Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—¿Acaso me ofenderían tus palabras, Águeda? —se extrañó la reina.
—No lo sé —respondió—. Imagino que no, pero la prudencia me dice que no debería preguntaros si acaso no nos hemos olvidado de avisar a la joven Violante del viaje.
—¡Violante! —la reina reparó en ella en ese momento—. ¡Qué verdad es! ¿No fuiste a avisarla cuando te lo dije, Berenguela?
—Entonces llegó el rey, nuestro señor, y se me fue el santo al Cielo. Lo siento, señora.
—Está bien —cabeceó la reina, lamentándolo—. Anda, Teresa: acércate a su celda, o a donde esté, y hazla venir enseguida. Dispuesta para el viaje y con su equipaje preparado. ¡Vamos! ¡Apresúrate!
—Voy, señora —se levantó Teresa y corrió a salir de la estancia.
—¿Lo ves, Águeda? —dijo doña Leonor—. Si no es por ti, abandonamos a una princesa húngara a la primera ocasión, y tal descortesía no creo que fuera del agrado del rey Andrés.
—A otro rey, en cambio... —se le escapó a Águeda, y de inmediato se tapó la boca con la mano—. ¿Lo veis, señora? En cuanto no controlo mi lengua, se carga de dardos imprudentes e impertinentes. Perdonadme, por favor.
—Vamos, vamos... —sonrió la reina—. Tu lengua se limita a decir lo que todas las demás hemos pensado. Pero en algo tienes razón; ten cuidado y domestica a esos diablillos que habitan en tu boca porque no habrá muchas ocasiones de salvarla de la ira de don Jaime, nuestro señor.
Juana también sonrió, y Sancha compartió la sonrisa. Y ese gesto, al mirarse entre ellas, fue un bálsamo que las hizo encontrar el camino de la reconciliación. El aire de la sala, de pronto, así, se volvió menos pesado.
—Lo sé, mi señora —aceptó Águeda—. Terminaré por sajarla yo misma de un tajo.
—¿Es que se te ocurren más imprudencias? —preguntó Berenguela, la dueña.
Águeda afirmó con la cabeza, pero su boca dijo lo contrario.
—No, no...
—¿En qué quedamos? —la reina observó la contradicción entre el gesto y la negativa.
—Es que... —dudó Águeda—, bueno, mi señora. Es que hay algo que llevo tres días queriéndoos decir y no me atrevo. Otra vez dudo entre mi corazón y mi razón.
—Dímelo, buena amiga. Casi nunca dices algo que pueda echarse en saco roto.
—Es... tan sólo... que querría pediros perdón.
—¿A causa de qué? —la reina arrugó los ojos—. No recuerdo ningún agravio que...
—Por lo que dije en el viaje, poco antes de llegar. Creo que no debería haber hablado de ese modo porque no es cierto que piense que el infortunio es lo que mantiene unidos a los matrimonios, y desde luego no lo pienso así por lo que se refiere al vuestro. Temo que lo interpretarais así y que por bondad no me hayáis castigado, aun mereciéndolo.
La reina doña Leonor sonrió con mucha bondad, tomó la mano de su dama y se la acarició con todo el cariño que quería transmitirle. Inclinó la cabeza y se acercó a ella, lentamente. Luego alzó su mano y se la besó.
—En modo alguno, Águeda. No me ofendiste porque sé que nunca lo habrías dicho para procurarme ningún daño. Lo único que hace que te sientas así es que fue una gran verdad lo que dijiste, y las verdades son sal sobre heridas abiertas. Mi matrimonio es desgraciado, todas lo sabéis, y no lo es más ni menos porque muchos de los demás también lo sean. Tú sólo acertaste en un pensamiento atroz en el que no queremos detenernos las mujeres, pues si lo hiciéramos apartaríamos de nuestras cabezas, desde la pubertad, la aspiración a desposarnos. Por eso veo tan feliz a Juana: ha borrado esa idea nupcial de su horizonte. Y, en cierto modo, me apeno por Sancha, porque todavía lo dibuja cada mañana en el paisaje de sus ojos cuando se levanta. Como Teresa. ¿No observáis lo feliz que es desde que hace cálculos de sus amores con don Fernando? Yo, en cambio, tampoco veo amor en el futuro, sino en el pasado, y en el fondo me agrada porque puede que sea mejor así. Ojalá lo fuese —la reina cerró los párpados.
