Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¡Sin demora!
—Al instante, mi señor.
Don Jaime, harto de recorrer el claustro del convento, sus galerías, corredores y estancias una y otra vez, irritado por la actitud de la reina y deseoso de cambiar de aires, sintió urgencia en salir de allí y pensó que sería grato visitar a sus tropas acampadas frente al monasterio, intercambiar palabras de hombre con sus súbditos y recibir las noticias que pudiera proporcionarle el Alférez Real. El rey ya no aguantaba más el presidio de aquellos muros consagrados al silencio en los que sólo había lugar para el paseo o la oración, y de unos y otras estaba, más que cansado, ahíto. Una visita a sus huestes entretendría las horas y le permitiría respirar un poco del frescor de la intemperie. Por eso se enfureció y pidió a voces una cabalgadura.
—¿Dónde aguarda mi caballo?
—A la puerta de la abadía, señor.
El olor de la primavera, la luz del cielo abierto, los horizontes de cumbres nevadas y pinos desperezándose, el verdor de los campos y el vuelo largo de las golondrinas devolvieron a don Jaime el ansiado bien de la libertad. Y allá al frente, en la pradera más extensa del valle, la arquitectura romboidal de las tiendas de campaña, el vaivén sereno de los pendones reales y el revuelo habitual de sus huestes, ejercitándose o afanándose en la limpieza y la cocina, le proporcionaron la sensación de estar de regreso en casa. Picó espuelas al caballo de cabeza altiva, crines salvajes, patas de acero y grupa rotunda que habían puesto a su disposición y trotó con gran ánimo la distancia que le separaba de sus tropas.
No le esperaban en el asentamiento, pero su inconfundible figura alertó a todos al instante de la llegada de su majestad el rey y se corrieron por doquier, como un oleaje, las reverencias, las sonrisas y los saludos de bienvenida. Tronó la trompetería del protocolo. Don Jaime correspondió mano en alto a cuantos se cruzaron ante él y llegó al paso, solemne y erguido, hasta la sombra del pendón real que señalaba su tienda. Nada tardó su Campeón, el Alférez Real don Blasco de Alagón, en llegar hasta sus pies y rendirle pleitesía.
—Bienvenido, mi señor —dijo mientras inclinaba la cabeza. Y luego añadió—: Sin vos, el campamento estaba huérfano. Desde ahora todos respiraremos mejor.
—Bien hallado, don Blasco. Pero no dilapidéis vuestros fastos porque sólo estaré un instante entre vosotros. Por desgracia todavía no he dado fin a los asuntos que me han traído a este monasterio de San Benito.
—Lamento oír eso, majestad.
El rey descendió del caballo con prisa, se acercó para saludar a algunos condes y damas de corte que se habían aproximado a contemplar de cerca a su rey y miró en derredor, aspirando profundamente aquel aire tan grato y familiar del campamento real. Después se introdujo en su tienda, seguido por don Blasco.
—Espero que pronto podamos seguir camino. —El rey tomó asiento en su silla e hizo un gesto al Alférez para que se sentara junto a él. Levantó los ojos para disfrutar de lo acogedora que le resultaba su tienda y, de pronto, lo observó—. ¿Qué es eso, don Blasco?
—Ah, mi señor. Disculpad. Se trata de un nido. Una golondrina que, sin atender al respeto que merecéis, está construyendo su nidal en el palo mayor de la tienda. He dado orden de que se derribe de inmediato.
—¡No, no, don Blasco! —se opuso don Jaime—. Ni se te ocurra hacer algo así. Dejad que la golondrina haga de mi tienda su hogar. Me parece un buen augurio.
—Pero, señor... Cuando se levante el campamento no podrá...
—Cuando partamos, dejaremos instalada la tienda. O al menos el palo mayor, para que la naturaleza cumpla con su deber. No me perdonaría privar a esa criatura de Dios de su morada. ¡Mira! ¡Casi ha completado el nido! Puede que hoy mismo, o mañana, deposite sus huevos. ¿No te parece un milagro del Señor?
