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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (25 page)

—Deus, cujus Unigenitus per vitam mortem et resurrectionem suam nobis salutis aeterne praemia comparavit: concede, quaesumus; ut, haec mysteria sanctissimo beatae Mariae Virginis Rosario recolentes, et imitemur quor continent, et quod promittunt, assequamur. Per eumdem Dominum. Amen.

—¿Cómo te atreves a rogar a Dios que nos conceda la gracia que le pedimos, Lucía?

—Calla, hermana Petronila, y reza tú también las oraciones que nos enseñó el Señor. Estoy persuadida de que nos escuchará:
Ideo precor beatam Mariam semper Virginem, beatum Michaelem Archangelum, beatum Ioannem Baptistam, sanctos Apostolos Petrum et Paulum, omnes Sanctos, et vos, fratres, orare pro me ad Dominum Deum nostrum.

—Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.

—Amén.

Lucía terminó de rezar y volvió a sentarse en el banco. Petronila la imitó. Y al cabo de unos instantes, se le iluminó la cara.

—¡Dios nos ha escuchado, hermana! ¡Y Él me ha dicho cómo hacer lo que te propones!

Petronila abrió los ojos con desmesura y un brillo de esperanza refulgió como una luciérnaga en una gruta.

—¡Habla, por lo que más quieras!

—Simple —sonrió Lucía—. Le hacemos una visita agitada en la medianoche, le indicamos que creemos que han asesinado a una de nuestras hermanas, la urgimos para que nos acompañe y, a toda prisa, la conducimos a la torre. Después, una vez allí, ya sabes lo que hay que hacer. ¿No es acaso el mejor camino?

—Lo es, hermana Lucía. Lo es.
Laus Deo.

—Laus Deo. Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et semper, et in saecula saeculorum. Amen.

Capítulo 9

Cuando el rey don Jaime, acompañado por Constanza de Jesús, entró en la celda de la abadesa, volvió a sorprenderla en sus menesteres y de nuevo ella sintió que se le detenía el corazón por el ímpetu del monarca y la sorpresa de su presencia. Fingió de nuevo el rey su abatimiento por no haber recordado el forzoso hábito de llamar a la puerta, pero de inmediato se asomó el sarcasmo a sus labios en la excusa que improvisó:

—Ser rey me tiene mal acostumbrado. No recordaba que la tuya es la única puerta de la Corona de Aragón a la que debo llamar antes de entrar.

—¡Señor, por piedad! —llegó a balbucir la abadesa—. ¡Me mataréis de un susto!

—Tomaré nota. Tal vez evite muchas guerras si logro causar igual efecto sobre mis enemigos...

El rey sonrió, se olvidó pronto de aquello y tomó asiento. Constanza, a su vez, hizo una reverencia a doña Inés antes de sentarse en el banco del fondo, junto a la puerta. Cuando la abadesa recuperó el aliento y calmó la agitación de su pecho, aún de pie, se inclinó ante el rey.

—¿Queríais hablar conmigo, mi señor?

—Conversar, sí —respondió don Jaime—. He pensado que llevo aquí casi dos días y todavía no hemos sostenido una entrevista en profundidad sobre los hechos acaecidos en esta abadía, que ésa y no otra es la razón de mi visita. Estoy seguro de que ahora dispones de tiempo para ello, ¿no es así?

—Bueno, será un placer, señor. Aunque lo cierto es que andaba calculando los gastos que serán precisos para reconstruir el
scriptorium
y no he podido llegar todavía a conclusión alguna. De hecho, pensaba solicitar vuestra ayuda.

—Desde luego, desde luego —afirmó el rey—. Pero creo que todo eso puede esperar. Al fin y al cabo primero habrás de desescombrar, hacer inventario de los libros salvados, comprobar el estado de los cimientos y menudencias así. Tiempo habrá para todo lo demás. ¿Te parece que en lugar de asfixiarnos en esta estancia salgamos a pasear, doña Inés? Hablaremos mientras disfrutamos de la luz del atardecer en este hermoso día casi primaveral.

—Como deseéis.

—Constanza nos acompañará —indicó don Jaime—. Está encargada de dar respuesta a nuestras preocupaciones y tendrá preguntas que hacer, ¿verdad?

—No muchas, mi señor —fingió excusarse la navarra.

—Bueno, bueno, ya irán saliendo. ¿Nos vamos?

La tarde estaba realmente hermosa. El cielo se había limpiado de nubes y las pocas que se dibujaban en la lejanía eran altas y deshilachadas, igual que trazos recién pintados. El azul era intenso, como si ya nunca más fuera a hacer frío, y el sol empezaba a notarse cálido y reconfortante después del largo invierno. En el jardín del claustro, en el que ocho monjas con delantal gris trabajaban en labores de poda y riego, nacían minúsculos brotes de flores que contrastaban con el gris de las paredes de piedra, rosas, azucenas, dientes de león, narcisos y tulipanes, resurgiendo entre los setos de hoja menuda que brillaban con un renovado verdor. El olor de la lluvia había quedado atrás y en el claustro sólo se percibían aromas suaves de perfumes mezclados. Podía respirarse bien, con regocijo, igual que cuando se le arranca a un niño una sonrisa.

