Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
La puerta de enfrente estaba también sellada por un cerrojo, algo mayor que el anterior, y por una cerradura de grandes proporciones. El cerrojo se dejó descorrer sin alaridos, pero la puerta no se abrió por mucho que Constanza trató de empujarla. De nuevo necesitó usar el punzón para vencer el mecanismo de apertura. Y cuando lo consiguió, después de tantear un rato la palanca del eje, abrió la puerta y se asomó a su interior.
Lo que vio, allí dentro, no podía creerlo.
Tuvo que tomar aire para no desfallecer y sostenerse en el quicio de la puerta.
Y, aun así, sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor.
Quienes daban vueltas, merodeando cerca de la torre, eran las hermanas Lucía y Petronila, apilando fuerzas para abalanzarse sobre la monja navarra y acabar con su vida. Habían esperado a la medianoche para ir a su celda y cumplir sus propósitos pero, cuando llegaron, se encontraron con la puerta abierta y la estancia vacía. Entonces oyeron pasos en el exterior y los siguieron hasta la torre. Al comprobar que Constanza había profanado su santuario, se miraron horrorizadas.
—¡Lo ha descubierto todo! —susurró Petronila, aterrada.
—Ya es igual —respondió Lucía, resignada—. De todos modos no podrá contarlo a nadie.
—¡Tenemos que terminar con todo esto! —suplicó Petronila—. ¡Los nervios me están matando!
—Calma —pidió Lucía—. Cuando salga, será más fácil. No podemos correr riesgos.
—¿Riesgos? La sorprenderemos y...
—No. No quiero que vea mi rostro. No debemos confiarnos.
—¡Dios santo!
Agazapadas en la noche, las dos monjas esperaron la salida de Constanza sin saber que en ese momento estaba al borde de sufrir un vahído. Lo que había visto al iluminar la estancia protegida por un cerrojo y una llave la había llevado a la conmoción.
Aquella pieza estaba aún más sucia que la mazmorra anterior. Despedía un olor nauseabundo a heces, vómitos, orines y carne podrida, en una mezcolanza indescriptible. Por el suelo correteaban sombras, seguramente ratas, y la luz de la vela apenas llegaba a mostrar una pequeña parte de lo que se guardaba en el interior del habitáculo, amplio y cegado. Constanza venció el asco, pasados unos segundos, se recuperó del desfallecimiento y, tapándose la nariz y la boca con el pañolito que guardaba en su faltriquera, entró en el ergástulo para prender una antorcha de las muchas que había colgadas por las paredes.
Con la abundante luz de la tea descubrió varios instrumentos de tortura diseminados por la mazmorra, muchas cadenas atadas a argollas de la pared, cuerdas y látigos, diversas manoplas y guanteletes y otros utensilios destinados a la vejación y al sometimiento. Las ratas se desplazaban pegadas a los muros sin apresurarse, sabedoras de pasear por sus dominios, y por todas partes quedaban restos de heces, manchas de sangre y residuos infectos. En la pared del fondo, una gran cruz de madera con argollas clavadas en los extremos de los brazos parecía el más cruel de los castigos: allí se podía reproducir una crucifixión durante el tiempo que el verdugo quisiera colgar a sus víctimas. Se trataba, sin duda, de un auténtico ergástulo, un lugar para el suplicio que, con razón, tanto temía la novicia Cixilona.
La pregunta que no supo responderse Constanza era por qué existía un lugar así en un monasterio y para qué, o contra quién, se utilizaba. Porque estaba en uso, de ello no podía dudarse: los residuos no eran antiguos y el hedor se conservaba, así que no haría mucho que alguien había sido confinado allí.
Constanza de Jesús no pudo soportar por más tiempo la pestilente insalubridad de la mazmorra y salió. Dudó si convendría investigar más y descubrir con qué más podía encontrarse, pero creyó haber contemplado lo suficiente para hacerse una idea de los secretos que encerraba la abadía. Subir por la escalera le pareció innecesario; permanecer más tiempo en la torre, superfluo. Se santiguó tres veces seguidas para lavar el horror que había presenciado y salió al frescor de la noche.