Don Blasco cabeceó dubitativo, pero no contradijo al rey y afirmó sin gran convencimiento:
—Se hará como ordenáis, señor.
—Me place. —El rey observó durante unos segundos el afanoso ir y venir de la golondrina construyendo su ponedero y luego volvió a recobrar su actitud de monarca—. Y ahora, dime, don Blasco, ¿hay nuevas que deba conocer?
—Sí, mi señor. Las hay —afirmó el Campeón, y dio dos palmadas para que entrara un sirviente—. Trae vino y frutas, Froilán.
—Señor —se inclinó el criado en una reverencia.
El sirviente corrió en su busca y, al quedarse solos, el primer caballero compuso un gesto pesimista.
—Cuenta y no te andes con rodeos, don Blasco, que ya te he dicho que no dispongo de mucho tiempo.
El Alférez Real tomó aliento, puso su mano sobre el brazo del rey y dijo:
—Confío en que pronto encontraremos la solución, señor, pero de nuevo vuestros nobles catalanes pretenden adentrarse por caminos inapropiados. Saben que la riqueza es como el poder: tiene la virtud de hacer que parezcan más grandes las personas. Y ellos, en cuanto repican las campanas llamando a rebato, acuden tan veloces como voraces.
—¿Qué quieren ahora?
—El botín.
El rey negó con la cabeza, disgustado. Esperó a que el sirviente, que había regresado, llenase las copas de vino y saliera de la tienda para tomar la palabra.
—Me rompen el corazón, don Blasco. Consiguen entristecerme una vez tras otra. —El rey se pasó la mano por la barba, se la mesó y entrecerró los ojos—. Cuando hace cuatro años acordamos en Tortosa iniciar la conquista de tierras dominadas por los andalusíes, me reprocharon que fracasáramos al tomar Peñíscola por la ausencia de los nobles aragoneses, lo sé, pero sus razones fueron las ideas y no el oro, y yo lo acepté porque nunca demostraron falta de lealtad. Son de ideas firmes los aragoneses, bien lo sabes; pero a leales no les gana nadie. Por eso no cejé en mi empeño de volver a ir sobre Valencia; y cuando luego en Teruel acordamos una nueva cruzada sobre el Islam, Aragón de nuevo estuvo a mi lado, sin condiciones. Y mira si fue rentable el intento que hasta el propio Zayd Abu Zayd aceptó el pago de una quinta parte de sus rentas de Valencia y Murcia a cambio de la paz, sólo al tener noticias de nuestras intenciones.
—Fue buena prenda, vive Dios —asintió don Blasco.
—Y nuestro triunfo supuso además un rosario de pleitos en al-Andalus que está convirtiendo sus tierras en ingobernables.
—Lo cual nos favorece, mi señor.
—Por ahora sí. —Bebió don Jaime de su copa—. Y es que toda fragmentación debilita a los reinos, don Blasco. Deberían aprenderlo mis caballeros de estas tierras. Cuanto más limitado es un reino, más expuesto está al invasor. Los árabes se están dividiendo y sus taifas son cada vez más débiles, por ahora. En todo caso, no hay que fiarse. Si no marchamos pronto sobre Mallorca, estaremos dando tiempo al enemigo para reagruparse y cambiar de opinión. Son listos nuestros enemigos y pronto comprenderán que necesitan unirse para ser fuertes. Recuerda lo que pasó con Ibn Hud, proclamado emir de Murcia y reconocido como tal por los arraeces de Alcira, Denia y Játiva, arrebatados al mismo Zayd Abu Zayd.
—Es cierto, señor. Dejaba para más tarde deciros que Abu Zayd está ahora en Segorbe —comentó el Alférez Real—. Como suponíamos, Zayd pide vuestra ayuda. Ha enviado un emisario suplicando que le aceptéis como vasallo de la Corona de Aragón.
