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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (11 page)

Al final, las cuatro benedictinas se detuvieron ante una lápida todavía sin bautizar. Formando corro se persignaron e iniciaron una sinfonía de rezos murmurados que se extendió más allá de lo que la paciencia de Constanza podía soportar. Así que, sin miramiento alguno, y después de la tercera oración, espetó airada:

—A Dios rogando, pero con el mazo dando, hermanas. ¿Podemos proceder ya?

Las monjas dieron un respingo, sintiéndose tan sorprendidas como agredidas. Por la mirada acuosa de su edad avanzada y por la severidad del gesto exhibido mostraron sin disimulo que se sentían ofendidas, lanzando el silencioso dardo de la intolerable falta de respeto y observando a Constanza con gran dureza. Pero ante la indiferencia y el aplomo de la navarra, nada se atrevieron a decir. Volvieron a santiguarse y, sin apresurarse, se dispusieron con gran calma y aprendido ceremonial a mover la lápida no sellada que taponaba el sepulcro.

Se trataba de una fina lámina de granito, de no más de diez centímetros de espesor, por lo que entre las cuatro corrieron la piedra sin grandes esfuerzos. El cortinaje pétreo se abrió deprisa, como se corren unos visillos, y al instante quedó al descubierto el sudario que tapaba por completo el cuerpo de doña Isabel. Mientras las religiosas volvían a iniciar su retahíla de salmos funerarios, esta vez alzando el tono de voz, Constanza se hizo hueco y se inclinó sobre el cadáver. Descorrió el sudario, dejando al descubierto el rostro de la muerta, apretó los ojos, sorprendida, y pasó dos dedos por su frente fría, marmórea, que aún conservaba apariencia de alabastro. De inmediato, volvió a cubrirle el rostro con el sudario y ordenó:

—Sacadla de aquí, hermanas. Necesito un lugar amplio y seco donde examinar el cuerpo. Vamos a trasladarla ahora mismo. Quiero la luz de muchas velas y un poco de soledad. Creo que necesitaré un buen rato.

Las benedictinas se miraron entre sí, como decidiendo adonde trasladar el cuerpo, y finalmente una de ellas, que por su aspecto parecía ser la mayor, dijo:

—¿Serviría la capilla del cementerio? No se usa nunca y puede que haya que limpiarlo todo un poco, pero está ahí mismo, enfrente, y así no habría que pasear en andas a nuestra santa hermana por todo el monasterio. ¿Es de tu conformidad?

—Sea —respondió Constanza, afirmando también con un movimiento de cabeza—. Que limpien el lugar y que lo aprovisionen de muchas velas. Mientras tanto voy a mi celda a buscar el instrumental que preciso. Así vosotras podéis ir arreglándolo todo. Vuelvo dentro de un instante.

Apenas media hora después, sola ante la mesa y solemne como si fuera a oficiar una misa, Constanza de Jesús descorría la sábana y desvelaba el cadáver.

El cuerpo de doña Isabel de Tarazona era hermoso. Y su rostro, embellecido por la muerte, más hermoso todavía. El
rigor mortis
apenas había hecho mella en ellos y sólo los pies presentaban el color amarillento característico de la muerte reciente. Aquella inesperada belleza fue lo primero que le llamó la atención y se apresuró a escribirlo en su papel de notas. Después se quedó un rato observando todo lo demás, comprobando que el cuerpo no presentaba señal alguna de violencia, con excepción de algunos hematomas en las muñecas y en los tobillos. Pero no se apreciaban huellas de estrangulamiento en el frágil cuello de la víctima, tan joven y delicado que cualquier presión lo habría quebrado como se troncha una minúscula rama seca, dejando múltiples marcas. Todo aquello se le antojó muy extraño.

