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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (29 page)

—Pero ¿cómo has sabido...?

—Bien, mi señor —Constanza se dirigió al rey—. Queda demostrado que hasta hace unos días hubo un perro en el convento y que doña Inés ha faltado a la verdad.

—Lo que no comprendo es por qué lo has hecho, abadesa —don Jaime se volvió hacia ella—. ¿Qué ocultas? ¿Qué importancia puede tener que hubiera perro o no en la abadía?

—Lo olvidé. Eso es todo, mi señor. Sabed que mi deseo es no ocultaros nada.

—Pero ¿tan poco aprecio has tenido por un animal con el que tanto jugabas, al decir de la hermana Constanza, que en pocos días has olvidado su existencia?

La abadesa no supo qué responder. Se limitó a bajar la cabeza y a guardar silencio. Aunque su orgullo le había permitido recobrar una actitud digna ante el interrogatorio, nada tenía que alegar en su defensa.

—¿No respondes? —insistió Constanza.

—Un osario infantil oculto, una enfermería impropia de un recinto como éste, un perro muerto del que niegas su existencia... —El rey movió la cabeza a un lado y otro, desolado—. ¿Con qué más tendré que encontrarme para que decidas colaborar en la investigación que lleva a cabo Constanza, doña Inés? Porque, si tu deseo es que no se aclare nada, ¿a qué vino pedir la ayuda real? ¿A qué ese empeño en que viniera, hasta el punto de parecerme necesario que se avisara a nuestra hermana Constanza para que te ayudara en tu dolor? ¿A qué tanto interés, abadesa?

—Preciso confesión, mi señor —musitó la superiora—. Me abruman mis pecados y no puedo con su pesada carga. Os ruego permiso para ir en busca de nuestro confesor.

—Ve, doña Inés. Ve y alíviate de tus faltas porque mañana, a buen seguro, nuevas cargas habrás de soportar.

La abadesa no esperó más y salió a toda prisa del comedor. Constanza y el rey se quedaron solos, pensativos, sin comprender la actitud de la superiora ni estar seguros de cuáles podían ser sus intenciones.

—¿Por qué habrá negado algo tan fácil de descubrir? —se preguntó el rey en voz alta—. Aparenta ser culpable de todo sin serlo de nada. ¡Extraña mujer!

—Tal vez sea más culpable de lo que pensamos, mi señor.

—¿Por qué lo dices, Constanza?

—Hoy he hablado con las tres hermanas ultrajadas y nada han podido revelarme de la identidad del criminal, pero estoy pensando que es posible que me hayan ocultado algo. Una de ellas, de nombre Cixilona, ha pedido entrevistarse conmigo en secreto esta misma noche. Acudirá a mi celda cuando duerma el cenobio.

—¿Ni siquiera han sabido decirte qué aspecto tenía el hombre que las agredió?

—Eso es lo más llamativo. Según dicen, parece un hombre fuerte que, a la vez, dispensa cierta piedad a sus víctimas si atienden a sus exigencias. Si no es así, los hechos nos hablan de que asesina antes de deshonrar. Fuerte y compasivo, habilidoso y cruel, sigiloso y contumaz. Es un tipo de hombre difícil de desenmascarar. Es lo que más ha llamado mi atención.

—Pues habrá que saber qué te dice esa novicia —comentó el rey—. ¿Y por lo demás? ¿Hay averiguaciones nuevas? ¿Algo más que deba conocer?

—A ver... Dejadme mirar mis notas... —La monja revolvió sus cuartillas—. Ah, sí. Pero carece de importancia, creo. Es, otra vez, en relación con el criterio estético de nuestra abadesa. Decía en su informe que las hermanas ultrajadas eran de gran belleza, en contraposición con las asesinadas, y después de verlas tengo que afirmar que no puedo coincidir en ello, que tan hermosas son unas como las otras. Pero claro es que, en cuestión de gustos, no hay pleito posible. Lo único que he podido llegar a comprender —sonrió la monja—, es que el gusto catalán dista mucho del navarro. Será que allá gastamos mal ojo para la belleza...

—O que, en estas tierras, todo lo suyo se ornamenta y disfraza para poder presumir de lo bello que es —el rey rubricó su sarcasmo con otra sonrisa—. Pero dejemos eso. ¿Algo más?

—Que sigo dándole vueltas al origen de unas y otras, mi señor.

—De ello hablamos ayer mismo y coincidimos en que se trata de mero azar, ¿no es así?

—Sí, muy cierto —admitió Constanza, resignada—. Pero la verdad es que no dejo de darle vueltas, no puedo apartarlo de mi cabeza... Será que soy de aldea y nací en el arroyo, disculpad mi terquedad.

—Nunca sientas desprecio por el arroyo, mi buena Constanza. No olvides que en el agua es donde se miran las estrellas.

—Gracias, mi señor. Sois muy amable. No lo olvidaré.