Un frío nocturno que no sintió. Sus pies, perezosos, le obligaron a caminar despacio al salir del torreón. Tenía la cabeza llena con las imágenes del terror, sucediéndose visiones de novicias crucificadas, de esclavas al capricho de la abadesa, de torturas inhumanas, de vejaciones sin piedad. Cuadros de la maldad que habrían roto el corazón de cualquier ser humano como sin lugar a dudas se lo rompería al rey don Jaime en cuanto fuera informado de ello, igual que se lo habrían roto a tantos reyes piadosos y honestos que le antecedieron: Alfonso I el Católico, Alfonso II el Casto, Bermudo I el rey-monje, Fernando III el Santo, Alfonso IV el Monje... Imágenes horribles de pobres novicias corregidas con extrema crueldad por grandes que fueran sus faltas en aquella mazmorra del infierno. Y tal vez asesinadas, claro. No podía descartarse que en aquellas condiciones alguna de ellas hubiera muerto y, para disimular el crimen, en la abadía se estuviera dando pábulo a una coartada en forma de masacre de la que se vieron obligadas a dar cuenta al propio rey para que se involucrase y, si nada se descubriese, sosegar a la familia de las víctimas y salvaguardar la virtud del cenobio, escudándose en la Corona.
Caminaba despacio la monja navarra, sin separarse todavía de la torre, cuando las monjas Lucía y Petronila se prepararon para atacarla. El plan era, a su paso, abalanzarse sobre ella en la oscuridad de la noche y ahogar su defensa con repetidas puñaladas certeras, por la espalda. Una vez derrumbada, asegurarse de su muerte produciéndole una última herida en el corazón y después, para alejar sospechas, abandonar sobre ella un guantelete, una de las prendas de hombre que conservaban en la gran mazmorra. La noche las protegía, pero el silencio las obligaba a la cautela. La precisión, en todo caso, se hacía imprescindible.
Petronila preguntó con los ojos a Lucía si se echaban ya sobre la presa, y Lucía le pidió paciencia con las manos, indicando que lo mejor era esperar a que Constanza pasara junto a ellas. Lucía miró a lo alto y observó que pronto la luna se escondería tras una nube. Con suerte, coincidiría la mayor oscuridad con la llegada de la navarra. Ése sería el momento más adecuado.
Pero la situación se alteró cuando, de pronto, unos pasos agitados rompieron el silencio de la noche, una carrera enloquecida por el claustro y el patio en dirección a la torre sin precaución ni medida. Cuando se hizo visible, comprobaron que era la novicia Cixilona que iba en busca de Constanza. La propia navarra oyó la carrera de la joven y se quedó sorprendida al verla.
—¿A qué tantas prisas, hermana Cixilona?
—¡Necesito que me lo prometas, hermana Constanza! —suplicó la novicia—. ¡Por favor!
—¿Qué he de prometer? —se extrañó Constanza.
—No puedo dormir... Vueltas y más vueltas he estado dando en mi cama sin aliviar la inquietud. Tienes que prometerme que nadie sabrá que te he hablado de la torre...
—Ah, es eso —aceptó la navarra—. Lo comprendo. ¿Estuviste allí alguna vez?
—Dios no lo quiera —se santiguó Cixilona—. Sólo es prisión para las hermanas aragonesas, y yo no quiero que me lleven allí.
—¿Y por qué las llevan?
—Para purgar sus pecados.
—¿Qué pecados?
—No lo sé. Eso es lo que he oído. Y, cuando salen, no nos permiten verlas hasta pasadas algunas semanas. Deben de enfermar allí, o sufrir castigos. ¡No me preguntes más, hermana, por el amor de Dios! Sólo prométeme que no dirás a nadie que yo...
—Tranquilízate —Constanza le pasó la mano por la espalda y se alejó con ella de allí—. No se lo diré a nadie. No hace falta. Te aseguro que por mi causa no habrá un solo castigo más en esta abadía maldita. Vamos, tenemos que intentar dormir...