La muerte, entonces, sólo podía haberle sobrevenido por causa de envenenamiento. Sin pensarlo, para comprobar el color de la lengua, trató de abrirle la boca con los dedos, sin lograrlo, así que usó un punzón a modo de palanca, abrió la mandíbula con gran esfuerzo y se sorprendió al comprobar dos hechos: que su color era normal y que en la cavidad bucal había restos de una gelatina resecada, tan abundante que llamó su atención. Una presencia totalmente inusual. Constanza de Jesús recogió con una cucharilla de plata una porción de esos restos y, a la luz de los velones, trató de identificarlos. O mucho se equivocaba o aquello era el fruto del desahogo sexual de un hombre. Por instinto bajó los ojos, recorriendo el cuerpo, rebuscó en la entrepierna del cadáver, abriendo con esfuerzo los muslos de la muchacha, y encontró unos restos idénticos en la entrada y en los intersticios de la cavidad vaginal. No tuvo dudas. Aquella pringosa materia líquida era lo que creía que era, nada más.

Pensó dejar ahí la investigación, pero las huellas encontradas no explicaban el motivo de la muerte de la joven benedictina, así que conservó los restos encontrados a un lado de la mesa que utilizaba para la autopsia, empuñó con firmeza un bisturí y desgarró el vientre de la mujer desde el ombligo hasta la garganta.

Por lo que descubrió, el estómago y los intestinos no presentaban signos de espasmos, así que descartó el envenenamiento. En cambio, los pulmones estaban mediados de un líquido que, a simple vista, parecía agua. Punzó una de las vísceras, extrajo una porción de aquel fluido ya viscoso, se untó un dedo, lo olió, lo probó llevándoselo a la lengua y, a pesar del mal olor que desprendía, confirmó que se trataba de agua. El líquido conservaba un sabor pútrido, de agua vieja, un brebaje en el que flotaban residuos de materia espesa que podían ser mucosidad o esputos, pero la base de todo era el agua, sin duda. Era evidente, pues, que la joven doña Isabel de Tarazona había sido asesinada mediante una asfixia por ahogamiento, por inmersión en agua, después de haberla sometido a distintas vejaciones sexuales.

Pero ¿por qué no se había revuelto y defendido de tan lenta y espantosa muerte, en cuyo caso tenía que quedar alguna huella de lucha en alguna parte de su cuerpo? ¿Habría sido antes adormecida con algún bebedizo o pócima? Y, sobre todo, ¿qué clase de hombre podía haber hecho una cosa así?

Capítulo 11

El sueño de doña Leonor no duró mucho. Una pesadilla en la que vio su propia muerte a manos del rey le hizo dar un respingo y abrir los ojos desmesuradamente, como si tardara en recordar el lugar en el que se encontraba.

—¿Qué os sucede, mi señora? —se sobresaltó Sancha también al ver la inquietud de la reina.

—Un mal sueño —susurró doña Leonor, después de tomar la mano que su dama le ofrecía—. No es nada.

Las demás damas y la dueña se despertaron también de la siesta. Una a una, fueron acercándose a su señora y la ayudaron a calzarse y a abrigarse con una toquilla de lana. La acompañaron a su silla de bordar y se sentaron en torno suyo, decididas a entretenerla.

—¿Falta mucho para Vísperas? —preguntó la reina.

—Todavía un buen rato —replicó Águeda—. ¿Queréis comer alguna cosa? En este cestillo hay peras y manzanas. O podemos asar en la lumbre algunas castañas, si os place...

—¿Castañas? —sonrió la reina—. Hace tanto que no las como...

—Pues ahora mismo —se adelantaron Juana y Teresa a buscar el cesto de mimbre colmado de castañas—. Aviva el fuego, Sancha.

—Bueno, bueno, no es preciso tanto apresuramiento —intervino la reina.

—Es que a mí me encantan —replicó Juana, con desenfado—. En mis tiempos, las castañas eran un manjar exquisito que en mi familia apenas comíamos. Y, por otra parte, he de confesar que parece que ahora siento un poco de apetito... Tantas sopas de monasterio van a dejarme en los huesos.

—¿No probaste acaso los pichones? —se mofó doña Berenguela, la dueña—. Para mí que más de uno hace nido ahora en tu estómago.

