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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (24 page)

—Dar muerte al rey —pronunció.

—¿Qué dices, mujer? —la reina creyó no haber oído bien.

—Así lo ha dicho Teresa y así os lo digo yo, mi señora —insistió la dueña—. Si es menester esperar la muerte, la aguardaremos como corderillos en vísperas de un banquete; pero si no es forzoso morir, cabe la posibilidad de matar.

—¡No te entiendo! —exclamó airada doña Leonor—. ¡A fe que no entiendo lo que queréis decir!

Las fue mirando una a una y terminó el viaje de su mirada otra vez sobre la dueña. Su severidad era mucha, pero poco a poco, asistiendo al rostro atemorizado de sus amigas, fue masticando la frase y ya no le supo tan agria. Cuando, al fin, terminó de observarlas y bajó los ojos, se volvió hacia la ventana y se quedó presa del horizonte, del mismo lugar al que poco antes había entregado sus pensamientos, sus emociones y su ingenuidad.

—Creo que lo que Teresa ha querido decir... —empezó a explicar Berenguela.

—¡Lo sé muy bien! —replicó la reina—. Por desgracia, lo he entendido muy bien. ¡Y me avergüenzo de que en mi presencia se haya pronunciado el nombre del rey unido a la idea de la muerte!

—Señora, yo... —trató de justificarse Teresa.

La reina levantó la mano para indicarle que no precisaba excusarse. Luego inició un breve paseo por el aposento, barriendo con la mirada las frías baldosas del suelo.

—Si yo estuviera segura de que el rey, nuestro señor, planea asesinarnos; si albergara alguna duda de la bondad de don Jaime; si supiera que la partida se juega entre su vida y la nuestra; si, al menos, conociera que se juega esa partida; si, en definitiva, el diablo se hubiera adueñado del espíritu de su majestad, estad seguras, oíd bien, estad absolutamente seguras de que no aguardaría, como un corderillo en vísperas, la consumación del regicidio. ¡No consentiría ni mi muerte ni la vuestra! Pero nada hay que me haga pensar en ello y sí hay mucho por lo que pienso en contrario.

—Señora, ¿tan descabellado es? —preguntó Berenguela.

—Mucho, dueña.

—Bien —se conformó—. Si vos lo pensáis así...

—Pero ¿cómo no he de pensarlo? —doña Leonor tomó las manos de la principal dama y clavó la mirada en sus ojos—. ¡El rey don Jaime es bueno! ¡Un buen hombre! No sólo es un gran rey, mi dueña, sino un hombre con un corazón repleto de generosidad y de religiosidad. Su vida toda es una cruzada por la cristiandad. Su ánimo sólo busca la devoción mañana. Su espíritu es grande y generoso y su única voluntad es...

—Anular vuestro matrimonio, mi señora —Berenguela se soltó de las manos de la reina y afrontó la mirada con más fuerza que la que imponía su señora.

—¡Eso no tiene nada que ver! —exclamó doña Leonor.

—¿Cómo que no tiene nada que ver? —se indignó la dueña—. Busca abandonaros, y si la Santa Madre Iglesia no concede lo que exige, no hay desatino en pensar que halle otra solución para cumplir su voluntad.

—¡No! ¡Eso no lo haría nunca! —gritó la reina.

—¿Nunca? ¿De verdad lo pensáis así, mi señora? Entonces, ¿podéis explicar a qué viene que se haya hecho acompañar por vos a este monasterio, precisamente a un lugar donde han muerto asesinadas ocho mujeres sin que se conozcan causas ni culpables? ¡No me digáis que no os lo habéis preguntado todavía!