Caminaron en silencio por el corredor del claustro al amparo de la magia de la tarde. El rey en el centro y las dos mujeres a sus lados. Constanza lo miraba y remiraba todo, como si hubiera perdido algo y tratara de encontrarlo, mientras doña Inés andaba erguida, con la mirada al frente y la barbilla altiva. Las monjas y novicias que se les cruzaban, paseando de dos en dos con un breviario en las manos, inclinaban la cabeza a su paso en señal de sumisión. Don Jaime, sin volver la cabeza en ningún momento, buscaba el modo de retrasar un poco el paso para observar con disimulo a las mujeres que lo acompañaban por ver cuál era su actitud. Eran dos mujeres muy diferentes, sin duda. Constanza era viva y jovial; la abadesa, solemne y severa.

Al llegar a la puerta de salida, después de atravesar el huerto en el que trabajaban una veintena de monjas con azadas, rastrillos, palas y sus propias manos, el rey enfiló el camino de la sacramental sin dar ninguna explicación. Sólo dijo:

—Me agrada la limpieza del convento y el silencio que se disfruta en todas partes. Debe de ser agradable la vida aquí.

—Lo es, mi señor —respondió la abadesa—. Servir a Dios es grato en cualquier lugar, pero lo cierto es que me siento muy orgullosa del monasterio, os lo aseguro.

—El orgullo no es pecado, doña Inés.

—Sólo si se sabe administrar —apostilló Constanza—. Ya se sabe que los cántaros, cuanto más vacíos, más ruido hacen.

—No te entiendo —frunció el ceño la abadesa—. El voto de silencio...

—Pensaba en el orgullo, nada más —sonrió Constanza—. Suele decirse que cuanto más se tiene, menos se justifica.

—¿Acaso no te complace cuanto ves en esta morada, sor Constanza? —inquirió la abadesa.

—Mucho —replicó la navarra—. Lo que me perturba es lo que no veo.

—Sigamos nuestro paseo, señoras —interrumpió el rey lo que parecía que iba a convertirse en una disputa—. Y no olvidemos que ni es bueno ser como el navío que piensa que el mar sólo existe para verlo navegar, ni tampoco la falsa modestia, cual sería ignorar la serenidad de este cenobio. Mirad: hasta el cementerio parece hoy menos lúgubre. ¿Entramos?

—Sea —aceptó la abadesa no sin antes enviar a la nuca de Constanza una mirada por la que luego debería confesarse.

Se adentraron en el camposanto entre los dibujos de sombras y los claros al sol, contemplando la alternancia de sepulturas y hierbas descuidadas. Fue, al cabo de un rato, cuando Constanza hizo notar la abundancia de tumbas.

—Muy grande es vuestra sacramental, señora abadesa. Sorprende su magnitud...

—No te sorprendería si conocieras la vejez del monasterio de San Benito y el hecho de que han sido muchos los moradores que acabaron aquí sus días. Con el tiempo he llegado a aprender que todos tenemos una razón para morir: haber nacido.

—Muy cierto —afirmó don Jaime.

—Y, no obstante, me he fijado en las fechas escritas en sus lápidas —insistió la navarra—. En comparación con Santa María, la mortandad en San Benito es muy alta. ¿No es saludable este clima, doña Inés?

—El clima es bueno, hermana; en todo caso fueron sus habitantes quienes no gozaron de buena salud al llegarse hasta aquí —aclaró la abadesa—. En efecto, Constanza: muchas hermanas se acogen a la clausura de este cenobio cuando sus fuerzas flaquean. Ésa es la razón de lo que tanto te sorprende. Sabed, mi señor —se dirigió al rey—, que nuestra misión consiste también en recoger a toda clase de mujeres que, por uno u otro motivo, han caído enfermas y que, por falta de medios, no pueden ser atendidas como merecen en sus casas. Es algo que no complace a muchas familias nobles, que querrían que yo fuera más estricta en la acogida de siervas del Señor, pero sé que Dios Nuestro Señor no hace distingos a la hora de abrir las puertas del Cielo, así es que no comprendería que yo los hiciera en la Tierra.

—Lo entiendo —asintió el rey.

—Algunos nombres..., mirad: son tan jóvenes —se detuvo Constanza ante una lápida.

—Raimunda de Tauste, sí, la recuerdo... —comentó la abadesa—. Llegó con apenas dieciséis años y murió unos meses después al dar a luz. También su hijo nació muerto. Pobrecilla...

Ni don Jaime ni Constanza hicieron comentario alguno, pero entrecruzaron sus miradas. Y siguieron el paseo con toda la naturalidad que pudieron por los caminos de tierra del cementerio hasta que llegaron a la sepultura que buscaban.

—¿No hay lápida para esta tumba? —preguntó Constanza.

—¿Por qué habría de haberla? —preguntó a su vez la abadesa—. No hay cristiano enterrado en ella.

—Ah, claro —disimuló Constanza—. Al ver removido el terreno pensé que...

—¿Removido? —se extrañó la abadesa—. ¿Por qué lo dices? Aquí no hay enterramiento.

