitaria y desnuda de afectos. Tanto Águeda como Berenguela, Juana, Teresa y Sancha marcharon a sus celdas contiguas para descansar al fin, tras la menguada cena que habían compartido con su señora, dejando la habitación de la reina alumbrada por tres luces radiantes: un candelabro acabado en una lámpara de aceite prendida, seis velas de cera sobre un cirial y unos ojos de mujer brillantes por la humedad que los cubría.

Empezó a rezar sus oraciones nocturnas, las completas, pero un solo pensamiento hería la devoción de doña Leonor igual que el sol ciega si se le mira fijamente. Le resultaba imposible el recogimiento en la meditación. Porque el rey era hijo de don Pedro II de Aragón y de doña María de Montpellier; y ella era hija de don Alfonso VIII de Castilla y de doña Leonor de Inglaterra. Entonces, ¿de qué malabarismos se había servido don Jaime para obtener influencia papal y que se estuviera estudiando una anulación por causa de parentesco? Existía, como en todas las casas reales; pero era tan lejano... La irritación era su más frecuente compañera en la noche, en cada una de las noches desde que había conocido la pretensión de su esposo. Irritación y desconsuelo, enredándose esas emociones con el desconcierto y la incredulidad. De todos modos, se decía, bastaba con la pretensión formulada por su esposo para que el matrimonio fuera inexistente de hecho, pues aunque el mismo papa negara la petición, nunca más se sentiría mirada con amor por él; sólo encontraría en sus ojos el rencor. Si ganaba el pleito, el rey se marcharía; si lo perdía, la detestaría al verse obligado a compartir con ella el reinado. Su matrimonio, por tanto, estaba ya muerto. Y tal vez, se decía, lo mejor era que se anulase cuanto antes porque de otro modo la sinrazón se cernería sobre ella y no sobreviviría mucho tiempo al enojo real.

¿Adonde habían ido a parar aquellos días de juventud regados por el deseo y el afán del rey de frecuentarla a cualquier hora y situación, a veces provocando el escándalo de la corte y la tímida reconvención de los santos confesores? ¿Adónde volaron los roces por debajo de la mesa, la impudicia del desnudo, el requerimiento del beso, la búsqueda de la soledad y las huidas por las alas apartadas de palacio? ¿Adónde marcha el amor cuando los días se hacen rutina, la rutina se vuelve hastío, el hastío, incomodidad y la incomodidad, odio? ¿Es un viaje inevitable? ¿Quién decide que hay que hacerlo? ¿Y por qué se hace?

Ella no había tomado pasaje para esa nave. Aferrada al amor por su hijo Alfonso, siempre creyó que formaban una familia ejemplar para toda la Corona de Aragón. Incluso don Jaime se había mostrado siempre cariñoso y tierno con su hijo, hasta que le entró el mal de la guerra y dejó de pensar en todo lo que no fuera tomar nuevas tierras. Ahora sólo pensaba en Mallorca: tenía previsto partir en septiembre con cien naves para conquistar la isla. Y luego, ¿qué sería? ¿Valencia? ¿Murcia? Entre ganar tierras moras y perder su propio hogar prefería la conquista. Oficio de hombre, infierno de mujer. Un día lo expresó muy bien la ingeniosa Águeda: si los hombres supieran que a nosotras nos basta con creer que algún día llegarán a posarse en nuestros brazos para permanecer locas de amor por ellos, que no nos importa esperar lo que haga falta para gozar de su ternura, ni siquiera necesitarían decirnos que nos aman. Porque ellos nos quieren enamoradas, pero no a cambio de estar enamorados. No buscan esposa, buscan ser amados: otra madre. No buscan sentir amor, sino apaciguar su lujuria. Y lo peor es que les produce tanto o mayor placer la guerra, el juego y la caza que el fornicio. Ser hombre debe de ser muy cómodo.

La reina movió la cabeza a un lado y otro, como si precisara expresar a alguien que mostraba su desagrado. En realidad se lo expresaba a sí misma. Y de pronto se acordó de que estaba allí, en aquella inhóspita celda, sólo porque ahora se le había ocurrido al rey que tenía que descubrir a los culpables del asesinato de un puñado de benedictinas en un convento, como si cada uno de sus deseos guerreros no dejaran los campos de batalla sembrados de muertos abandonados al hedor, a la carroña y al capricho de un millón de moscas verdes, hambrientas y gruesas como cucarachas voladoras.

