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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (40 page)

—Todo a causa de mi llegada, comprendo. Y, en tal caso..., ¡por todos los santos! ¡No lo entiendo! ¿Por qué demonios me hiciste venir? ¿Para qué?

La abadesa, sin mostrar un ápice de inquietud, se limitó a responder:

—Para que se cumpliera el destino, don Jaime.

El rey la miró asombrado. No cabía duda de que la mujer que estaba ante él había perdido el juicio. Y, como si una tormenta se hubiera desencadenado y su estruendo fuera tan ensordecedor que nada importase lo que los humanos hablasen para sobreponerse a las turbulencias de la naturaleza, doña Inés soltó la lengua y empezó a fabular que a su muerte los catalanes se alzarían en armas contra la Corona de Aragón y Cataluña sería al fin un reino libre.

—Yo misma encabezaré la sublevación desde las tierras de mi condado —afirmó—, y pronto se sumarán a ella los nobles que acuden a mí en busca de consejos y dinero. Y de libros como los que visteis vos, pero, como es natural, esas visitas eran sólo la excusa para urdir nuestras conspiraciones.

Don Jaime pensó que los sueños son patrimonio de los pobres diablos que nunca podrán hacerlos realidad y sintió una extraña mezcla de odio y lástima por aquella mujer que, en su enajenación, levitaba dos palmos por encima de la tierra que consumiría la altivez de su cuerpo y las ambiciones de su alma.

—Un poder únicamente de los nobles —supuso el rey—, sin importar los deseos del pueblo, ¿verdad?

—El pueblo seguirá siendo lo que es: vasallos sin voluntad. Cataluña sólo será próspera en manos de nobles y ricos hombres de fortuna. Un reino que se hará respetar en el mundo, de manera muy diferente del respeto que vos habéis demostrado, don Jaime.

—Yo respeto a Cataluña de igual modo que respeto a Aragón, a Castilla, a Asturias o a Hungría. Le dispenso el mismo respeto, el mismo; pero tampoco más, doña Inés.

—Hacéis mal.

El rey cabeceó. Su paciencia estaba llegando al límite y sintió un gran deseo de desnudar su arma y poner fin a aquel pleito. Pero recordó que Constanza escuchaba la conversación al otro lado de la puerta y pensó que faltaban algunas pocas respuestas de las muchas que exigía su investigación. Por ello se pasó la mano por la frente, forzó una tos innecesaria y dijo:

—Ignoraba que tu nobleza hubiera nacido de un muslo del dios Zeus —se burló—. ¿Y ahora me confiesas todo esto?

—No veo por qué no —la monja se removió en su asiento.

—Porque con esa confesión te has condenado tú misma, abadesa.

—No, don Jaime. Os equivocáis.

—¿Me equivoco? ¿Por qué?

—Porque vos ya estáis muerto, señor —silabeó doña Inés.

La vida es un sueño del que se despierta al morir, pensó don Jaime al oír esas palabras. Nadie puede escuchar impasible una declaración de muerte, y el rey, por ser humano, sintió también que el mundo se tambaleaba bajo sus pies, aunque sabía que era falso porque la afirmación de la abadesa no se fundamentaba en la realidad, sino que era hija de su propio error, de una conclusión apresurada. A pesar de ello, oír que ya estaba muerto le trajo a la memoria imágenes de la sacramental del monasterio de San Benito, de sus sombras y de sus soledades, la resignación al abandono y al olvido. Imágenes tenebrosas que lo conmovieron, proponiéndole el miedo como una sensación estremecedora que, al instante, contuvo y dominó para que ni en sus ojos ni en sus manos percibiera doña Inés la debilidad que todo hombre experimenta al imaginar su final.

—En realidad —explicó la abadesa, sin percibir la zozobra en el ánimo del rey—, pensé que moriríais con la pócima que os aconsejé para dormir anteanoche, pero supongo que finalmente no la tomasteis.

—Dios no lo quiso, qué le vamos a hacer...

—Por eso no he tenido más remedio que intentar resolverlo esta misma mañana, en vuestro desayuno. Y de nuevo he errado, don Jaime; terminaré por pensar que el mismo Satanás está de vuestra parte.

—Tal vez sea Dios quien me protege y Satanás el que te inspira, doña Inés —replicó el rey, al borde de una furia que no dio paso a la venganza, una ira que no supo si sabría contener por mucho más tiempo.

—Puede ser... La verdad es que tampoco confío mucho en ninguno de los dos —pareció lamentarlo la abadesa.

—De nada te privas, hermana. Traidora y atea...

—Traidora, no; atea, pudiera ser. Al menos no quiero rendir cuentas a ningún ser superior. Dios tampoco lo hace.

Odio y lástima. Don Jaime sentía, entremezclados, sentimientos de odio y de lástima por aquella mujer. Pero no había lugar para el perdón. El rey ya había decidido el castigo y sólo esperaba a que Constanza se sintiera satisfecha con todas las respuestas para poner fin a la comedia. Don Jaime sabía que sólo aspira al poder quien no puede ser libre con sus propios medios y precisa investirse de las facultades de los otros para satisfacer su vanidad y enmascarar sus carencias y su mediocridad, y aquella abadesa era la prueba de que no iba a lograr nada por sus propios medios ni iba a ser secundada por los nobles que creía leales.