Las monjas Lucía y Petronila escucharon la conversación resguardadas en la oscuridad y se miraron desconcertadas. Sin poder llevar a cabo su plan ni poder explicar todo lo que había visto la monja navarra, no les quedaba más remedio que esperar a sucumbir a la furia real o intentar la huida. Petronila lo dijo con claridad:
—No quiero morir. No. No voy a morir, te lo aseguro, Lucía. Al alba saldré del monasterio para no volver jamás.
—Huiremos juntas —aceptó su amiga—. Pero, mejor, después de vísperas. No debemos levantar sospechas.
—¡No quiero morir!
—El día y la hora es sólo voluntad de Dios Nuestro Señor, hermana Petronila —respondió Lucía sin alterarse—. Recemos:
Pater Noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen Tuum...
Las horas, aquella noche, transcurrieron despacio. El tiempo se olvidó de toda clase de apresuramientos y el oleaje del miedo se acostó con la joven Cixilona, sin permitirle dormir. Algo similar le ocurrió a Constanza de Jesús, pero embriagada por una sensación bien distinta: no de miedo, sino de ansiedad. Deseaba que la noche se hiciera corta para correr a contar al rey cuanto había contemplado y exponer las conclusiones a las que iba llegando, porque la interminable noche propició que sus reflexiones se alargaran también, y a medida que iba encuadrando sus especulaciones en el tablero de ajedrez tejido en la abadía, sus convicciones se ampliaban más y más, en una espiral a la que tuvo que poner coto para no terminar involucrando en la mugre al mismísimo papa.
Los culpables temen a la noche porque en el fondo se temen a sí mismos, y durante la noche, al igual que durante la muerte, es cuando un ser humano se queda a solas consigo mismo. Las hermanas Lucía y Petronila, así, velaron el curso de las estrellas porque sus conciencias no les permitieron el sosiego, haciendo planes de fuga. Y Petronila, en algunos momentos, sofocando incendios de inmolación. El suicidio no es una solución, pero durante unas horas le pareció la única salida. Luego, con el contrito rezo de maitines y con las primeras luces del alba, la tentación de quitarse la vida cedió para dar paso a la resolución de la huida.
Noche de luna, noche de vela. Así la pasaron el rey y Violante abrazados al amor; Cixilona y Constanza, sumidas en sus inquietudes; Petronila y Lucía, enfangadas en el miedo. Hasta don Fáñez veló, entusiasmado por la mejoría de su enferma, a la novicia Catalina. En cambio la reina doña Leonor durmió bien, al igual que sus damas.
Y doña Inés, la abadesa, lo hizo bien también, después de concretar su último plan, el definitivo, pero gracias a la cotidiana pócima adormidera a la que se había entregado desde mucho tiempo atrás.
Cuando llegó la hora del desayuno, don Jaime entró en el comedor con los ojos distraídos y la sonrisa sin disimular. Violante, despierta como nunca, se exhibió con tanta energía que no dudó en mostrarse altiva al situarse detrás del rey, con la fuerza que el amor le había infundido y la serenidad que da la seguridad de sentirse amada. La abadesa, informada por las hermanas Lucía y Petronila de lo acaecido la noche anterior, parecía meditar mientras las hermanas del servicio se apresuraban a poner ante don Jaime los alimentos matutinos. Constanza, con las mejillas enrojecidas, no dijo nada, pero no dejó un solo momento de rascarse la cabeza, los pómulos, la barbilla y la nariz, lo mismo que si hubiera sido atacada por una bandada de insectos y no pudiera contener el picor.
—¿Hoy tampoco acudirá la reina al desayuno? —preguntó don Jaime a la abadesa—. Tal ausencia de apetito va a terminar enfermándola.
—Lo ignoro, mi señor —replicó doña Inés con la mirada huidiza y el semblante crispado—. Al rezo de maitines acudió puntual.
—En tal caso, no esperemos más —concluyó el rey—. Buenos días, Constanza.