—Pero no os apenéis, señora —rogó Águeda.
—No me apeno, descuida —respondió, abriendo los ojos otra vez—. O en todo caso me entristece saber que la mayoría de las mujeres viven en esa espera interminable en busca de que sus esposos las amen. Vivimos malos tiempos, Águeda.
—Pues en mis tiempos... —inició Juana.
—¡Calla, por favor! —todas las mujeres replicaron a la vez, y lo que empezó siendo un instante de silencio terminó por convertirse en una carcajada que todas compartieron. Incluida Juana.
La aparición de Violante, vestida con ropas de viaje y un pequeño baúl donde guardaba sus enseres, puso fin a la algarabía. La joven llegó ruborizada y algo intimidada, con los ojos desmayados y un ligero temblor en las manos. Traía el cabello escondido en un tocado de copa atado a la barbilla por una gran cinta que cubría también sus orejas.
—Pasa, Violante —indicó la reina—. Entra y siéntate. En cuanto seamos llamadas, iniciaremos el viaje de regreso a casa.
—Gracias, mi señora.
—Hablábamos de las dichas del amor —explicó la reina—. Tú crees en él, ¿verdad? A tu edad...
—No sabría decirle, mi señora —se sonrojó un poco más la húngara.
—¡Pues claro que lo sabes! —afirmó Águeda—. A tu edad, quien no cree en el amor es que no tiene sangre en las venas. Lo difícil es creer a la nuestra, pero ¿sabéis una cosa? —se dirigió a sus amigas—. El amor es una espada de dos filos: por un lado hiere y por el otro da la vida. Aunque aseguremos que no creemos en él, siempre lo andamos buscando, por si un día nos saca del error y nos topamos con él. A Dios y al amor hay que mirarlos con los ojos del alma y con fe en el corazón. Sería muy arduo vivir sin creer en ellos. Muy doloroso...
—Amén —asintió la reina.
—Pues no se hable más —concluyó Berenguela—. Las campanas ya anuncian el ángelus.
—En tal caso,
oremus...
—empezó doña Leonor.
Paseando por la galería del claustro, don Jaime esperaba a que alguna de las hermanas cenobitas trajera la noticia de que la abadesa había regresado a su celda. Momentos antes, mientras cruzaba un corredor en su busca, había sido informado de que doña Inés había salido hacía rato del monasterio para atender unos asuntos y que en breve, si era la voluntad de Dios, regresaría a su aposento. Al parecer, le habían dicho a Constanza, la abadesa tenía obligaciones en casa de algunos nobles del condado y debía salir de vez en cuando del convento, aunque ello supusiera la ruptura de la clausura. La monja navarra dio por buena la explicación y convenció al rey de que, en aquella situación, lo que menos tenían era prisa, y un paseo por el claustro les ayudaría a preparar el modo de abordar a la abadesa en la entrevista.
Observándolos desde lo alto de la torre, Lucía y Petronila daban por seguro que la monja navarra lo había descubierto todo y que se imponía la necesidad de huir. Lucía intentaba tranquilizar a su compañera, indicando que lo mejor era esperar al cobijo de la noche para que nadie notara su ausencia y la huida pasara inadvertida hasta maitines, disponiendo así del tiempo necesario para alejarse del convento y ponerse a salvo. Pero Petronila no terminaba de convencerse de ello y, en su angustia, le sudaban las manos, sufría mareos sin cuento que iban y venían y, aunque no había tenido fuerzas para desayunar, sentía arcadas secas que no terminaban de aliviarse ni de expulsar nada que le devolviese el sosiego.
