Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido eso?
El rey interrumpió el vuelo de sus dedos a la boca, en los que viajaba un pellizco de pierna de cordero, y levantó la cabeza en la dirección de la que venía el estruendo, similar al que se habría producido si la torre de la abadía se hubiera desplomado sobre el techado de la sala donde estaba cenando. El ruido había sido un golpe contundente seguido de un eco de otros muchos golpes que tardaron bastante tiempo en desaparecer. La sala tembló como si se hubiera producido un gran terremoto. La joven Violante dio un respingo y Constanza de Jesús, siempre tan flemática, se limitó a decir:
—Se ha roto algo, seguro. ¡Pero algo muy gordo, eh!
Al instante la abadesa doña Inés se asomó a la sala del comedor con los ojos desorbitados, buscando al rey y mirando al techo, por ver si corría peligro aquella estancia. Y al comprobar que los muros resistían el impacto y el techo conservaba la estructura, se repuso y ordenó a una de las hermanas del servicio que corriese en busca de noticias. Don Jaime se levantó y se acercó a la ventana para ver si lograba distinguir algo en la negritud de la noche.
—El ruido parece venir de arriba, doña Inés —dijo el rey—. ¿Qué puede haber sido?
—Sobre nosotros está la segunda planta del monasterio, y allí sólo hay celdas y el
scriptorium.
—La abadesa contrajo los músculos de la cara, componiendo un rictus doloroso—. ¡El
scriptorium
!
.
¡No comprendo qué ha podido pasar!
Cuando se recobró la calma y el silencio, sin haber conseguido descubrir la razón del alboroto, el rey volvió a la mesa haciendo gestos de incomprensión. Antes pasó el dorso de su mano por una de las mejillas de Violante, que había empalidecido. La joven temblaba de miedo, inmóvil, tras el sillar de su señor. Esbozó don Jaime una sonrisa y ella trató de corresponderle, forzando una mueca que no llegó a convertirse en agradable. Finalmente, el rey volvió a sentarse y, pellizcando de nuevo el cordero, comentó:
—No hay duda, mi señora doña Inés, de que haces lo posible para que en esta morada no haya lugar para el aburrimiento. No hay duda.
La abadesa recibió con desagrado el comentario de don Jaime, sin estar segura de si se trataba de una broma, un halago o una reconvención. Pero trató de disimularlo: alzó las cejas, para no expresar sentimiento alguno, y dijo, solemne:
—Pues os aseguro, mi señor, que rezo todos los días a Dios Nuestro Señor para que vuelva el sosiego a la abadía. No soy nada partidaria de los sobresaltos. ¡Pero nada en absoluto!
—En fin —cabeceó don Jaime, irónico—. Como tú dices, soseguémonos y comamos, que tan importante es el cordero como la cordura.
—O la ternera como la ternura —apostilló ágil de lengua e ingenio Constanza, sin levantar los ojos del plato, redoblando la ironía del rey.
—No sé si te entiendo, hermana Constanza —silabeó la abadesa, visiblemente enojada—. No creo que el momento...
—Pero... ¡por el amor de Dios, mi señora doña Inés! —sonrió el monarca—. No hay razón para irritarse, amiga mía. Ya sabes que a mal tiempo, buena cara. Mejor tomárselo así.
—Como digáis, mi señor.
Una benedictina, alocada y sofocada igual que si se le estuvieran incendiando los hábitos, entró en el comedor dando voces.
—¡El
scriptorium,
el
scriptorium...!
—¡Cálmate, por Dios! —la abadesa la sostuvo por los hombros—. Y di pronto qué ha sucedido.
—¡Destruido, todo está destruido...! Se ha derrumbado el techado sobre el
scriptorium...
¡Oh, Dios mío! ¡Qué desgracia! ¡Un desastre! ¡Un absoluto desastre!
—¿Qué dices, hermana? ¿El
scriptorium
? Vamos, tranquilízate y cuéntanos todo. Estás delante del rey.
—Ah, sí..., perdonad, señor...
—¿Hay alguien herido? —preguntó don Jaime.
—No, seguro que no —respondió la abadesa—. A esta hora está cerrado. No podía haber nadie en su interior.
—¿Y las celdas...? —preguntó don Jaime—. ¿Las celdas han sufrido daños?
—No, no —replicó la monja—. Sólo el
scriptorium.
—Bien. —El rey volvió a su plato. Luego miró las fuentes dispuestas ante él y dudó si continuar masticando cordero o empezar con un muslo de faisán—. Si no ha habido desgracias personales, agradezcámoslo a Dios Nuestro Señor.
—Pero los manuscritos, señor... Los códices, las miniaturas, los dibujos... Tanto trabajo, tanto... —La monja se echó a llorar—. ¡Oh, Dios mío!
—Vamos, vamos —la abadesa trató de consolarla—. Seguro que salvaremos buena parte de todo ello. Mañana, con el alba, iré a ver lo que se puede hacer. Ahora, ve a tu celda y reza en agradecimiento a que nadie haya resultado herido.
—Sí, madre abadesa —intentó recomponer la compostura la cenobita—. Como ordenéis...