—¿Más de uno? —arrugó los ojos Juana, y su rostro orondo y sonrosado se avivó en su esfuerzo de memoria—. Dos todo lo más. No sé si sabrás que de joven, en una ocasión, llegué a comerme dieciséis pichones de una sentada. Y hoy, ya lo has visto: dos. Bueno..., puede que tres.

—¿Y aun así tenéis apetito? —rió la dueña.

—¡Pero si eran minúsculos! —Juana separó índice y pulgar sin llegar a extender la abertura por completo—. Muslillos de gorrión y pechugas de golondrina. Me han tocado los que sólo eran huesos. En mis tiempos, los gorriones...

—Había más —le interrumpió doña Leonor—. Sobraron muchos... Haberlos comido.

—Como vos terminasteis tan pronto de comer, señora, no sé, me dio apuro.

—¿Apuro? ¿A ti te dio apuro? —se burló Águeda—. ¡Pues esto sí que es una novedad!

—¡Así es! —agrió Juana la voz—. ¿O es que piensas acaso que yo...? ¡Vamos, vamos! ¡Menuda educación recibí en mi casa!

—Basta —intercedió la reina—. ¿Es que ahora vais a pleitear por unos pichones? Lo que vamos a hacer es ofrecer a Juana las castañas más hermosas y con ello le resarciremos de la escasez de pajarillos. Y tú, Juana, por el amor de Dios, no me uses como excusa para comer cuanto te plazca. Que yo carezca de apetito no es razón para que se te quite a ti.

—Yo, señora... —Juana bajó los ojos, triste.

—No estoy regañándote —aclaró doña Leonor, compasiva—. Sólo te estoy invitando a satisfacer tus deseos como sea menester. Así es que levanta esa cara y sonríe, que bastantes penas tengo ya para verte también mohína. Podemos pedir faisán para la cena... ¿Te parece? Pero un buen faisán, ¿eh?

Juana sonrió y corrió a besar a la reina en la frente.

—Un buen faisán. ¡Qué buena idea!

—Pues sea —concluyó la reina—. Y, a ver, esas castañas... ¿Empiezan a dorarse?

—Dentro de un momento —respondió Sancha—. Teresa, acerca otro puñado, que éstas pronto estarán listas para quemarnos los dedos al pelarlas...

Mientras las damas trajinaban en el oficio de castañeras junto a la chimenea, doña Berenguela, la dueña, se sentó al lado de la reina. La miró, observó su semblante apagado y tomó su mano con el cariño de una madre.

—¿Qué os despertó, mi señora? ¿Un mal sueño?

—Una pesadilla horrible, doña —afirmó la reina—. Mis vestidos estaban ensangrentados en sus baúles y yo permanecía desnuda sin atreverme a ponerme ninguno porque, cualquiera que me pusiera, llevaba cosida en la cintura la hoja de un puñal que me atravesaría el vientre. Yo buscaba el menos peligroso, el menos manchado de sangre para que la herida fuera lo más leve posible. Y el rey, sentado frente a mí, burlándose y riendo, altivo e inflexible, exigía que me apresurase a elegir uno. Ha sido horrible...

—No podéis seguir así, mi señora —reflexionó doña Berenguela, besándole de nuevo la mano—. Tenéis que recobrar el ánimo y perder el miedo al rey, nuestro señor.

Estoy persuadida de que, aunque los sueños le traicionen ante vuestros ojos, él no quiere ningún mal para vos.

—Lo sé, lo sé, mi querida Berenguela —respondió apenas sin voz y sin ningún convencimiento—. Comprendo que lo único que busca es la anulación de nuestro matrimonio.

—Es posible que también ello lo olvide muy pronto, señora —trató de animarla la dueña—. Dentro de poco partirá su expedición a la conquista de Mallorca y a su regreso..., quién sabe, tal vez cambie de opinión... Los hombres, como sabéis...