—Bien me parece —aceptó el rey.
—Sólo pide a cambio —continuó don Blasco— que obliguéis a Zayyan a devolverle Valencia y él ofrece en agradecimiento la cuarta parte de sus rentas y además os entrega Peñíscola, Alpuente, Segorbe, Culla y Morella. Sólo suplica, con humildad, que se le permita conservar los castillos de Castielfabib y Ademuz.
—¡Es una gran noticia, don Blasco! —El rey se incorporó en su silla y alzó la copa—. ¡Acepta su ofrecimiento, sin duda! Que acuda el próximo 20 de abril a la ciudad de Calatayud y sellaremos el acuerdo. ¡Me parece magnífico!
—Hoy mismo ordenaré que se le haga saber, mi señor.
Don Jaime y don Blasco alzaron sus copas y bebieron. El rey estaba satisfecho: había ganado otra batalla sin necesidad de librarla, y por un momento se le olvidó la contrariedad producida por los nobles catalanes. Pero a don Blasco no se le había olvidado y, recobrando la seriedad, volvió a endurecer el gesto.
—Otras batallas más difíciles tendremos que librar ahora, mi señor.
—Ah, ya —recapacitó el rey—. Había desatendido la avaricia de mis nobles. Y no consigo comprender sus aspiraciones, don Blasco; ¡no lo consigo! Sé que critican mi anhelo de extender el reino de la cristiandad, acusándome de mojigato; dicen que busco aprovecharme de la debilidad de los ejércitos infieles y de su incapacidad para gobernarse; murmuran que sólo busco reafirmar mi poder y recuperar autoridad y prestigio para la Corona de Aragón... Pero lo único cierto es que estoy pensando en mi Dios y en mis súbditos: en que mi Dios tenga más fieles y en que mis nobles incrementen sus rentas y posesiones mediante la conquista y la guerra contra los árabes. Siendo así, ¿por qué los catalanes se muestran tan esquivos? No lo comprendo.
—En mi opinión sólo se elude lo que se busca o lo que se teme, mi señor —comentó don Blasco.
—¿Qué quieres decir? —inquirió el rey.
—Que buscan más rentas y, a la vez, temen gastar parte de sus bienes en la guerra. Han cerrado el puño y en él guardan su oro. Para arriesgar en la empresa piden a cambio...
—¿Arriesgar en la empresa? ¡Pero si Mallorca fue idea suya! —el rey se levantó airado y vociferó mientras daba zancadas por la tienda—. ¿Acaso no lo decidieron ellos mismos el pasado diciembre en las Cortes catalanas, cuando se reunieron en Barcelona? Y si no lo querían así, ¿para qué diablos me concedieron el subsidio correspondiente a la recaudación del impuesto del bovaje? ¡No hay quien los entienda! Primero se quejan de las continuas agresiones de los musulmanes mallorquines a los mercaderes de Tortosa, de Barcelona y de Tarragona, calificándolos de piratas, y entonces, como adolescentes amedrentados, corren hacia mí en busca de ayuda. Luego los mercaderes ponen a mi disposición no sé cuántos navíos...
—Ciento cincuenta, mi señor.
—Eso es. Los mercaderes me proporcionan ciento cincuenta naves para la expedición, que acepto a pesar de que los caballeros aragoneses me la desaconsejan y me solicitan, en cambio, iniciar la conquista de Valencia. Y ahora, ahora... ¿se puede saber qué demonios piden ahora los catalanes?
Don Blasco temió la irritación del rey y se sirvió otra copa de vino para pensar la respuesta. Don Jaime, plantado ante él, pareció exigirle una pronta respuesta.
—Los nobles de Cataluña aceptan participar en la conquista de Mallorca sólo si la reconocéis como una empresa catalana y son sólo ellos quienes se repartan después el botín y las tierras.
—¿Cómo dices? —el rey desorbitó los ojos.
—Lo siento, mi señor. Eso es lo que exigen.
