Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—No os comprendo, mi señor —replicó la abadesa—. En este cenobio femenino...
—¡Pues eso es lo peor! ¿No sabes qué dijo Salomón acerca de las mujeres?
—Señor, yo...
—Pues dijo que «asy como non es aspereza sobre aquella del tosygo del esturcon, todo asy es malicia sobre aquello de la fembra. Por mala muger fue nascido el primero pecado, por el qual todos morimos. Y asy entre mill honbres yo bien he fallado uno puro e bueno, mas de las mugeres jamas he fallado una buena. Mejor es la yniquidat del honbre, que non la bondad de la muger».
—Como comprenderéis, mi señor, no puedo estar de acuerdo con...
—¡Pues envía tus quejas al papa, mujer! —se irritó don Jaime—. Es un libro santo, una lectura católica de nuestra Iglesia. Si no estás de acuerdo, alza la voz contra quien lo propaga como dogma de fe, no contra mí. Y, por lo que respecta a esos dineros que pides, nada más he de decir. ¡Bastantes cargas tengo ya con la expedición sobre Mallorca para que trates tú de menguar mis cuentas! Y ahora, déjame. Otros menesteres me aguardan.
—Como deseéis, mi señor —se apartó la monja un paso e hizo una reverencia.
—Te recomiendo, ya que tanto se disfruta en esta casa con burlas y lecturas frágiles, que rebusques las malas hierbas entre los restos de ese
scriptorium
—ironizó don Jaime—. Seguro que hallarás esos sorites de Quintiliano y Cicerón que, como razonamientos erróneos, divertirán mucho a tu comunidad. Adiós, doña Inés.
—Señor... —volvió a inclinarse la monja sin atreverse a dar la réplica.
—¡Y cuídate mucho, abadesa, que tengo entendido que Constanza ronda muchas respuestas y ninguna te favorece!
Sentada en un taburete de madera sin pulir, Constanza de Jesús observaba los dos cuerpos que, tras su exhumación, las viejas monjas habían depositado, entre arcadas, sobre las mesas habilitadas en la capilla abandonada del camposanto para que fueran diseccionados por la, en su opinión, intrusa y desvergonzada hermana navarra. Uno de los cuerpos conservaba, milagrosamente, un estado casi intacto, a pesar de llevar diecinueve días sin vida; el otro, aun siendo de los recientes, había iniciado un proceso acelerado de putrefacción. A pesar de ello Constanza los observaba con esmero y no terminaba de comprender lo que veía.
Que uno de ellos presentase una herida profunda en el pecho, no le sorprendió: la propia abadesa le había dicho que la hermana Úrsula había sido asesinada con un cuchillo robado de las cocinas. El otro cuerpo, perteneciente a doña Urraca de Jaulín, mostraba huellas de hematomas en la espalda y unos daños inconfundibles en el cuello, consecuencia de su estrangulamiento. Constanza estaba avisada y tampoco le sorprendió. Lo único con lo que no contaba era con que ambas tuvieran en las muñecas señales de desgarros y moraduras. Carecía de explicación para ello. Quizá hubieran sido maniatadas con brusquedad, pensó.
En todo caso, lo que no alcanzaba a comprender, a la vista de lo que todavía podía colegirse de los restos de aquellas mujeres, era por qué habían sido calificadas de poco agraciadas, cuando no hacía falta verlas en su integridad para deducir que era evidente su gracia. Por si fuera poco, si a ello se añadía su condición de aragonesas y que, tras el detenido examen, ambas conservaban restos de un fluido igual al encontrado en el cuerpo de doña Isabel de Tarazona, el desconcierto resultaba abrumador.