—En todo caso, ha sido una suerte —comentó Constanza—. Si llega a desplomarse durante el día, Dios sabe lo que habría ocurrido.
—¿Cómo ha podido suceder tal cosa? —quiso saber don Jaime.
La abadesa tomó asiento frente al rey, respiró profundamente y se pasó la mano por la cara, como si necesitara recuperarse de la noticia. Luego suspiró y miró a don Jaime, que esperaba una respuesta.
—La verdad es que hace tiempo que los cimientos precisaban de una buena reparación —dijo la abadesa—. Hace tiempo... ¿Veis lo que os quería decir? El monasterio necesita fondos, donaciones, sueldos... El asunto que estamos investigando no debe salir a la luz. Si andamos tan escasas de medios en esta situación, imaginaos qué sucedería si corriera la voz de que... ¿Comprendéis, mi señor?
—Perfectamente, doña Inés —respondió el rey—. Pero reconoce que tampoco es normal que se desplome un techado sobre estas instalaciones de un modo tan imprevisto. Algo te habría advertido de ello, imagino. Porque así, tan de repente...
—Este ha sido un largo invierno, señor. Largo y frío. Mucha nieve soportó el tejado y se ve que ha terminado por vencer los cimientos.
—Puede ser —aceptó don Jaime, llevándose a la boca el primer muslo de faisán—. Puede ser.
La cena continuó en silencio. Violante seguía temblando, de pie, detrás de don Jaime; Constanza continuaba engullendo trozos de manzana que cortaba con un pequeño puñal que se había usado para extraer tajadas del cordero, y doña Inés parecía rezar, con los ojos vencidos en las manos que había cruzado sobre el vientre. En los altos del monasterio se oían pasos apresurados de mujer, a buen seguro los de alguna monja que visitaba el estropicio. La luz de los velones que se consumían volvió más mortecino el ambiente de la sala justo cuando le llegó la hora a la bandeja de los dulces. Y al cabo, cuando el silencio se prolongó en demasía y la cena empezaba a llegar a su fin, la abadesa pidió permiso al rey para retirarse a su celda a rezar.
—Esperad un instante, doña Inés —se adelantó Constanza a la respuesta de don Jaime—. Sólo quisiera saber una cosa: ¿en dónde se encontró el cadáver de la joven Isabel de Tarazona?
—Pobrecilla... En la fuente. Ahogada en la fuente del jardín del claustro. Allí fue descubierto el cuerpo cuando las hermanas acudían al rezo de maitines.
—¿Ahogada en esa pequeña fuente? —arrugó las cejas Constanza, sorprendida.
—Así es. Desde entonces, como habréis observado, señor —se dirigió al rey—, se ha vaciado y cegado la fuente.
—Gracias, doña Inés —afirmó varias veces Constanza con la cabeza, y volvió a su manzana para apurarla. Luego, con la boca llena, añadió—: Necesitaré efectuar alguna otra exhumación. Lo consentís, ¿verdad?
La abadesa dudó. Pero al observar la mirada inquisitiva del rey, afirmó con la cabeza.
—Lo que sea preciso —suspiró—. Pero te insisto: discreción, por favor. Mucha discreción.
—Se hará lo posible —farfulló la monja navarra.
—Y ahora, señor, ¿puedo...?
Don Jaime dio permiso a la abadesa para retirarse y con ella se fueron las demás monjas. También dio permiso a Violante para que se marchara a su aposento, quien como la noche anterior empezaba a caerse de sueño a pesar de la impresión del susto tras el desplome, y se quedó a solas con Constanza.
—Cuéntame qué has averiguado —dijo.
—Pues... algunas cosas, señor.
La monja extrajo de la faltriquera oculta bajo su hábito el paquete de notas que había ido rellenando durante la tarde, puso las cuartillas sobre la mesa y se inclinó sobre ellas. Y sin alzar los ojos fue repasándolas a medida que le explicaba al rey que la joven Isabel de Tarazona había muerto asfixiada, ahogada, y que en el interior de su boca y de sus partes íntimas había encontrado restos de algo que no sabía concretar, pero que a todas luces era, en su opinión, lo que parecía ser. No ahorró tiempo para narrar con todo lujo de detalles el estudio que había realizado del exterior y del interior de su cuerpo, añadiendo de pasada la poca disposición de las monjas para ayudarla en su trabajo, aunque de mala gana lo habían hecho, finalmente; o sea, que habían cumplido la orden de la abadesa. Y terminó manifestando la necesidad de exhumar otro cuerpo, el de la segunda víctima más reciente, para ratificarse en una impresión que le había dejado perpleja.
—Porque habéis de saber, señor, que doña Isabel de Tarazona era una joven muy hermosa.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó el rey.
—Pues que, aunque no lo recordéis, la abadesa y sus ayudantes Lucía y Petronila describieron a las víctimas, a todas ellas, como mujeres poco agraciadas.
—Sobre gustos... —don Jaime alzó los hombros.
—Sí, sí, de acuerdo —afirmó Constanza—. Pero una cosa es describir así a una mujer de aspecto normal, como hay tantas, y otra hacerlo con una muchacha de tal hermosura. Por eso quiero confirmar el aspecto de otra de las víctimas y, si es posible, descubrir también la causa de su muerte.