—Sí, es posible, amiga mía —la reina cabeceó, dubitativa, seguramente incrédula—. De todos modos, mi padre don Alfonso me enseñó que la vida comienza dándonos cosas hasta que un día empieza a quitárnoslas. A mí me ha dado padres y hermanos, un esposo y un hijo. Incluso una corona. Ahora ya me ha quitado a mi padre, pronto me quitará a mi madre, y quién sabe si también a mi esposo. Respetaré la voluntad de Dios.

—Amén.

—Y, por cierto —suspiró la reina—, ¿alguna de vosotras sabe qué anda haciendo el rey a estas horas en el monasterio? Estoy segura de que su carácter no le permitirá soportar tanta paz durante mucho tiempo... Los hombres, insaciables, sienten el hastío en la inactividad, y él no está habituado a sestear.

—Si queréis, indago por dónde caminan sus pasos —propuso Teresa—. La joven Violante estará al corriente, es de suponer.

—No —respondió doña Leonor—. No lo hagas. Si él llegara a saber de mi curiosidad, se disgustaría. Y además, tratándose del rey, prefiero la santidad de hacerme preguntas al infierno de conocer las respuestas. Tal vez las preguntas hieran, mi querida amiga, pero me temo que hay respuestas que matan... ¡Oh, Dios mío! Ahora comprendo que nunca he sido más libre que cuando era inocente. Cómo me gustaría volver a los años de infancia...

Y la reina cerró los ojos, despacio, preguntándose si su esposo estaría ejerciendo de rey o de villano.

Capítulo 12

En ese momento el rey entraba con estrépito en la celda de doña Inés de Osona, la abadesa, dándole tal susto que la religiosa tardó bastante tiempo en recuperar el resuello y los colores del rostro. La superiora no pudo siquiera protestar por el ímpetu del monarca ni por su desconsideración, lo que deseaba hacer, porque el aire se le quedó atravesado en la garganta como un alud de piedras amontonadas, y ni voz tuvo para exhalar un espasmo de angustia. Sus manos se aferraron a la mesa de trabajo, crispadas y veloces, y el cuerpo, que estaba sentado, se elevó un palmo del brinco, como disparado por un resorte. La media sonrisa de don Jaime al ver semejante reacción y sus palabras breves no sirvieron para devolver el aliento a doña Inés hasta pasados unos minutos.

—Me olvidé —abrió los brazos el rey, cínicamente—. Debería haber golpeado antes la puerta. Vaya por Dios.

Don Jaime sonrió, cerró la cancela tras él y caminó despacio hasta asomarse a la ventana. La abadesa tardó en recuperar el pulso que se le había quedado perdido en algún lugar entre el corazón y la cabeza, y ambos órganos dieron mil vueltas hasta reencontrarse con la normalidad. Tuvo que frotarse los párpados para aliviar la sensación de mareo que le produjo el susto y luego ponerse la mano abierta en el pecho para comprobar que el corazón seguía latiendo en su sitio. Sólo dijo, al cabo:

—Me he sentido morir...

El rey no atendió a la monja. Continuó con la contemplación del patio y detuvo la mirada en la fuente central del claustro, de la que no manaba agua.

—Prometiste mostrarme tu sala de labor, doña Inés, ¿lo recuerdas? A eso vine.

—Enseguida, mi señor —acertó a responder la monja—. Si me permitís un instante de sosiego...

—Cuanto sea necesario —respondió el rey—. Me pregunto por qué no mana agua de esa hermosa fuente, doña Inés. A buen seguro sería bien fresca...

—Fresca y pura, señor. Pero muy de temer. Por eso la fuente ha sido cegada. Al menos hasta que...

El claustro que miraba don Jaime desde la ventana era de planta cuadrada, con una fuente en el centro y, alrededor, un jardín cruzado por cuatro caminos. Los lados del claustro, las pandas, resguardaban las galerías o corredores cubiertos que se limitaban por arcadas. Era un hermoso claustro, desde luego, quizá el más cuidado de cuantos monasterios, abadías y conventos había conocido nunca.

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