Jamás se había encontrado, en su larga experiencia investigadora, un caso tan evidente de muertes inexplicables, con tantos nexos y coincidencias en el procedimiento. Carecía de dudas acerca de varios aspectos: que su autor era siempre la misma persona, que seguía un ritual idéntico, que escogía a sus víctimas por su origen y que, antes o después de muertas, satisfacía siempre su apetito sexual, claramente desordenado. Podía tratarse de una casualidad, pero no lo creía. De hecho, tenía que excluir esa posibilidad si no quería andar desenterrando a todas las víctimas, lo que sin duda le conduciría a idéntica conclusión. Así pues, decidió apuntar entre sus notas que el asesino era una misma persona, que se trataba de un hombre, que tardaba en ejecutar su acción el tiempo que necesitaba para escoger la siguiente víctima por su origen aragonés, y que, por lo descubierto, el modo de actuar, siempre sin dejar rastro y al abrigo de la noche, significaba que conocía muy bien los horarios, costumbres y celdas del monasterio.
Tal vez, pensó, podía tratarse de un hombre de los que vivieron en la abadía antes de convertirse en un cenobio exclusivo de mujeres, y que por alguna razón dispusiera de llaves y su motivación fuera la venganza o la locura.
Sí. Podía tratarse de un loco. Y, pensando en ello, recordó los nueve componentes de la locura para dilucidar si en alguno de ellos pudiera encontrarse el móvil de su comportamiento asesino. Eran
Filautia, Kolakia, Lethe, Misoponia, Hedone, Anoia, Tryfe, Komos
y
Eegretos Hypnos,
es decir, el amor propio, la adulación, el olvido, la pereza, la voluptuosidad, la demencia, la molicie, el festín y el sueño profundo. Sólo la voluptuosidad, y con reservas, se aproximaba a lo que buscaba. O la demencia, sin más. Pero tal vez no fuera así, concluyó; tal vez no se tratara de un loco, sino de alguien que quisiera manifestarse de ese modo para dar cumplida satisfacción a una venganza. A una siniestra venganza.
Si era así, la cosa se complicaba cada vez más. Al igual que ocurría con la Hidra de Lerna, el monstruo de nueve cabezas que, cada vez que Hércules le sajaba una, crecía de nuevo en cuanto era cortada, en ese caso, cada vez que Constanza creía haber descubierto algo nuevo, del descubrimiento surgía un nuevo enigma. Hércules acabó de matar a la hidra aplicando una antorcha prendida a cada decapitación para impedir el interminable resurgir de las nuevas fauces, pero ella no tenía modo de cauterizar sus conclusiones para que de ellas no brotaran nuevos misterios.
Constanza permanecía inmóvil, en el taburete, con la mirada perdida en los cuerpos descompuestos y buscando caminos que condujeran a una solución, a desentrañar el enigma, abstraída en conjeturas y recuerdos; y, así, el tiempo caía sobre ella como la lluvia sobre el mar: inútilmente.
Afuera, las cuatro monjas rezaban oración tras oración, interrumpiéndose sólo para orar en la hora tercia y el ángelus, no sólo por el alma de las hermanas exhumadas sino, sobre todo, por sus propias almas, convencidas del gran pecado que cometían alterando la paz de los muertos. Y, cada cuatro oraciones, una quinta para que la monja navarra acabase cuanto antes con su profanación y permitiese volver a dar tierra a aquellas mujeres en las humedades de sus sepulturas, lo que harían a toda prisa en cuanto así se les permitiese.
El tiempo es la mejor oración: atiende todas las peticiones, aunque a su debido momento. Y así fue que, pasado el rezo de la hora sexta, salió a la puerta Constanza, dio señal de que su trabajo había concluido y, tras formarse el fúnebre cortejo, los cuerpos de las novicias Úrsula y Urraca fueron trasladados en andas a sus respectivas sepulturas, inhumados otra vez y sellados los sepulcros con la toca de sus lápidas para que siguieran regando las entrañas de la tierra con el fértil zumo de su juventud.
—¿Algún otro requerimiento precisa su señoría? —inquirió con malos modos la mayor de las monjas, acabada la faena y tras rezar otro rosario de oraciones fúnebres.