¡Cómo había cambiado su esposo!

Doña Leonor se sacudió esos pensamientos persignándose tres veces seguidas y trató de recitar su oración de la noche. Musitó de carrerilla:

—Salve, Regina, mater misericordiae; vita dulcendo et spes nostra, salve. Ad te clamamus, exules, jilii Evae. Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle. Eia ergo advocata nostra, illos tuos misericordes oculos ad nos converte. Et Iesum, benedictus fructus ventris tui, nobis post hoc exsilium ostende. O clemens, o pia, o dulcís Virgo María.

¿Sería posible que el rey, su señor, su esposo, volviera a ser lo que fue y como fue?

Prefirió no responderse y se recostó en la almohada. Sin buscarlo, se puso a pensar en aquellos días en los que era feliz.

Y poco a poco fue quedándose dormida.

Al otro lado del claustro, al llegar el rey a su aposento, permitió que la joven Violante no le ayudara a desvestirse y, en cambio, le ordenó que se tendiera en su lecho para calentarlo mientras él se despojaba de corona, cinto, jubón, casaca, botas y medias. Luego, con la camisola de dormir puesta, se tumbó junto a la muchacha, que intentó abandonar el lecho atemorizada.

—No te vayas —le dijo—. Esta noche dormirás a mi lado.

—Señor, yo... —inició una protesta la doncella.

—Harás cuanto te ordene, ¿oyes bien? —endureció el tono don Jaime. Y luego, más reposado, añadió—: Soy responsable de tu educación y todo cuanto haga será por tu bien.

La joven Violante guardó silencio y permaneció tendida junto al rey, vuelta de espaldas. Don Jaime volvió a hablar.

—No vas a dormir así, naturalmente. Retira de ti ese vestido y usa un camisón. Sólo faltaría que agarraras un buen resfriado.

—Es que yo...

—¿Crees acaso que no te voy a respetar?

—No, no, mi señor. Claro que no —replicó atemorizada—. Dios me perdone —y se santiguó.

—Pues no deberías estar tan segura —sonrió el rey, desafiante—. Hoy estoy agotado, pero puede que un día se me nuble el alma y te haga mía. Si es así, será la voluntad de Dios.

—Amén —susurró Violante.

SEGUNDA JORNADA
Capítulo 1

Poco antes de las cuatro de la madrugada el monasterio se sacudió con un repiqueteo de campanas y campanillas, llamando a maitines. El rey don Jaime, desde su lecho, se despertó sobresaltado y, refunfuñando, maldijo la inoportunidad del intempestivo ceremonial del convento. Luego, al ver a la muchacha que seguía durmiendo plácidamente a su lado, con la hermosa cabellera esparcida con descuido por la planicie de la almohada y los perfiles de su joven cuerpo cubierto por sábanas y mantas, extendió la mano para acariciar sus largos cabellos rubios, se reconcilió con el sobresalto de la medianoche y, sin gran esfuerzo, volvió a dormirse. De fondo, el correteo de las religiosas por los pasillos del monasterio en dirección a la capilla fue una nana tamborileada que le ayudó pronto a conciliar otra vez el sueño, hasta que, al alba, los fuegos del amanecer se estrellaron contra sus párpados y le invitaron a desperezarse y a dar por comenzado el día.

La joven Violante de Hungría ya se había levantado, aseado y vestido como correspondía cuando don Jaime puso los pies en el suelo. Debía de hacer un buen rato que había abandonado el lecho porque, incluso, la muchacha había dispuesto ya la ropa de su señor para que se vistiera lo antes posible, sin percibir el frío de la mañana, y le tenía preparada una jofaina de agua extraída del aguamanil para que, si era su costumbre, se refrescara la cara.

—¿Has dormido bien, mi joven Violante? —preguntó el rey mientras se vestía.

—Sí, mi señor —respondió ella, aunque no se atrevió a confesar que la verdad era que había permanecido despierta hasta que oyó durante un buen rato la respiración pausada del rey a su lado, comprobando que se había quedado bien dormido, y creyó que ya no tenía nada que esperar de él. En ese momento se relajó y consiguió conciliar un sueño infantil y profundo que, sin embargo, fue roto por el campanilleo de los maitines, cuando volvió a inquietarse y optó por hacerse la dormida incluso mientras notaba la pausada caricia del rey sobre su pelo. Luego ya permaneció despierta toda la noche, y otra vez expectante, hasta que se atrevió a levantarse, vestirse y esperar a que él despertara también. Repitió—: Dormí bien, mi señor.