—Me había parecido —fingió conformarse la monja navarra, que volvió a encontrarse con la mirada cómplice de don Jaime.

—Salgamos de aquí —ordenó el rey—. Busquemos otros lugares más alegres. Por cierto, doña Inés, ahora que me acuerdo: esta mañana estuvo mi médico atendiendo a esa joven novicia en la enfermería e intercambió consejos y remedios con don Fáñez. Vamos a ver qué tal se encuentra..., ¿cuál es su nombre?

—Catalina.

—Eso es, Catalina. Vayamos a visitarla.

La abadesa no puso objeción, pero se notó que no le hacía ninguna gracia regresar al lugar que tanto había criticado el monarca la tarde anterior, cuando la acompañó a internar en el cobertizo a la enferma y se quedó a esperar la llegada del médico del cenobio. No le gustó la idea, pero de pronto sospechó que algo se traían entre manos la monja navarra y el rey, por lo que se limitó a aceptar la orden real y conducir a ambos al lado de la enferma.

Por una vez, el médico Fáñez fue sorprendido por los visitantes atendiendo con esmero a la joven Catalina. Estaba reponiendo un trapo mojado sobre su frente y dispuesto a llevar a cabo la cura que había prescrito don Martín. Al ver entrar al rey y a la abadesa se limitó a inclinarse en una sola reverencia sin perder la sonrisa y luego anunció contento:

—Está mejor. Esta joven se va a recuperar, mi señor. Los remedios de vuestro médico han dado un magnífico resultado.

En efecto, Catalina había recuperado la consciencia y tuvo fuerzas bastantes para volver la cabeza hacia el rey y sonreír. Don Jaime se acercó hasta su lecho y le tomó la mano.

—Me alegra observar tu mejoría —dijo—. ¿Te sientes aliviada?

—Sí, mi señor —respondió con un hilo de voz, haciendo un gran esfuerzo—. Os estaré eternamente agradecida.

—No hables.

—Me ha hablado el médico de vuestra intervención —añadió en un susurro—. Gracias, señor, muchas gracias.

—Descansa ahora.

Don Fáñez explicó al rey que había tomado el caldo de gallina a la hora fijada, que el efecto de las vendas frías sobre la frente había contenido el aumento de la fiebre y que en ese momento se disponía a cambiar la cataplasma de su entrepierna, tal y como había ordenado don Martín. La abadesa mostró su satisfacción por el informe de don Fáñez y miró al rey con la esperanza de recibir de él una felicitación. En cambio, se encontró con una reprimenda.

—Has de saber que no puede mantenerse esta situación. Antes de hacer cálculos para reconstruir el
scriptorium,
ordeno que dispongas la construcción de una enfermería digna de tu monasterio, doña Inés. Si necesitas sueldos para ello, te ayudaré a colectarlos. Pero tus enfermas no pueden ser atendidas en esta... esta... no sé ni cómo calificar a este cobertizo inmundo.

—Se hará, señor —la abadesa bajó los ojos, humillada.

—Eso espero.

Mientras hablaban, Constanza salió de la nave en busca del tétrico huerto del que le había hablado el rey. Y al verlo, justo al lado de la puerta, se echó las manos a la cara y gritó:

—Venid, mi señor.

—¿Qué deseas? —preguntó el rey, simulando indiferencia.

—Tenéis que ver esto.

Don Jaime salió al exterior y volvió a sentir el abatimiento que le había demudado el rostro al mediodía. No tardó en dirigirse a la abadesa.

—¿Qué es esto, doña Inés?

La superiora salió a mirar y, componiendo un rostro indescifrable de repugnancia, se cubrió la boca con una mano.

—Lo ignoro, mi señor. Parecen...

—Son restos humanos, doña Inés —dijo el rey.

—De niños recién nacidos y otros..., otros... sin nacer —describió Constanza—. Por el tamaño de estos minúsculos cráneos, yo diría...

—¿Qué tienes que decir a esto, abadesa? —inquirió don Jaime.

La superiora tardó en responder. Por su expresión de espanto podía deducirse que era la primera vez que se enfrentaba al terrible espectáculo del osario desenterrado y que la visión le resultaba estremecedora.

—No lo sabía... Os juro que no lo sabía, mi señor.

—No te creo, Inés...

La abadesa quedó paralizada. Miró de modo desafiante al rey y calculó si debía o no decir lo que estaba pensando. Sintió que el cuerpo le ardía por la rabia, que el aire no llegaba bien a sus pulmones y que la garganta se le empedraba. Rápidamente sopesó expresar lo que tenía necesidad de decir y lo que le convenía; y aunque la cabeza dictaba prudencia, el corazón exigía dignidad. Fue un debate corto y nada limpio. No podía contener la ira, aun sabiendo que era el peor camino, pero tampoco sabía apaciguarla; y de pronto se impuso con fuerza la idea de que ella era libre, que podía hablar como le viniera en gana y que las consecuencias, cuando se produjeran, las afrontaría. Ya no le importaba lo que pudiese ocurrir. Se dijo que, fuera lo que fuese, le daba exactamente igual.

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