Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—No lo sé —el rey movió la cabeza a un lado y otro—. Supongo que puro azar.
—¿Y el derrumbamiento del
scriptorium
precisamente ahora? ¿Otra casualidad?
—Podría ser.
—Podría ser, sí —alzó los hombros Constanza y empezó otro picatoste—. Pero reconoced que el azar está siendo muy caprichoso en este monasterio...
—Tal vez —el rey desmigó pan en su tazón de leche—. Pero aprieta el paso, mi señora doña Constanza, porque tras la comida necesito que me des alguna explicación con fundamento.
—Lo procuraré, señor —afirmó ella antes de introducirse en la boca el último trozo del picatoste.
—Y no te demores, porque mi estancia en el monasterio empieza a prolongarse más de lo que quisiera y fuera de estas paredes me esperan asuntos más importantes.
En ese momento doña Inés de Osona irrumpió en la sala. Vio al rey y de pronto se ruborizó, acalorada, y haciendo una reverencia fue a sentarse frente a él. Se notaba con toda claridad que llegaba disgustada, y no sólo rechazó el tazón que le ofreció una de las monjas del servicio antes de recostarse en su silla sino que fingió orar en recogimiento mientras sus ojos iban y volvían al rey como si esperara algo de él o considerara que don Jaime debía preocuparse por su estado de inquietud, enojo o indecisión. Pero tanto el rey como la monja navarra continuaron saciando su apetito de buena mañana en silencio y ninguno posó en ella la atención ni dio muestras de interesarse por las razones que habían llevado a la abadesa a tal estado.
El rey continuaba engullendo pan, pasteles y frutas, bebiendo leche y deteniéndose sólo a la hora de elegir qué camino seguir en dirección a las fuentes dispuestas sobre la mesa. Y como nada indicó a la abadesa que don Jaime tuviera intención de iniciar charla alguna, al final se incorporó y, apoyando los brazos en la mesa, dijo:
—Veo que os encontráis bien, mi señor.
El rey la miró, sin comprender a qué venía esa afirmación, pero tampoco esta vez le dio importancia. Se limitó a responder, una vez vaciada la boca:
—Bien, sí. ¿Y tú? ¿A qué esa irritación?
—Un desastre, mi señor. Un auténtico desastre.
—¿Te refieres al
scriptorium?
—¿A qué, si no? Todo perdido, señor. Todo. Miniaturas, códices, estampas, papiros, libros... El trabajo de tantos años destruido en un instante. Mis pobres amanuenses están desoladas.... Qué desastre.
Si era eso, ya suponía don Jaime que el derrumbamiento de una parte de la abadía tenía que afectar a su superiora, algo tan natural que no le causó mayor sorpresa. Sin embargo, para tranquilizar a doña Inés y evitar que continuara con sus lamentaciones, afirmó:
—Bien. Ahora te acompañaré a visitarlo. Veremos qué se puede hacer.
Al fin se acabó el rato del desayuno y la abadesa y el rey salieron de la sala en dirección al lugar donde se había producido el desplome. Subieron por una escalera angosta, disimulada tras una columna de piedra del corredor, a la planta superior, en donde estaba situado el
scriptorium.
Además de estrecha, la escalera era de peldaños altos y poco firmes, formados por tablones de madera gruesos cuya fijación parecía no haber sido esmerada, ni tampoco atendida en los últimos tiempos. Las paredes que cerraban la escalera estaban hambrientas de cal, y su ennegrecimiento contrastaba con la limpieza general de la abadía. La ascensión, aun tratándose de una veintena de escalones, se hacía esforzada por la altura de sus peldaños y, aunque nada comentó don Jaime, le sorprendió que fuese ese tramo, precisamente el que conducía a la sala de copia, dibujo y escritura, el más descuidado del convento. Doña Inés observó la sorpresa del rey y sufrió para sus adentros.
Al llegar a la planta superior, don Jaime comprobó el derrumbe del techado y el amontonamiento de escombros que había ocasionado el hundimiento. Traviesas de madera se entrecruzaban con piedras de granito y restos de paja y tejas. Otras muchas maderas, resultantes del desguace de mesas, sillas, estantes y ventanales se mezclaban desordenadas con papeles, cristales, tinteros derramados y pinturas salpicadas. En aquel vertedero de cascotes y tablas, los libros se habían quedado aprisionados, desmadejados y deshojados, y los pergaminos, papiros, pieles de lomo y cuartillas de papel se retorcían desgarrados entre los restos de la arquitectura demolida. El espectáculo era de caos, suciedad, polvo y desolación, aumentado por las lágrimas de las monjas que lloraban sin ruido mientras rebuscaban entre los escombros algo que pudieran salvar de la hecatombe.
—¿Veis el desastre? —repitió la abadesa—. ¿Os hacéis cargo, mi señor?
El rey tardó unos segundos en contemplar el panorama y luego se internó en la gran sala para recorrerla, esquivando restos y cuidando de pisar suelo firme. Doña Inés lo siguió de cerca, acompañando la visita y pronunciando exclamaciones de dolor con cada nuevo hallazgo, lamentándose de las pérdidas y clamando al Cielo en petición de auxilio para recomponer el desaguisado.