—Yo también. —Don Jaime se miró de arriba abajo para comprobar que estaba tan adecentado como tenía que estarlo. Polaina, camisa, jubón azul celeste con bordados de oro, chaquetilla de piel, corona... Luego se armó el cinturón real de cuero con un puñal que lucía en su empuñadura de plata dos brillantes y una cruz, herencia de su padre, el rey don Pedro de Aragón, y se aprobó la galanura. Sin embargo, se volvió hacia Violante—: ¿Te parece que mi aspecto es presentable?

—Desde luego, mi señor.

El rey don Jaime acababa de cumplir los veintiún años. De considerable estatura, tenía el cabello rubio y era alabada por todos su gran presencia, como la más noble de todos los caballeros del reino. Su cutis era pálido, tal vez demasiado níveo, espectral, lo que le daba una apariencia aún más imponente, y lucía una hermosa dentadura, tan blanca que no contrastaba con su palidez. Tenía las manos finas y muy largas, a la vez fuertes y ágiles para la espada y para el amor, y su fama de licencioso lo había convertido en un hombre muy peligroso para algunas damas y demasiado atractivo para otras.

Cuando se miró otra vez al espejo, se gustó. Y pensó que nada tenía que agradecer a su padre, feo, escaso y malcarado, por la figura que la naturaleza le había concedido. Bueno, ni por su figura ni por nada, porque su mismo nacimiento se produjo contra la voluntad de su progenitor y mediante un engaño que, sólo al recordarlo, le avergonzaba.

La razón era que había sido engendrado de un modo tan casual como humillante. Su padre, don Pedro, y su madre, doña María de Montpellier, mantenían un matrimonio contrariado y pleno de disputas, hasta el punto de que el rey no quería roce alguno con su esposa, ni mucho menos que concibiera un hijo suyo. Conocía su obligación de dar un heredero a la Corona, pero retrasó el momento cuanto pudo para no verse obligado a relacionarse con una mujer que detestaba. Y así transcurría aquel forzoso matrimonio cuando la reina, que deseaba con todas sus fuerzas un hijo que prolongase la estirpe real y además atase a su esposo al compromiso de la familia, convenció a un caballero de su confianza, de la estirpe de los Ballesteros de los Campos de Montiel, para tender un engaño al rey, consistente en confiarle que una dama que complacía a don Pedro le esperaba, ardiendo en el fuego del deseo, en su lecho del palacio de Mirabais. El rey, excitado con la idea, se dejó conducir al palacio por don Pedro y, subrepticiamente, se introdujo en la cama de la dama, con la estancia absolutamente a oscuras y regalando innumerables palabras de pasión, sin saber que quien aguardaba en aquel lecho era su propia esposa, la reina, que de este modo obtuvo que el rey satisficiera su lujuria y ella sus aspiraciones maternales. Y, en efecto, en aquel único envite ella obtuvo la fortuna de que Dios quisiera que quedase en estado, embarazada de don Jaime.

Así fue cómo él pudo nacer el 2 de febrero de 1208, en el palacio de Montpellier, contra el deseo de un padre irritado cuando fue informado del embarazo de su esposa y del modo indigno en que había quedado encinta. En esas circunstancias, ¿cómo podía don Jaime agradecerle algo, si no había heredado de él la figura, ni siquiera había contado con su voluntad para que naciera? Sólo guardaba aquel puñal de recuerdo, y porque representaba para él un instrumento de muerte, no de veneración.

Ni siquiera su padre quiso escoger un nombre para él. Fue su madre quien, siguiendo una costumbre familiar, encendió doce velas que llevaba cada una el nombre de un apóstol, esperó para ver cuál de ellas duraba más tiempo prendida y, cuando se cumplió el ritual, decidió el nombre de su primogénito. La vela de Santiago Apóstol fue la que más tardó en consumirse, y Jaime el nombre que, por tanto, se le adjudicó al recién nacido.

El rey, ruborizado por la ira nacida de esos hechos que asaltaron sus recuerdos en una emboscada inevitable, se arrancó de un bufido aquellos pensamientos y, malhumorado, se volvió hacia Violante, que no entendía el repentino ensimismamiento de su señor ni su brusca reacción, tan impetuosa como inexplicable.

—¡Deseo desayunar!

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