Doña Leonor empalideció. La verdad era que todavía no se lo había preguntado. Ni siquiera había pensado en la razón del viaje, de tantos como había realizado acompañando a su esposo. Pero era cierto que llevaba casi dos años sin viajar a su lado, quedándose al cuidado del príncipe Alfonso en la corte, y que cuando don Jaime le ordenó que se preparase para éste, no pensó que escondiera intenciones torticeras, sino un repentino deseo de no caminar solo por tierras catalanas cuando, en aquellos días, tanto empeño tenía en contentar a sus súbditos para lograr sin esfuerzo la conquista de Mallorca. No, no se lo había preguntado. Y cuando en los preparativos le anunció que visitarían el monasterio de San Benito para poner fin a una oleada de crímenes sin esclarecer, ella supuso que quería que conociese la abadía y tomara afecto a su abadesa, doña Inés de Osona, de quien se hablaba con alabanzas en toda la Corona de Aragón. No pensó ninguna otra cosa. Que estuviera previsto que el viaje, después, continuara hasta Lérida y Barcelona era natural: desde algún lugar de aquellas tierras, a orillas del mar, partiría en septiembre la empresa de extender la cristiandad al otro lado del Mediterráneo y a don Jaime le complacía que la reina estuviera presente en tan solemne partida. Eso era todo cuanto pensó. Ni por un momento se preguntó otra cosa ni creyó necesario hacerlo.

—No —respondió a la dueña Berenguela—. Nunca me lo he preguntado. Y si vas a hablar otra vez de mi ingenuidad, te ruego que cosas tus labios con un cordel de hierro para que los diablos no vuelvan a bailar en tu lengua.

—Como deseéis, señora —afirmó la dueña.

—Y no te enfades conmigo, Berenguela —añadió la reina, cambiando el tono en demanda de comprensión—, porque no soportaría tu enojo. Pero has de entender que no puedo permitir falta de lealtad al rey, ni falta alguna de respeto a su persona porque esa falta, al producirse, no es contra el hombre, sino contra la Corona, y por lo tanto se me ofende de igual manera a mí hasta que Dios quiera que siga siendo la reina.

—Lo lamento, mi señora —se arrepintió de corazón la dueña—. Os ruego vuestro perdón.

—Y para nosotras también —Teresa se acercó a besar su mano.

—Todas deseamos vuestro amor, mi señora —añadió Sancha.

—Gracias, amigas mías, lo tenéis —aceptó doña Leonor las disculpas de sus damas—. Y además os aseguro, a ti y a todas vosotras, que podemos estar orgullosas de nuestro rey por su firmeza moral. Siempre fue fiel a la palabra empeñada y siempre fue de una nobleza tan incomparable como lo son su valentía y su orgullo. Puede que sea tan gran pecador como gran creyente, Dios es quién podrá juzgarlo y no yo, pero también os aseguro que es un hombre sensible y tierno. Tantas veces he contemplado su llanto que sé de sus buenos sentimientos. Valiente, noble, fiel y veraz. Y si a la salida de Caspe me declaró que estaríamos juntos en Barcelona, no hay fuerza en el mundo que le haga romper su palabra. Lo sé.

La reina, al terminar de hablar, dio por concluida la conversación y tomó asiento ante su bastidor rectangular para volver a su labor de costura. Las damas, sosegadas con las palabras de su reina y satisfechas por no haber perdido su confianza y cariño, la imitaron sin perder la seriedad pero con el ánimo reconfortado.

Sin saber que, en esos mismos momentos, la reina echaba cuentas y se decía, sin palabras, que el precio a pagar por adornar una corona era tan elevado que cuando la mentira era razón de Estado había que pronunciarla sin que temblaran los labios.

Como no le habían temblado a ella.

Aunque en su pecho palpitara el miedo como cuando una pesadilla clava sus garras en la garganta e impide volver a conciliar el sueño durante el resto de la noche.

Capítulo 8

—Esa monja navarra debe irse cuanto antes.

—No tiene nada. No hay motivos para preocuparse.

—Si sigue buscando, lo encontrará. E impedirá nuestros propósitos.