—Nada por ahora —encajó bien Constanza el exabrupto—. Si es menester tratar de algo nuevo, la abadesa os lo hará saber. Pero serán oficios menos penosos, espero, aunque en ocasiones los cuerpos de los muertos son las voces más disimuladas en la hora de la corrupción.
—Buenos días —se despidió la mayor, sin detenerse a entender a qué se refería la navarra.
—Gracias —sonrió Constanza—. Ruego a Dios por no necesitar más de vuestro auxilio.
—Amén —dijeron todas.
Y se alejaron formadas de dos en dos con la cabeza humillada y las manos cruzadas sobre el vientre.
Constanza no las siguió. Se entretuvo dando paseos por el laberinto de tumbas del cementerio y tratando de poner en orden sus descubrimientos para encontrar alguna explicación que le permitiera resolver los crímenes. Por un momento pensó que tendría que ir descartando posibilidades para acotar la identidad del culpable, y entonces trató de poner rostro al asesino. Lo primero que se preguntó fue si sería cristiano o infiel, y aunque recordó que el Corán dice que los pecados de la carne son agradables a Dios, pues son conformes con la constitución que al hombre se le ha dado, descartó que tras ello les fuera permitido a los infieles dar la muerte a sus mujeres, lo que, añadido al hecho de que un infiel en tierras cristianas sería fácilmente descubierto, descartó que se tratara de uno de ellos. Por tanto, ya tenía dos trazos para dibujar el mapa del criminal: hombre y cristiano. Y joven, se dijo. Lo de su juventud lo dedujo de la agilidad y fuerza necesarias para introducirse en el convento, escalar hasta las celdas y, tras los esfuerzos necesarios para doblegar la voluntad de las víctimas, quedarle bastante ímpetu para asesinar y fornicar, trasladar los cuerpos en muchos casos fuera de sus habitaciones y culminar la fechoría sin dejar rastro. Para ello era precisa una fortaleza de la que, por lo común, carecen los viejos, concluyó.
Constanza avanzaba poco a poco en sus razonamientos. Pensaba y paseaba por la sacramental, mirando sin ver, ensimismada en sus elucubraciones. En ocasiones descubría pensamientos que le distraían, como que empezamos a envejecer cuando nacemos, pero de inmediato los apartaba para volver a recomponer cuanto había aprendido de los hechos e intentaba reconstruir uno de los crímenes, al menos uno, lo que le permitiría dar con un cabo del que tirar para así desmadejar el ovillo.
De pronto se le cruzó una pregunta por la cabeza, una idea absurda que, además, quizá no pudiera responder nunca: ¿y si alguna de aquellas monjas del convento no fuera una mujer, sino un hombre enfundado en hábitos que, por sus rasgos, nadie, ni la abadesa, hubiera descubierto en su naturaleza? Si fuera así, tampoco ella lo sabría, pues tendría aspecto y ademanes femeninos e, incluso, de no tenerlos, nada podría demostrar. ¿Cuántas de aquellas mujeres, sobre todo las de mediana edad, tenían aspecto masculino o, al menos, podía prestarse a tales conjeturas? Seguramente más de una. Y no podía andar con peticiones a la abadesa de desnudarlas en público si no quería que el mismo rey la tomase por una extravagante o algo peor. Así pues tenía que dar por bueno que ninguna de ellas fuera un hombre, o al menos permanecer en la ignorancia del hecho y buscar el culpable en otra dirección.
Hombre, cristiano, joven... Y listo. No sólo para salir bien librado de sus crímenes, una vez cometidos, sino sobre todo para elegir el modo de actuar dentro de aquellos muros en los asesinatos y también en las violaciones, porque las monjas y novicias violadas, al decir de la abadesa, aseguraban que nunca lograron ver a su agresor ni eran capaces de declarar algún rasgo de su identidad. Al ser así, no podía dudarse de que actuaba en la más absoluta oscuridad, con precisión y sin dejar rastro, olor, tono de voz ni huella alguna. Demasiado inverosímil. Constanza sacudió la cabeza para negarlo y sospechó que tanto esmero no era posible. Y algo le hizo, de inmediato, empezar a abrigar una sospecha general, sin saber por qué ni sobre quién, pero las sospechas son como los presentimientos, que cuando se empeñan en abrir las alas, no hay manera de escapar de las sombras que producen.