Don Jaime soltó una gran carcajada que se pareció mucho a un gruñido. Después dio dos grandes palmadas y, con la rapidez de un disparo de ballesta, se dibujó en su rostro el mapa de la fiereza.
—¡Mis tropas, encabezadas por mí, embarcarán el 5 de septiembre en Cambrils, Tarragona y Salou con o sin las huestes de esos caballeros catalanes a bordo! ¡Puedes decírselo! Y añade que ya he dado palabra a los aragoneses de que participarán en los beneficios, sea en botín o en tierras. Así que ya saben a qué atenerse. Con ellos o sin ellos, Mallorca pertenecerá a la Corona de Aragón, ¿entendido?
—Lo aceptarán, mi señor. Estoy seguro.
—¡Mejor que sea así!
El rey se dispuso a salir con la ira encendiéndole el rostro. Se volvió hacia don Blasco y dijo:
—A los cínicos se les ama o se les odia, don Blasco. Muchos hombres son así: creen que alcanzan nombre y riqueza porque el camino ha sido fácil y no reparan en que ese atajo sólo conduce a la perdición. No sé por qué guardo tanto afecto a esos nobles, no lo sé...
El Alférez Real no respondió, se limitó a seguir al rey hasta el pie de su caballo. Y cuando don Jaime ya había montado, hizo una reverencia y se despidió diciendo:
—Les hablaré tal y como me encomendáis, señor. Y esperaremos ansiosos vuestro regreso.
—Bien está. Y otra cosa, don Blasco —añadió el rey—. Avisa a cualquiera de nuestros médicos, quiero que me acompañe.
—Don Martín está ahí mismo, señor.
—Toma un caballo y acompáñame, don Martín —don Jaime se volvió hacia el médico real—. Y tú, don Blasco, cuida bien de mi golondrina.
Una reverencia del Alférez Real fue la respuesta.
El rey, acompañado por don Martín, se despidió de sus leales y ambos marcharon cabalgando despacio, al paso, en dirección al monasterio de San Benito, uno con la tristeza de tener que volver a dejar el campamento de sus huestes y otro con la intriga de saber cuál era la misión que le aguardaba. Cabalgaban en silencio, uno al lado del otro, dejándose envolver por la tibieza del sol de marzo y la suave brisa que esa mañana animaría a los campos a mostrar los primeros brotes coloristas de la primavera.
—Muy callado vas, don Martín —dijo el rey cuando ya habían recorrido la mitad del camino—. ¿Te preocupa algo?
—Nada, mi señor. Sólo se enredaba mi sesera con pensamientos fugaces. Acerca de la vida y la muerte, ya sabéis...
—¡Bendita sea la fugacidad de tales pensamientos! —replicó el rey, irónico—. ¡Te aseguro que si para un médico se trata de pensamientos con tan escasa enjundia, muy capaz soy de renunciar a la corona y seguirte como discípulo!
—Es que no hay que pleitear con la naturaleza, señor. Tiene tanta experiencia que en raras ocasiones se equivoca. Es necedad temer a la muerte...
—Sabias palabras, vive Dios. Y muy firmes.
—Porque, en mi opinión, la seguridad es el lecho donde la razón descansa.
El rey se lo quedó mirando a los ojos rebosando curiosidad y después sonrió abiertamente.
—¡Bravo, don Martín! ¡Por fin encuentro un hombre pausado y sesudo! Estaba empezando a creer, preso en ese cenobio, que había sido condenado a oír simplezas durante todos estos días. ¿Y se puede saber en qué clase de estrellas lees esas reflexiones para rezumar tanta sabiduría?
Don Martín pensó que don Jaime se burlaba y compuso un mohín de desagrado que trató de disimular. Se limitó a decir:
—Pasear en soledad es el mejor libro, mi señor; y observar cuanto nos rodea, un gran aprendizaje. Si uno se fija bien, todo está escrito en la naturaleza.
—¿También el amor y la muerte?