—No puedo soportarlo más, hermana Lucía —repetía sin cesar—. No puedo, te lo aseguro. He de salir de aquí antes del anochecer o mi corazón se romperá en mil pedazos y moriré.
—Calma, hermana, y recemos juntas —Lucía trataba de reconfortar su ánimo, en vano—. Son tus culpas las que te hieren, nada más, y por mucho que huyas, las culpas viajarán contigo por muy lejos que vayas. La culpa es un equipaje que...
—¡Basta, por el amor de Dios! No es hora de sermones ni monsergas, hermana Lucía —replicó, airada—. La culpa me hiere, es cierto, pero no me decapita. En cambio, el rey, en cuanto nos descubra, pondrá mi cabeza en una pica para pasearla por toda la Marca Hispánica. ¡Necesito salir de aquí! —gritó, ahogándose, antes de que le volviera una nueva arcada en la que por fin expulsó una agüilla agria mezclada con bilis.
—¡Calla, por favor! —le rogó Lucía.
Las dos monjas, encumbradas en lo alto de la torre junto a los sacos de hojarasca, piñas y maderas dispuestas para los momentos en que fueran útiles para la alarma, observaban al rey pasear plácidamente junto a Constanza, envueltos en una conversación tan pausada que, desde donde los contemplaban, no podría decirse que se mostraran irritados, vengativos ni decididos a reparar crímenes o injusticias.
—¿De qué hablarán? —se preguntó Petronila mientras le temblaban las manos y su palidez era cada vez más acusada.
—Conversan, nada más —respondió Lucía—. ¿No lo ves? Tengo para mí que no saben nada, que lo que te amedrenta son fantasmas que sólo habitan en tu imaginación.
—¡Pero si anoche...! ¿No oíste lo que decía? ¡Esa monja lo sabe todo de nosotras!
—No —Lucía se mostró serena—. Sabe lo que vio ahí abajo, al pie de esta torre, pero no tiene motivo alguno para relacionarlo contigo ni conmigo. Haz el favor de tranquilizarte y reza conmigo:
Pater Noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen Tuum...
Don Jaime y Constanza, en efecto, conversaban sin aspavientos de las conclusiones a que habían llegado tanto la monja como el médico don Martín, y el rey intentaba reunir las piezas sueltas para comprender la complejidad de cuanto sucedía en el monasterio. Constanza repetía, una tras otras, las pruebas con que contaba, deduciendo las que faltaban por los hechos que, sin probarse, encajaban en el cuadro hasta mostrar el dibujo completo. Cuando llegó al punto de asegurar que la culpa tendría que repartirse entre doña Inés y las hermanas Lucía y Petronila, don Jaime se detuvo en su paseo y pidió que le ilustrase de cómo había llegado a tan puntual conclusión de involucrar también a las otras dos mujeres.
—En primer lugar —enumeró Constanza—, porque la joven Cixilona me dijo que son sus cenobitas de mayor confianza, de lo que deduzco que las tres han de ser cómplices. En segundo lugar —continuó—, porque son las únicas que disponen de la llave de acceso a la torre y es allí, como sabéis, donde se hallan las salas de tortura. Y, por último —terminó—, porque ellas fueron quienes redactaron la relación de víctimas, sólo ellas con la abadesa, lo que indica que conocían que era otra la verdad y la falsearon sin miramientos.
—A no ser que fueran obligadas por doña Inés —conjeturó el rey.
—Pudiera ser —aceptó Constanza—. Pero reparad en que la abadesa no ha podido cometer sola tanta ignominia, y nada indica que otra cenobita forme parte de su círculo de confianza.
—Comprendo —admitió don Jaime—. ¿Entonces consideras que la razón última de los crímenes es la lujuria?