—Salgamos, mi señor —dijo al cabo de un rato—. No es lugar seguro para vos.
—Déjame ver, doña Inés. Quiero comprobar...
—Os aseguro que no hay nada que os pueda interesar, señor —se apresuró a decir la abadesa—. Y no querría que, por mi culpa, sufrierais daño. Temo por vos.
—Sosiégate.
Don Jaime siguió adentrándose en la gran sala y observándolo todo. Sólo permanecían en pie las cuatro paredes del
scriptorium,
imitando a un baúl sin tapa, y arriba el cielo raso mostraba el discurrir de las nubes blancas que se dirigían al este, esquivando al sol. A primera vista, en efecto, no parecía que hubiera nada que se pudiera recuperar, aunque tal vez bajo los cascotes y las maderas hubieran sobrevivido algunos libros de las estanterías desplomadas.
Mucho tendrían que trabajar las monjas en su labor de desescombro para llegar a encontrar algún texto sin heridas, si los hubiera. El rey cabeceó con disgusto.
—Tiene mal aspecto, sí —asintió—. No sé si habrá algo merecedor de ser salvado.
—Nada, mi señor —se apresuró a replicar la abadesa—. Un auténtico desastre.
—¿Y esto?
El rey removió un madero con el pie y se encontró con un pequeño libro encuadernado en piel de vaca que, a primera vista, parecía haber sobrevivido al naufragio. Se agachó para recogerlo y leyó el título en el lomo.
—Elogio de la calvicie,
de Sinesio, obispo de Ptolemaida. ¡Mira qué libro se ha salvado! Curioso, ¿no?
—Sí, en efecto —la abadesa aparentó sorprenderse—. Un libro tan poco importante y ha sabido protegerse. Los caminos del Señor...
—¿Trabajabais con esta clase de libros? —se extrañó el rey—. No parece la lectura más recomendable en un lugar como éste.
—Ay, mi señor. A veces trabajamos por encargo —explicó la abadesa—. Mis amanuenses y dibujantes copian algunos textos que...
—¡Mira! —El rey terminó de levantar con el pie el madero y lo desplazó—. Aquí hay más libros en buen estado. A ver...
Se agachó y recogió dos más. La abadesa se inclinó también y levantó otros tres.
—Es cierto —exclamó—. Puede que haya más por aquí. Veamos.
El rey miró los dos libros que tenía en las manos y leyó sus títulos.
—Testamento del cochinillo Grunnio Corocotta.
—Sí, sí... —la abadesa se apresuró a decir—. Un libro anónimo del siglo III que menciona san Jerónimo en su Vulgata. Raro ejemplar.
—Appendix virgiliana,
de Virgilio Marón —leyó don Jaime.
—Bueno, este libro no es muy interesante... Son poemas de Virgilio... Recuerdo uno titulado
Culex,
que está dedicado a los mosquitos, y otro titulado
Moretum,
que dedica al almodrote.
—Permíteme que me sorprenda, doña Inés —comentó el rey—. Imaginaba que vuestro trabajo en el cenobio abordaría textos de otro carácter. Me parece que estos libros... ¿Qué has recogido tú?
—Bueno, nada de interés tampoco... —la abadesa trató de escamotearlos.
—Muéstramelos. —El rey fue tomándolos de uno en uno y leyendo los títulos en voz alta—.
Nux,
de Ovidio...
—Un poemilla dedicado a las nueces —la superiora le quitó importancia.
—Y éste...,
Apoteosis de Claudio,
por Séneca.
—Un pequeño libro para ejercitarse en el buen latín...
—Y este otro...,
Sátiras,
de Horacio.
—Sí. Sin importancia.
El rey devolvió los libros a la abadesa, que los depositó sobre una tabla que quedaba a su lado, y siguió moviendo escombros con el pie.
—Según tú, doña Inés, todo parece carecer de importancia. Lo que no comprendo, en tal caso, es por qué estaban en el
scriptorium
y cuál era la misión que les habías encomendado a tales libros.
La abadesa guardó silencio. Se entretuvo en cuadrar y retocar los libros que había depositado sobre el madero y tardó tiempo en responder. Al cabo, ante la mirada fija del rey, tomó aire y dijo:
—Señor, no tienen misión ninguna, sólo atender las solicitudes de algunos nobles de vuestra corte que nos piden un ejemplar para su deleite. Preguntadles a ellos por qué pagan tan bien nuestros servicios. La abadía es pobre y necesita todos los recursos que puedan aflorar. Pero no penséis que todas son obras impías. Precisamente en estos días la hermana Lucinda estaba poniendo fin a la
Disciplina clericalis,
de vuestro escritor aragonés Pedro Alfonso, y no por mi gusto, porque no sé si sabéis que se trata de un libro que desapruebo personalmente por sus afirmaciones injustificadas contra la mujer, sea cual sea su condición, naturaleza y carácter. Y nuestra hermana Sofía de Manresa copiaba las
Digesta,
las llamadas
Pandectas
en griego, un importante libro de leyes que, como sabéis, se dio a conocer en el año del Señor de 533 por Justiniano I, emperador de Bizancio. O la Compilación justinianea. La mayor parte de nuestro trabajo consiste en...