—Entonces nos preocuparemos, hermana Lucía. Antes no.

La abadesa, doña Inés de Osona, cruzó las manos sobre su regazo e inclinó la cabeza, como si se dispusiera a orar. Las monjas Lucía y Petronila se miraron, negaron con la cabeza para desaprobar la pasividad de la superiora y reiniciaron la discusión.

—No podemos permitir que...

—Podemos —replicó la abadesa—. Es más, no hay alternativa. El rey está de su parte.

—Eso no es importante —renegó Petronila—. El rey no sabe nada y, sin ella, seguirá ignorándolo todo. Es lo que conviene a nuestros planes.

La abadesa levantó los ojos de sus manos y los posó en la hermana Petronila. La mecha estaba encendida, consumiéndose a gran velocidad, y la explosión no se hizo esperar.

—¿Nos conviene? ¿Eso es lo que nos conviene, dices? Entonces, ¿a qué vino esa urgencia en escribir a esa monja, contarle lo que sucedía en la abadía e informarle del deseo del rey para que se llegara hasta aquí? ¡Os empeñasteis las dos! ¡Las dos!

—Nos amedrentó la apresurada demanda del rey para que llamáramos a sor Constanza de Jesús —replicó Lucía.

—Y no contábamos con el hecho de que pudiera acudir tan pronto —respondió Petronila—. Imaginábamos que tardaría en llegar.

—¡Imaginábamos, imaginábamos...! ¿Acaso vosotras tenéis en la cabeza algo que se parezca a la imaginación? —La abadesa se puso de pie y apoyó los puños en su mesa, sosteniéndoles la mirada—. ¡Qué equivocada estuve atendiendo vuestra demanda!

Petronila y Lucía guardaron silencio. La irritación de la abadesa parecía justificada y no se atrevieron a contradecirle, pero ellas recordaban sus motivos y sabían que las razones por las que solicitaron la presencia del monarca habían sido otras. Petronila trató de explicarse:

—No os alteréis, madre superiora, pero recordad que al morir la hermana Oria su familia exigió cuentas y luego, al morir Sofía de la Caridad, su hermano don Juan Medinillas, desde los Campos de Montiel, nos amenazó con pedir una investigación real. Era la excusa perfecta para dar cuentas al rey e invitarle a venir.

—Ya, ya, lo recuerdo perfectamente —la abadesa abanicó el aire con la mano, desatendiendo la explicación—. ¡Porque fue idea mía! ¡La vuestra fue apresuraros en escribir a Constanza!

—En cuanto lo exigió el rey, sí. La verdad es que pensábamos que esa monja no atendería la llamada y, así, complaceríamos a nuestro rey —remachó Lucía.

—Pues da la casualidad de que ha venido. ¿Y ahora qué se os ocurre, ya que poseéis tan gran imaginación?

Lucía no acertó a dar una respuesta. Pero, tal vez sin pensarlo, Petronila corrió a responder:

—Juro que si Constanza descubre algo, yo misma le daré muerte en su celda antes de que pueda hablar con el rey.

—¡Dios santo! —la abadesa se santiguó y desorbitó los ojos. Luego se sentó otra vez en su silla y entrelazó las manos—. Recemos, hermanas:
Pater Noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen Tuum, adveniat Regnurn Tuum, fiat voluntas tua, sicut in cáelo et in térra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos...
¡Pues tal vez sea la única solución! —doña Inés interrumpió el padrenuestro y miró a Petronila—. Sí, es posible que, con discreción y de noche... Al fin y al cabo, a nadie sorprendería una muerte más en el convento. Una más. En fin, sigamos:
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo. Amen.

—Amén.

—Bueno, no nos preocupemos por ahora —recapacitó la abadesa—. La vida en el monasterio debe seguir su curso con normalidad, atendiendo la manera de reconstruir el
scriptorium,
velando por la salud de nuestra hermana Catalina y procurando que los usos y costumbres no se alteren por nada. ¿Qué lecturas hay previstas para la hora de vísperas, Lucía?