—En ello pensaba... —Constanza siguió paseando embebida en sus pensamientos—. Ya en el Concilio de Ilíberis, que se celebró a principios del año 300, se aseguró que los clérigos eran los más grandes fornicadores y muchos eran capaces de abandonar antes sus prebendas que separarse de sus amigas. El pecado de lujuria era ya, hace casi mil años, asunto de gran preocupación entre aquellos cristianos que se reunieron en el Concilium Eliberritanum. Pero, si he de ser sincera, os diré que creo que en este caso la razón que les mueve y la causa de tanta crueldad van más lejos de una mera satisfacción del apetito sexual. Tengo para mí que... —la monja tardó en continuar—. Señor, quisiera preguntaros algo.
—Hazlo.
—Intentaré explicarme... —Constanza empezó a rascarse mejilla, lóbulos y papada—. Pero antes, ¿sería posible abusar del tiempo de mi señor don Jaime y rogaros que me alumbréis acerca de un aspecto de estas tierras que no alcanzo a comprender?
—Tiempo tenemos, Constanza —aceptó el rey.
—Pues lo cierto es que me gustaría saber si hay razones profundas para que estas tierras de Cataluña deseen gozar de privilegios que vos les negáis y que, por ello, sus personas principales sean capaces de realizar ciertos actos que...
El rey tardó en comprender el requerimiento de la monja navarra, sobre todo porque no era fácil establecer una relación entre las aspiraciones repetidas de sus nobles, que conocía tan bien, y los sucesos de la abadía, aparentemente tan alejados. Pero de pronto se dio cuenta de que la monja no había preguntado por caballeros ni nobles, sino que había hablado de personas principales al hacer su pregunta, por lo que era evidente que incluía a doña Inés de Osona en cuanto había dicho. Entonces supo a qué se refería y respondió:
—Imagino que estás tratando de buscar en el pasado explicaciones para el presente, ¿no es así?
—Rebusco, mi señor. Una investigación, en muchas ocasiones, obliga a conocer lo que se ignora, e incluso a mancharse las manos, por mucho que trate de evitarse.
El rey afirmó con la cabeza y, tras respirar profundamente, siguió su paseo con las manos entrelazadas a la espalda, mientras lenta y doctoralmente le hablaba a Constanza de cuanto sabía.
—Lo que quieres saber es simple, aunque extenso de explicar porque he de remontarme muchos años atrás, hasta llegar al primer conde de Barcelona, Wifredo el Velloso. Incluso para hablarte de Cataluña, llamada así por ser tierra de castillos, o tal vez por ser tierra de godos,
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que ahora ha quedado dividida en Cataluña la Vieja y Cataluña la Nueva. Pero no nos remontemos tanto que no quiero agobiarte con viejas historias llenas de confusión.
—No importa —respondió Constanza—. Los cuentos me agradan, mi señor.
—Sí. Como supongo que le agradaría a Wifredo, miembro de una familia del Conflent, ser designado allá por los años finales del 800 conde de Urgel, de Cerdaña, de Barcelona y de Gerona por el monarca carolingio Carlos el Calvo, y que su título fuera por vez primera hereditario, con la trascendencia que ello supuso para los condados y para la propia ciudad de Barcelona. Pero dejemos eso porque lo que te interesa, según entiendo, empieza hace trescientos años cuando, expulsados los árabes de los condados de la Marca Hispánica, el conde y los otros señores de aquella Cataluña Vieja fueron eludiendo el poder de los antiguos reyes francos y empezaron a vivir libres, actuando a su antojo. Y así los nobles formaron feudos propios, conquistaron tierras hasta las riberas de los ríos Llobregat y Ebro, y a esos nuevos territorios los llamaron Cataluña la Nueva. Poco más hay que saber: sólo que así fueron transcurriendo los años hasta que don Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, casó con doña Petronila de Aragón, dando así lugar a la Corona de Aragón. ¿Te aburro?