El rey no le dio mucha importancia a ese detalle y apuró la copa de vino de un solo trago. Al cabo, alzó la mirada al techo y preguntó:
—¿Ahogada, dices?
—El encharcamiento de los pulmones demuestra que fue así, pero hay algo que no comprendo.
—¿Qué es? —preguntó el rey—. Así es como murió... También lo dijo la abadesa.
—Claro, mi señor. Pero hacedme un favor: comed una de esas yemas —Constanza señaló la bandeja de pastelillos dispuesta en la mesa.
—¿Para qué?
—Un pastelillo de más o de menos no os va a empachar, mi señor. Metedlo en la boca, masticadlo y ensalivadlo, por favor, pero no lo traguéis, ¿me comprendéis?
—Está bien. —El rey hizo cuanto le indicó, pensando que el juego debía de tener alguna finalidad y preguntándose con curiosidad adonde trataba de llegar la navarra. Y con la boca llena, le requirió qué tenía que hacer después.
—Bebed ahora una copa de vino, señor.
Don Jaime lo hizo.
—Y ahora otra.
El rey hizo un gesto de protesta, indicando que abusaba de su paciencia, pero Constanza le apresuró con un gesto de sus manos.
—Vamos, señor. Comprobaréis que no es en balde.
—Ya —informó don Jaime después de tragar la segunda copa.
—¿Y bien?
—No te comprendo, Constanza.
—Os pregunto que en dónde está el pastelillo.
—Allá en las tripas, señora. ¿En dónde va a estar?
—¿Podríais mostrarme qué restos os quedan en la boca?
—Ninguno, naturalmente.
—¡Pues a eso me refiero! —alzó la voz la monja, eufórica—. ¿Cómo es posible que se encontraran restos de algo en la boca de la joven si tragó agua hasta ahogarse?
Don Jaime abrió mucho los ojos. No había caído en ello y aquella mujer, a la que todavía no había valorado justamente en el oficio de investigar, había demostrado con sus artes su agudeza e ingenio.
—¡Tienes toda la razón! —la cabeza del rey parecía un muelle balanceándose arriba y abajo. Sus ojos chispeaban—. ¡No fue violada y luego ahogada, sino al revés!
—Así es, mi señor. Todo parece indicar que primero fue adormecida con alguna droga, después ahogada y luego... ¿No opináis igual, señor?
—En efecto. Mucho me temo que tienes razón: esos restos que encontraste en la mujer fueron depositados cuando ya estaba muerta. Opino que alguien nos ha engañado. ¡Pecado de necrofilia!
—O tal vez no —comentó la navarra—. También podría ser que se trate de una estratagema para confundir a quien pudiera descubrirlo. Lo que ignoro es la razón...
El rey quedó pensativo. Si Constanza tenía razón, y era muy posible que se hubiera fingido una violación para enmascarar la muerte, el asesino se había tomado demasiadas molestias. Algo, en todo aquello, no era sencillo de admitir.
—Al fin y al cabo —comentó el rey—, una vez muerta y abandonada en la fuente, daba igual que hubiese sido violada o no. ¿Para qué fingir una agresión sexual?
—No lo sé, señor. No lo sé.
—Pues tendrás que descubrirlo. Pero hay algo que no se te debe escapar: se trata de una agresión sexual que se evidencia con algo tan exclusivamente masculino como el fruto de la pasión.
—Esperad, esperad... Dejadme pensar en todo ello.
—Piensa, Constanza —aceptó el rey—. Pero no descartes ninguna posibilidad. Ni en la batalla ni en el amor hay que dejar nada al azar, a no ser que quieras comprometer la conquista. Sé que pronto desentrañarás el enigma.
—Gracias, señor. Pero os aseguro que no contaba con tantas complicaciones... Creo que esta noche no tendré tiempo para rezos. Me siento desconcertada.
—Pues más te desconcertarás ahora —advirtió el rey—. Acompáñame a la nave de los enfermos, que allí agoniza otra joven y mucho me temo que la van a dejar morir.
El médico Fáñez dormitaba en un taburete junto a la camilla en que la muchacha ardía en fiebres. Descubiertos el rostro, los brazos y el busto de Catalina, las sanguijuelas se estaban dando un banquete con sus escasas fuerzas mientras don Fáñez parecía haberse desentendido de la voluptuosidad de la ingesta. La frente de la joven novicia era un río de sudor que empapaba su largo cabello negro y caía sobre la almohada como una lluvia de gruesas gotas; y su pecho temblaba de frío y fiebres. No habían empezado las convulsiones, pero de seguir así poco tardarían en producirse.
Cuando el rey entró en la nave, acompañado por Constanza, don Fáñez permanecía tan privado que no se inmutó. Tuvieron que despertarle, zarandeándolo, para que el hombre recuperara el sentido. Y, cuando lo hizo, miró a don Jaime aterrado, temblando, como si se tratara de la aparición de la Virgen o del mismísimo califa de Córdoba que, alfanje en mano, fuera a sajarle el pescuezo de un tajo y quitarle la vida.