El rey se agachó, mientras oía las explicaciones de la abadesa sin prestar mucha atención, y recogió dos libros más del suelo. La interrumpió:
—Vuestro trabajo consiste en copiar libros como éstos: el
Cantar de la condesa traidora,
que conozco muy bien porque da cuenta de la mala vida que dio su esposa al conde de Burgos, don García Fernández. O este otro,
Los amores de Majnún y Layla,
un antiguo libro persa que también conozco sobradamente porque ha sido prohibido por la Santa Madre Iglesia, un texto impuro y peligroso para nuestras almas. ¿Acaso no lo has leído? Porque narra con gran lujo de detalles todas las delicias del amor.
—Yo, mi señor...
—No sé, doña Inés. Me sorprende mucho el contenido de tu biblioteca. No pensaba que Dios y el diablo convivieran tan cómodamente entre estos muros.
—¡Señor! ¿Cómo podéis...?
—¡Y más vale no seguir averiguando! Porque... —El rey se agachó y rescató las tapas de un libro, esta vez sin sus páginas encuadernadas—. Mira este otro: el
Grilo
de Plutarco. ¿Recuerdas lo que se lee en él?
—Creo que Grilo, transformado en cerdo por la maga Circe, pretendía convencer a Ulises de que es mejor ser animal que hombre, me parece recordar.
—En efecto. Un pensamiento altamente instructivo para la novicia que esté trabajando en su copia, ¿no te parece?
—Sí, mi señor —la abadesa inclinó la cabeza en señal de pesadumbre y sumisión—. Tal vez, pobre pecadora, he cometido un gran error aceptando encargos de algunos de vuestros nobles, mi señor...
—Mis nobles. Sigue repitiendo que toda la culpa es de mis nobles hasta que yo termine de comprender que, al final, lo que quieres decir es que la responsabilidad es sólo mía. ¿Es que nunca vas a asumir tus culpas, doña Inés de Osona? ¿Siempre serán culpas de otros? Anda, sígueme —ordenó don Jaime.
El rey y la abadesa abandonaron las ruinas del
scriptorium
y salieron al corredor. Después bajaron por la angosta escalera en silencio y, tras descender una planta más, iniciaron un paseo por el corredor que rodeaba el jardín del claustro. Don Jaime iba pensativo; doña Inés, amedrentada. No sabía si le esperaba una reprimenda o el monarca olvidaría pronto lo visto. Por si acaso, rompió el silencio para preguntar:
—No me he sabido explicar bien, mi señor. Lo que quería deciros es que la abadía... ¿Os habéis fijado en el estado de nuestro monasterio, señor?
—Me he fijado.
—¿No creéis que necesita alguna reparación?
—Desde luego.
—Pues de eso quería hablaros —la abadesa pareció relajarse—. La escalera de acceso a la segunda planta precisa urgente remozo. Las hermanas, sustento; la capilla, iluminación; la sacramental, cuidados, y el
scriptorium,
bueno, ya lo habéis visto: necesita una completa reconstrucción.
—En efecto.
La abadesa se detuvo para observar el gesto del rey. Al no encontrar señal alguna de enfado, se atrevió a decir:
—¿Sería posible que, de vuestra generosidad, obtuviese el monasterio de San Benito alguna gracia?
—No te entiendo.
—Algún estipendio, algunos dineros, algo de oro, mi señor.
—¿Cómo dices?
El rey, entonces, puso sus ojos en los de doña Inés, con la ferocidad de un ultrajado, y sostuvo la mirada por largo rato. La abadesa comprendió, en ese momento, que puede detenerse el golpe de un sable, pero es imposible esquivar la mordedura de una mirada. Bajó los ojos, rendida, y se limitó a decir:
—Con unos pocos miles de sueldos barceloneses...
El rey sacudió la cabeza, incrédulo.
—Pero ¿cómo puedes pedirme algo así? No veo más que muertes, violaciones y libros impuros en tu abadía, y encima quieres que colabore en el desorden, en este camino derecho al infierno en que parece haberse convertido tu casa. Antes de solicitar mis bienes, deberías poner orden en tu morada, doña Inés. ¡La Corona de Aragón no gasta oro en el culto a la lujuria y a la muerte!
—¿Lujuria, mi señor? ¿De qué manera veis lujuria en esta humilde abadía?
—En primer lugar, permíteme dudar de esa humildad. Y en segundo lugar, te contestaré con algo que aprendí con la lectura de
Vicios y virtudes,
libro que, por otra parte, no te vendría nada mal leer. Y ahí aprendí que «luxuria, que es contrario vicio de la virtud de castidat, asy como se lee en la "Suma de los Vicios", es de quatro maneras: la primera es en el mirar, en el tentar e en el besar, e quando el honbre se ayunta con la muger carnalmente; la segunda es adulterio, esto es quando el honbre y la fembra non son sueltos; la tercera, quando el honbre se ayunta con alguna parienta; la quarta manera es el pecado contra la natura, al qual no es de nombrar, tanto es la su esceleracion».