—Ah, sí —pareció despertar la monja navarra—. Sí, claro... Buenos días, señor.
—Pareces cansada...
—¿Cansada? ¿Yo cansada? ¿Eso creéis, señor? ¿Cansada os parezco? ¿Sí, de veras?
Don Jaime interrumpió la ingesta de la leche que bebía y se volvió para observarla.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? —el rey alzó los hombros, desconcertado—. ¿Te encuentras bien?
—¿Bien? Sí, naturalmente... Bien, sí... Estoy bien... ¿No os parece que estoy bien? ¿De veras?
Don Jaime fijó los ojos en ella con el gesto de quien se topa con algo negro con patas que se mueve al levantar una piedra plana y permaneció en esa actitud un rato mientras, abstraído, dejaba su taza y comenzaba a mordisquear una manzana. Trató de descubrir en los ojos de la monja la causa del desvarío, pero sólo asistió a la consabida sinfonía de uñas buscando lugares para rascarse y a una absorta actitud que luchaba por salir de su enajenación, sin conseguirlo. Sumida en un ensimismamiento embobado, no se sabía si meditaba o soñaba con los ojos abiertos, pero en todo caso sus maneras no es que fueran extrañas, es que resultaban incomprensibles. De inmediato el rey se dio cuenta de que algo sucedía y, antes de terminar su manzana, pidió que le dejaran a solas con Constanza, que cerraran bien las puertas de la estancia y que no se le molestase, aunque fuera la reina quien tratara de acudir al desayuno.
—A ver, Constanza, ¿qué has desayunado?
La monja salió de su embelesamiento, sorprendida por una pregunta tan banal, y miró a don Jaime con un rictus muy parecido a la perplejidad.
—¿Desayunado? No sé. Pues... un poco de aquí y otro poco de allá... No lo sé... ¿Os podéis creer que no me acuerdo?
—¿Leche, dulces, frutas, pasteles...? ¿No habrá sido una buena jarra de vino, tal vez?
—¿Vino, mi señor? ¿Vino para desayunar? —Constanza no asimiló la pregunta—. Bueno, es posible que alguna vez, en los días más crudos del invierno, desmigara algo de pan en un tazón de vino para combatir los rigores del clima, pero hoy, mi señor..., no es el caso, no. No creo que sea el caso. ¿Por qué lo preguntáis?
—¡Vamos, Constanza! —el rey se levantó y se acercó a ella—. Dime de inmediato lo que te ocurre porque te conozco lo suficiente para saber que me ocultas algo. Y si no es a causa de la embriaguez...
—No oculto nada, señor.
—¿De verdad?
—Es que... En fin, señor... De tanto como he visto, no sé hasta dónde puedo hablar...
—¡Hasta que se te seque la lengua, vive Dios! —se enojó don Jaime—. ¡Y empieza ya, te lo ordeno!
—Pues no hay mucho... —Constanza negó con la cabeza a la vez que se rascaba la nuca bajo su toca—. Salvo que puedo jurar que estamos hospedados en una habitación del infierno.
—¿Cómo dices?
Constanza, entonces, comenzó a hablar con calma y no ahorró detalles a la hora de describir la visita de la novicia Cixilona en medio de la noche, la noticia de la torre sellada, el allanamiento de su interior, el descubrimiento de sus mazmorras y los instrumentos de tortura y dolor que se almacenaban en ellas... Cuerdas, cadenas, argollas, clavos... Suciedad, hedor, oscuridad, ocultación... Una cruz de madera donde se realizaban crucifixiones reales... No guardó nada para sí. La enumeración de los horrores y el repaso a todo lo observado en la visita, revividos durante la noche, analizados y estudiados para llegar a alguna conclusión, le habían impedido dormir, y todavía se encontraba bajo los efectos de la espeluznante visión. Ello, y no otra razón, dijo, era la causa de las alteraciones que había observado el rey. Al acabar, Constanza se había hecho sangre en el lóbulo de la oreja a fuerza de rascárselo con exageración.