Mihi amiticia cum Deus erat,
se dijo, pero en vez de ser amiga del Señor tal vez debería hacerse amiga del diablo para alcanzar a ver lo que se le ocultaba. ¡Dios me perdone por esa idea maligna!, se santiguó a toda prisa, pero lo cierto era que el caso se estaba volviendo cada vez más enrevesado y nada parecía ayudar a dar con una luz que alumbrase el camino en la búsqueda de una respuesta para su misión. Con lo poco que sabía, nada nuevo podía decirle a don Jaime a la hora de la comida, cuando le tocase rendir cuentas, y no era descabellado deducir que el rey empezara a estar harto de la situación e iniciase un proceso de desconfianza hacia ella que le hiciera perder su fama y sus privilegios. Enrabietada, dio una patada al suelo y del golpe salió despedida una pequeña piedra que fue a estrellarse contra una lápida y rebotó hasta caer justo encima de una tumba: precisamente la que la noche anterior había descubierto sin habitar, pero con la tierra recientemente removida.
Aquello le hizo recordar que tenía pendiente curiosear sobre la fosa para ver por qué y para qué se había trabajado sobre aquella parcela de tierra. Sin muchos ánimos, ni pensando que tuviera nada que ver con el caso, pero buscando un rato de distracción antes de volver a sus conjeturas, se acercó a la sepultura, inició con la punta del pie un juego de retirar montoncitos de tierra por los bordes y, al poco, comprobó que allí había algo enterrado, a poca profundidad y sin mucho cuidado. Siguió su labor de desenterramiento cada vez con mayor interés y, antes de darse cuenta, descubrió algo sorprendente: una pata, un cuerpo y, de inmediato, el cadáver completo de un perro. Un perro de pelaje blanco, cabeza marrón y larga cola, de pocos años y gran corpulencia, de la raza de los mastines pirenaicos.
Pero ¿qué hacía un perro enterrado en sagrado, en el cementerio de la abadía? Un perro muerto hacía muy poco, dos o tres días como máximo, en un estado de conservación todavía perfecto. Y con una gran herida en el cuello, sajado de lado a lado, señal inequívoca de que se le había dado muerte. Un perro muerto, nada más. Pero ¿tenía algo que ver con lo que estaba investigando?
Lo más probable fuera que no. Al fin y al cabo no se trataba más que de un perro y, si en el convento habían decidido acabar con él para no soportar los gastos de su alimentación o resultaba incómodo por sus ladridos, el hecho carecía de importancia. También era cierto que podían haberlo dejado suelto o regalarlo a algún vecino, pero quizá hubiera enfermado y lo más cristiano era permitir que dejara de sufrir y sacrificarlo. No tenía, pues, mayor importancia el hallazgo, por mucho que su enterramiento en el camposanto resultara sorprendente. Constanza de Jesús, quitándose de la cabeza el hallazgo, volvió a cubrir el enterramiento y se dispuso a salir de allí justo en el momento que las campanas del monasterio llamaban al ángelus.
Se detuvo a rezarlo, con recogimiento, y recitó la oración del mediodía. Pero, antes de acabarla, una idea le obligó a volver la cabeza para fijar los ojos en la sepultura del perro. Sí, puede que aquello fuera una locura; era posible que estuviera enloqueciendo o que las alas del presentimiento la hubieran atrapado bajo sus sombras y le hicieran sospechar algo inconcebible, pero tal vez bajo aquella tierra removida se encontrara la primera de las respuestas.