Capítulo 13

En los claroscuros de la noche don Jaime entró con un cuidado extremo en su celda, conteniendo la respiración y con el deseo ardiendo en su vientre. Sabía que al otro lado se iba a encontrar con Violante, la princesa húngara que le había devuelto las ganas de amar, y al verla dormida en el lecho, casi desnuda sobre las sábanas, atravesada como una niña en su descuido y ajena al pecado que su mera visión provocaba, quedó paralizado frente a ella, rendido a un enemigo infinitamente superior.

Las breves luces de la luna, nublando la estancia, resaltaban su imagen con la fuerza de un candil en la espesura. La piel de su cuerpo, blanca como la sal, brillaba donde sus pliegues no eran trazos dibujados al carbón, y el hombro, el inicio de su pecho y uno de sus muslos, de pura luminosidad, semejaban faros al final de una travesía. Su rostro, levemente inclinado, quedaba preso dentro de la alborotada cabellera derramada como miel sobre el almohadón, y la puerta de su boca, entreabierta, exageraba unos labios de textura sin madurar que no habían perdido todavía la inocencia.

El deseo se hizo amo de la voluntad del rey. Necesitaba abrazarla, pero a la vez temía que la joven no consintiera y se revolviera contra él. La noche anterior había gozado en sus brazos de caricias y abrazos, pero no se atrevió a profanarla para preservar su cualidad de doncella. Y, no obstante, en esos momentos, viéndola así, el deseo abrió las puertas del sufrimiento hasta anhelar ver el color de su sangre en la transparencia de su piel. Aun así, permaneció inmóvil, observándola con el instinto haciéndosele agua y las manos asidas al temblor.

De repente comprendió que se había enamorado de ella: sólo en el amor se entrelazan la dicha y el temor a partes iguales. Y, al descubrirlo, sin buscarlo se sosegó su espíritu. Entonces procedió a desvestirse despacio, con cuidado de no alterar la paz de su sueño, y con la camisa puesta se sentó frente a ella para seguir deleitándose con su imagen y detenerse a pensar el rumbo que debía seguir.

Él ya tenía veintiún años, pronto empezaría a envejecer, y no deseaba permanecer en su situación. Sabía que la vida es una carga pesada que es preciso compartir para no tener que conocer cuán inmensa puede llegar a ser la soledad. Su amor por la reina era asunto del pasado y, aunque una vez le aseguraron que del primer amor no es posible desenamorarse en todos los días de la vida, ahora, recordando el poco afecto que sentía por doña Leonor, se dijo que, de ser así, nunca la había amado. Desde luego nunca había sentido las turbulencias con que ahora se zarandeaba su pecho, ni con la reina ni con cualquiera de las amantes que habían dado calor a su lecho en los últimos años. Era posible que fuera el embrujo de una noche, el estremecimiento ante una fantasmagoría urdida en su mente por el vino y la lujuria, pero lo que sentía en esos momentos, fuera lo que fuese, deseaba seguir sintiéndolo los restantes días de su vida.

Calculó si debía tumbarse a su lado y respetarla; se preguntó qué sentiría ella si la forzaba; imaginó de qué manera le recibiría y buscó el modo de tenerla o de disculparse según fuera su respuesta: aceptándolo o rechazándolo; cerró los ojos y pidió consejo a su cabeza para acertar en lo que debía hacer. Y la cabeza le respondió que el amor, el dolor y la generosidad son tres sentimientos que hacen al hombre fuerte pero que, a la vez, le debilitan, destruyéndolo. Aun así, don Jaime comprobó que la fuerza de la sangre se imponía a la razón y se engañó pensando que el único don que le concedía la vida era escoger, entre todas las mujeres, aquella a la que tenía que amar, y pasara lo que pasase, ya había tomado la decisión de elegir a Violante, a aquella ilusión angelical que dormía frente a él en su lecho.

O no. Porque Violante no dormía. Inmóvil sobre las sábanas, llevaba más de una hora esperando la llegada de don Jaime a la celda y había tenido tiempo sobrado para buscar la postura más adecuada y la posición exacta de su camisa de dormir para que quedaran a la vista las piernas, los brazos y la suficiente piel de los pechos que, sin gritar, llamasen, y sin delatarse, se convirtieran en apetecible convite. La joven húngara no sabía de cuántos días dispondría para buscar el amor del rey de Aragón y, aunque en la noche anterior se habría prestado a lo que él hubiera querido, su respeto y generosidad terminaron de persuadirla de que no se había equivocado con él y de que era el hombre imaginado que se había incrustado en su corazón desde que había visto la tablilla con su retrato en sus lejanas tierras de Europa. Violante no dormía, esperaba sin moverse, y no comprendía por qué don Jaime, después de haber permanecido un largo rato mirándola, juraría que embelesado, de repente había cambiado de opinión y se había dedicado a desvestirse con toda calma, sentarse lejos de ella y entrecerrar los ojos, sumido en unos pensamientos que a ella se le escapaban.