—Lo preceptivo del jueves, madre abadesa: el himno del Gloria, los salmos 117 al 138 del rey David, el cántico 11 del Cantar de los Cantares, la lectura de la primera carta de san Pablo a los tesalonicenses, el Magníficat de la Santísima Virgen, los responsorios del día, las intercesiones por nuestras hermanas fallecidas y las demás de rigor, un padrenuestro y una oración conclusiva, que hoy será escogida del tercer libro de san Juan.

—Bien —aceptó la abadesa—. Podéis marcharos.

Lucía y Petronila abandonaron la celda de doña Inés con la misma preocupación con que habían llegado poco antes, y además sin comprender la escasa importancia que la superiora daba al asunto, habida cuenta de lo que se ponía en juego. Salieron a la galería y caminaron un trecho en silencio. Las hermanas cenobitas, liberadas de toda preocupación, continuaban con sus labores en el huerto, con la limpieza del establo y con el cuidado del jardín del claustro. Lucía y Petronila se dirigieron a la capilla.

A esa hora no había nadie en ella. Se santiguaron, se arrodillaron para rezar algunas oraciones y al terminar tomaron asiento en la última bancada de la iglesia. Estaban preocupadas y necesitaban conjurarse. La primera que habló fue Petronila.

—Nada ha descubierto Constanza exhumando cadáveres. Tampoco ha visitado la torre. Ni siquiera ha pasado por el
scriptorium.
¿Tenemos algo que temer, Lucía?

—Sólo hay que temer a Dios, Petronila.

—Entonces, ¿por qué siento esta inquietud, esta angustia que me roba la serenidad durante el día y el sueño en la noche? ¿Por qué?

—Porque no tenemos apaciguada el alma, hermana.

—Entonces, apacigüémosla.

—No encuentro medicina, Petronila.

Volvieron a callar. Pero ambas sabían que, de seguir con su oficio de investigadora, Constanza de Jesús terminaría encontrando el modo de ver la luz y ellas quedarían deslumbradas.

—Tengo miedo de que sospeche de mí, Lucía.

—Sospecha de todas, Petronila.

—No tiene motivos.

—Tampoco los tiene para no sospechar.

El miedo es un ratón anidado en las tripas que roe, roe, y no se sacia jamás.

Y el miedo tuvo la culpa de que, paradójicamente, como tantas veces sucede, Petronila se armara de valor, respirara hondo y dijese, sin temer ser oída por Dios en su sagrado recinto:

—No voy a permitir que caiga sobre mí el alud de la sospecha, Lucía. Tampoco correré el riesgo de que se desmoronen sobre mi espalda mil y un castigos por mis actos, así que esta noche iré a la celda de esa navarra entrometida y pondré fin a su vida.

—Amén —aceptó Lucía.

—¿Me acompañarás?

—Puede ser.

—En ese caso, sólo necesito que me indiques cómo hacerlo. La abadesa no me prestará ninguna de sus pócimas adormecedoras para andar por caminos más llevaderos, ni va a ser fácil un asalto al descubierto. ¿Qué me aconsejas?

—Rezar.

—Hablo en serio, Lucía.

—Yo también...

Petronila vio que Lucía lo decía con la mayor seriedad. Así es que afirmó con la cabeza y mostró humildad. Entonces las dos monjas se arrodillaron en el reclinatorio y se dejaron llevar por oraciones aprendidas a las que no necesitaban prestar atención para pronunciar, en tanto que por sus cabezas discurrían opciones para cumplir sus deseos. Lucía descartó el estrangulamiento; Petronila la puñalada. Lucía sopesó y descartó la defenestración y Petronila no se atrevió con el envenenamiento de la cena de Constanza, por si el azar ponía en peligro otras vidas. Lucía elevó su murmullo para recitar:

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