—¿En qué has vuelto a errar esta mañana, señora? —El rey sintió curiosidad por la frase que doña Inés no había concluido.

—Ah, ¿eso?... —recapacitó—. Nada, nada. Por confiar en esa estúpida de Cixilona. Le encomendé llevaros un tazón de leche muy especial a vuestro desayuno y, por un extraño sentido de la lealtad, ha preferido beberlo ella misma a alzarse contra vos. Acaban de decirme que ha muerto...

—Lo sé.

—Pero, por fortuna, ya he subsanado ese exceso de confianza en quien no fue leal anoche conmigo, al hablar con vuestra monja navarra, ni hoy tampoco, desobedeciéndome. Pero se acabaron los errores, don Jaime. Porque esa copa que tenéis en la mano y que habéis bebido tan gustoso contenía un poderoso veneno producto de la maceración de hojas de cicuta. Estáis muerto, don Jaime. Ya estáis muerto.

—Pues para estar muerto, parece que nuestro rey goza de una salud excelente...

La voz de Constanza de Jesús, saliendo de la estancia contigua, sobresaltó a doña Inés de tal modo que sus ojos se hicieron de vidrio, su tez, marmórea, y sus manos, de agua.

—¡Vade retro,
Satán! —la abadesa se santiguó tres veces seguidas y en su boca se dibujó el pliegue del espanto—.
¡Vade retro!

Doña Inés temblaba y se convulsionaba como si una marabunta de hormigas rojas estuviera introduciéndose por todos y cada uno de los orificios de su cuerpo. Constanza, sin el menor sentimiento de conmiseración por la maldad de una mujer que había vendido su alma por un sueño que nunca se cumpliría, se acercó a ella con la mirada encendida, sin considerar que tuviera que pedir la absolución por el pecado de desear verla muerta. Y el rey, poniéndose en pie, fue a la ventana para contemplar un cielo que, por unos instantes, se ensombreció por las nubes que en su parsimonioso viaje cubrieron la luz del sol.

—¿Por qué has llegado a tanto, abadesa? —quiso saber—. ¿Por qué? Si lo tenías todo...

—Todo, menos el poder —respondió por ella Constanza—. Y es todo lo que ha ambicionado siempre. Mirad, abadesa —la navarra señaló el rincón de la sala—. Allí yace vuestro crimen, en esa mancha de vino y cicuta destinada al rey.

Doña Inés se incorporó para contemplar el destino de su ignominia y cerró los ojos, abatida. Poco a poco se dejó caer de rodillas, con las manos entrelazadas sobre el pecho, en actitud orante, y susurró con voz temblorosa:

—Mi ambición era Cataluña, mi señor. Sólo Cataluña.

El rey giró la cabeza, se apartó de la ventana y caminó lentamente hacia ella, que permanecía arrodillada, de espaldas. Le puso una mano en el hombro y se sirvió de un tono compasivo para hablarle con dulzura.

—Si tu intención hubiera sido esa, doña Inés, Dios te perdonaría en el Cielo y yo lo haría en la tierra, no lo dudes. La traición no es tal si se tiñe la daga de rojo en nombre de un ideal superior. La Corona de Aragón ha vertido mucha sangre, y muchas veces, en defensa de la cristiandad, sin reparar en expolios, usurpaciones y muertes útiles. Mañana será Mallorca y más tarde le llegará el turno a Valencia, a Murcia y quién sabe a cuántos reinos infieles más. El poder no puede ser ingenuo ni un rey puede permitirse ser débil: sería traicionar a quienes lo siguen en la conquista y a quienes mueren en la batalla. Además, el poder que no se ensucia las manos con sangre es una farsa ante los hombres y un fraude ante Dios. No, doña Inés: crees que tu acción era noble, y podría haberlo sido. No te condenaría por ello. Pero no ha sido así: no sólo has atentado contra mi vida sino que has torturado, vejado, humillado y aterrorizado a muchas mujeres limpias que no merecían sufrir por tu capricho y el de tus cómplices. Mujeres a las que has utilizado y asesinado sólo para atraerme a tu abadía y encontrar la ocasión de vencerme. En ese pliego de maldades está escrita la condena, no en esta copa de la que nada he bebido.

—Nunca podréis saber cuánto os odio, señor —replicó la abadesa con la crispación dibujada en la cara—. ¡Nunca!

—No atormentes tu alma con más odios —aconsejó don Jaime—, que ya no queda espacio en ella para más enfermedades. Seré generoso contigo: dime cómo quieres morir.

El silencio se volvió de piedra. Constanza observó el rostro de la abadesa, esperando una respuesta, mientras el rey, alejándose de doña Inés, paseó por la estancia con la mano apoyada en su daga, aquella que había heredado de su padre y que conservaba porque era un instrumento de muerte, no de amor. La abadesa, de rodillas, con los ojos cerrados, las manos entrelazadas y la respiración pausada, elegía con serenidad el modo de realizar el viaje para encontrarse con Dios. O con el infierno. Le habría gustado morir crucificada en las mazmorras de la abadía, o defenestrarse desde lo alto de la torre, o hacerlo al intercambiar con don Jaime un cruce de heridas mortales; pero sabía que no le sería permitido salir de aquella sala con vida. Lo único que no deseaba era ser sometida a pública humillación.

—Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris.
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Pero aún conservo honor, don Jaime —dijo, al fin.

—Eso no voy a arrebatártelo —respondió el rey—. Tú sola has de administrar lo que creas que te queda de él.

Y al oír este ofrecimiento, la abadesa se incorporó despacio, miró a Constanza y a don Jaime con el rencor supurando desprecio y, levantándose, echó a correr en dirección a su taller mientras gritaba:

—¡Ningún rey extranjero pondrá sus manos sobre mí! La abadesa alcanzó la puerta de su sala de labor, entró en ella, cerró tras de sí y echó el cerrojo. Constanza preguntó con la mirada a don Jaime qué hacer, y el rey le respondió, del mismo modo, que la dejara sola. Al cabo de un cierto tiempo, pidió el punzón a la monja navarra, lo introdujo por el quicio de la puerta y la forzó, acompañándose de una fuerte patada.

Entraron juntos en la sala y la vieron allí. La abadesa doña Inés de Osona permanecía en el suelo, con un cincel clavado en el vientre, un pequeño frasco de cristal en la mano y la boca entreabierta, por la que resbalaba una pócima verdosa con la que se había asegurado la muerte.

Capítulo 8

El descubrimiento del cuerpo de Cixilona en su celda causó tal revuelo en la abadía que ninguna de las religiosas benedictinas reparó en la ausencia de la abadesa. La muerte siempre es escandalosa, incluso la esperada, y el caso de la novicia acrecentó el alboroto porque sólo se pensó en el suicidio y ninguna hermana podía comprender las razones que le habían conducido a ello. Únicamente las hermanas Lucía y Petronila, que conocían el proyecto de doña Inés, la misión que se le había encomendado a la novicia, las amenazas vertidas contra ella por haberse entrevistado con Constanza la noche anterior y por haber colaborado en desenmascarar su secreto en la torre, vieron en aquella muerte una inmolación en lealtad al rey y una nueva traición a la abadesa, y desde ese momento sintieron una sensación de soledad que se parecía mucho a la orfandad. Petronila no pudo evitar llorar ante la visión del cuerpo desmadejado de Cixilona ni caer en un histerismo que Lucía tuvo que sofocar zarandeándola repetidas veces. Lucía, por su parte, comprendió que la ausencia de la abadesa en la celda de la suicida significaba que se encontraba en la suya dando cuentas al rey, y lo más probable era que se hubiera derrumbado y hubiera acabado por confesarlo todo. Y en esa situación, su vida y la de Petronila tenían el mismo e insignificante valor que el aullido de un lobo a la luna en la medianoche.

Pero si el hallazgo del cadáver de Cixilona fue escandaloso, las voces de confusión entre las cenobitas fueron atronadoras cuando, después de abandonar don Jaime y Constanza los aposentos de la abadesa, una voz se extendió por todos los rincones del convento del mismo modo que una inundación arrastra cuanto encuentra a su paso.

—Nuestra abadesa ha muerto, nuestra abadesa ha muerto.

—¿Quién lo ha dicho?

—El rey. Son palabras del rey.

El capitán don Tirso de Cardalés, un caballero esbelto de ojos azules y rostro aniñado que se había engalanado con sus mejores ropas de viaje y adornado con bordados de oro sobre vistosos colores celestes, necesitó golpear las puertas del monasterio repetidas veces con los puños, e incluso se vio obligado a usar la empuñadura de su espada, para que su llamada fuera oída por alguien. Y su sorpresa fue aún mayor cuando, al fin, una monja abrió las puertas del cenobio a toda prisa y, sin atender al visitante, echó a correr de nuevo hacia el interior.

—Decid a la reina que su carruaje le espera —gritó a la monja que se alejaba, sin cruzar la puerta ni invadir la clausura.

—Decídselo vos mismo —se volvió la monja, sin dejar de alejarse—. Yo no puedo.

El capitán don Tirso no supo qué decidir. Conocía la prohibición de entrar en el monasterio y deseaba respetar la norma, pero por otra parte nadie parecía reparar en su presencia. Desde donde estaba, sólo veía hábitos de monja corriendo de un lado a otro, gritando, llorando o haciendo las dos cosas a la vez, y por mucho que alzaba la voz, reclamando ser atendido, ninguna de ellas se detuvo ni prestó oídos a su demanda. Levantó la cara para leer la hora en el sol y se dio cuenta de que el mediodía había pasado y estaba incumpliendo las órdenes del rey. Se volvió hacia los soldados designados para la escolta con la esperanza de encontrar alguna respuesta, pero no vislumbró en sus miradas ausentes réplica alguna a su indecisión. Finalmente preguntó a los hombres de la guardia plantados en la puerta de la abadía si sabían qué estaba ocurriendo dentro del edificio, pero ninguno de los dos supo explicarlo.

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