Se le empezaban a entumecer las piernas de la inmovilidad. Y parecía que él no tenía la menor intención de tenderse junto a ella ni, mucho menos, de abrazarla como la noche anterior. Llevaban tres noches juntos, contando ésa, y no había oído del rey más palabras que las dichas al amanecer, cuando aseguró que había estado muy bien el concierto de caricias y abrazos de la noche pasada; pero una música así no era más que palabras, y ella sabía que sólo las palabras son grandes si son grandes sus contenidos, de igual manera que sólo los castillos son recios si son fuertes sus defensas. Y aquel «estuvo muy bien» no significaba nada para ella; todo lo más, la descripción masculina de una buena comida, de una fructífera jornada de caza o de los juegos ganadores de un torneo, algo que no deja recuerdo pasados unos días y que nada significa para el futuro. Se le entumecían las piernas y moverlas podía delatarla. Aun así, no sostendría por mucho más tiempo la postura, por lo que, exagerando un gemido voluptuoso, cambió de posición con tal cálculo que pudo subirse algo más la camisa por las piernas y descubrir aún más el pecho, hasta que un pezón sonrosado y virginal asomó en el balcón del escote para buscar unos ojos que lo mirasen con deseo.

Violante era corta de edad pero larga de sabiduría. Además traía la sugerencia paterna de buscar el modo de emparentar ambos reinos, y su dueña le había instruido ampliamente en las artes amatorias. Sabía que el amor es un duende al que le gusta jugar a hacerse visible cuando menos se espera y que tiene un carácter tan juguetón que huye cuando se le busca y se muestra cuando se le ignora. Por tanto tenía que ignorar la cercanía real, desentenderse de su presencia y fingir que dormía, y, llegado el momento, rechazar el encuentro en defensa de su honor, no prestándose hasta obtener de él palabras de compromiso que justificaran la rendición a sus exigencias. Violante lo tenía todo calculado, menos por qué don Jaime permanecía en esa silla imperturbable, como si le abrumaran cuitas que, a la vez, le robaran todo ánimo. Y al gemir con tanta exageración estaba segura de que se despertaría en el rey el deseo. Lo que ignoraba era que se encontraba ante un hombre cabal y prudente.

Don Jaime oyó el gemido de la joven Violante, observó su cambio de postura y se excitó aún más al ver descubiertas sus piernas y entrever aquella flor sonrosada que, en la distancia, imaginó que podía ser un pezón, aunque luego no lo creyó posible. El rey se detuvo otra vez a acariciarle el cuerpo con los ojos y a disfrutar de aquella belleza que le producía estremecimiento tal, pero tampoco esa vez se levantó de la silla ni se atrevió a dirigirse al lecho. Pensó que necesitaba encontrar de nuevo a una mujer que le enseñara a pecar y nadie podría hacerlo mejor que aquella que estaba ante él, como una invitación a pasear por las calles del paraíso. Pero por tanto amarla se sintió cohibido, no fuera a ser que ella se disgustara con su osadía, y se quedó en donde estaba, indeciso, deseándola y temiéndola, como sólo se sufre cuando esos sentimientos se hacen trenza.

Violante pensó, malhumorada, que tal vez estuviera confundida y que la actitud del rey respondiera a que ella no era de su agrado. Tal vez no debería haber mostrado sus piernas, de muslos tan gruesos; ni mucho menos haber puesto en evidencia la pequeñez de sus pechos sin conocer los gustos del rey, a quien, seguramente, le apetecieran más unas ubres de matrona. Intentó recordar los pechos de doña Leonor y le pareció que no eran más grandes que los suyos, y que en lo referente a la piel de las piernas, las de la reina semejaban bastante más a la corteza de una naranja que las suyas. Además, ella tenía trece años y la reina el doble por lo menos, demasiado vieja ya, aunque era posible que don Jaime prefiriera mujeres mayores y ella fuera para él una niña sin ningún atractivo. Pero, si era así, ¿a qué venían los abrazos de anoche, aquellas caricias impúdicas, tan repetidas, y el buscar con tal ahínco la miel de sus pechos para besarlos? Ese comportamiento mostraba a las claras que se había prendado de ella, a ver si no por qué se había mostrado tan galante y solícito. Aunque también le habían avisado de que los hombres estaban carcomidos por la lujuria y tal vez eso, y no otra cosa, había empujado a su majestad a tanta embestida. Qué difícil es entender a los hombres, se dijo, ya fueran campesinos, ya reyes; porque ella no podía hacer más.

Ni él menos.

A no ser, pensó, que se viera obligada a jugar el naipe del atrevimiento.

Un naipe, por cierto, que don Jaime no tuvo el valor de tirar sobre la mesa de juegos porque empezó a convencerse de que es más fácil ser feliz si no se ama, y que alimentando ese amor se buscaría dificultades con su amigo el rey Andrés II de Hungría, con su corte de Aragón y hasta con el mismo papa, quien quizás, al saberlo, se negara a sentenciar la anulación de su matrimonio.

Y a punto estaba de encontrar la perfecta excusa que explicara su cobardía ante el delito de amor cuando, para su sorpresa, oyó la voz de Violante.

—Ah, ¿sois vos? —la joven se removió en la cama y se desperezó—. ¿Ya habéis regresado?

—Hace... hace un rato ya —tartamudeó el rey, sorprendido—. ¿Te he despertado?

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