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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (30 page)

—No, en absoluto —sonrió Violante—. He debido de dormir cien años porque me siento tan descansada que ya no tengo sueño.

—Todavía no es medianoche —informó don Jaime—. Deberías...

—¿Y vos? ¿No vais a acostaros?

—Sí..., sí... Ya voy.

El encuentro sobre la cama fue tan tímido como si, en vez de estar separados por apenas un palmo, habitaran sus almas en dos países distintos. Tendidos boca arriba, mirando el techado del dosel, no dijeron palabra. Tampoco se miraron. Los dos cuerpos, rígidos, inmóviles, como esculturas de un sepulcro real que atravesara los siglos en la cripta de una iglesia, esperaban a que la nada se disolviera para que una brizna de calor les devolviera a la vida. A ambos les costaba trabajo parpadear y temían hacerlo, como si en el vaivén del pestañeo fueran a perderse algo.

Ella fue quien deslizó la mano hasta rozar las yemas de los dedos de él. Después, él se dejó rozar y alzó los dedos para posarlos sobre los de ella. Al cabo de un rato, imposible de medir, ya se abrazaban y se besaban como si les faltara el aire. Querer era eso. ¿Qué otra cosa podía significar estar tan cerca y que sus cuerpos continuaran el uno en el otro como se unen el río y el mar?

El amor fue para ellos fuego eterno. La pasión, orilla: ola tras ola, beso tras beso, sin repetirse jamás.

Y al ser interrumpidos mucho después por la algarabía de las campanas, llamando a maitines, comprendieron que era la voz de Dios interponiéndose en el pecado, por estar amándose dos seres que no podían hacerlo, que no eran libres: uno por estar unido a su esposa; otra por estar apropiándose de algo que no le pertenecía.

No reconocieron el pecado. Y ambos pensaron que, si la Iglesia les impedía el amor, sería más fácil derribar sus muros que enfriar aquellas pasiones.

Callaron, nada se dijeron, pero sentían que se querían y que no necesitaban oírlo de labios del otro.

El alba les sorprendió sin dormir.

No se acordaban de cómo se hacía.

Capítulo 14

En la soledad de la medianoche, cuando el silencio era tan profundo que los murciélagos temían alterarlo al batir de sus alas, los pasos empinados de los pies desnudos de la hermana Cixilona por el corredor, en busca de la puerta de la monja Constanza, podían oírse sin necesidad de aguzar el oído. Por eso supo la navarra que la novicia cumplía su promesa y se acercaba a contar lo que no se había atrevido a decir ante sus hermanas del cenobio. Al oír su llegada encendió una vela, abrió la puerta para que no dudara a la hora de elegir la celda correcta y esperó a que entrara.

La joven Cixilona se adentró en la estancia santiguándose, sin decir nada. Luego se quedó de pie en mitad de la habitación, con la mirada en el suelo, esperó a que Constanza cerrara la puerta y corrió a echarse ante ella, de rodillas, besándole la mano.

—Yo, pecadora —gimió la novicia.

—Vamos, vamos, levántate —le indicó Constanza en un susurro—. Y habla todo lo bajo que puedas, que la noche se ha hecho tumba y hasta los suspiros resuenan como las trompetas de Jericó.

Cixilona afirmó dos veces con la cabeza y se dejó guiar de la mano hasta el borde del camastro, en donde se sentaron las dos. La estancia, a oscuras, sólo amarilleaba por las cercanías de la vela, dejando percibir apenas las siluetas de las dos monjas y el brillo de los ojos de la novicia, un resplandor nacido del arrepentimiento o del miedo. O de ambos sentimientos a la vez.

—Ave María purísima —dijo.

—Esto no es una confesión, hermana —respondió Constanza.

—Prefiero pensar que lo es —replicó Cixilona, mohína—. O al menos necesito que me des promesa de que nada dirás de cuanto te voy a revelar esta noche.

—Palabra —aceptó la navarra—. Habla sin miedo. ¿Qué querías decirme que no pudieras compartir con tus hermanas en la capilla?

La novicia empezó a sollozar, tapándose la cara con las manos.

—¡Es horroroso, hermana! ¡Horroroso! —Apretó las manos de Constanza y le clavó la luciérnaga de sus ojos. Sus lamentos, aun siendo leves, se convertían en estruendosos en el silencio de la noche—. ¡Todas van a morir!

—Silencio, Cixilona —Constanza le tapó la boca con la mano—. Tendrás que hablar mucho más bajo o nos oirán hasta en Roma. Serénate, por favor, y habla a mi oído. ¿Quiénes van a morir?

—¡Todas!

La novicia estaba muy nerviosa. Tan pronto metía los ojos en los de Constanza como los dejaba caer a su regazo; o apretaba con sus manos las de la monja y de inmediato las soltaba y se las frotaba, retorciéndolas. Repetía:

—Van a morir...

Constanza no sabía qué hacer para que se sosegara. Buscó un poco de agua y se la hizo beber; después le tomó la cabeza y la estrechó contra su pecho para que recobrara la calma; y luego, cuando volvió a repetir que iban a morir, Constanza decidió cambiar su actitud: le separó la cara y le dio una bofetada que retumbó en la abadía como el restallido de un látigo.

—¡Haz el favor de callarte!

Cixilona se quedó inmóvil, sorprendida por la agresión y, al mismo tiempo, conforme con el correctivo que necesitaba para recuperar la calma y ordenar las ideas. Tardó en reaccionar y, cuando lo hizo, dijo solamente:

—Gracias.

Constanza, entonces, respiró profundamente y volvió a empezar.

—Dime de qué querías hablarme.

—Sí, sí... —reaccionó la novicia—. En la capilla no me atreví a hablar, pero el rey tiene que saber que entre estos muros sucede algo horroroso.

—Que os van a matar a todas —suspiró Constanza, fatigada—. Ya lo dijiste...

—No, a todas no. Sólo a las hermanas aragonesas —Cixilona se puso la mano en la boca al decirlo en un susurro—. Nuestra madre abadesa no las quiere aquí. Para ellas son las faenas más penosas, los castigos también; los castigos... Nadie dice nada, pero yo sé que la abadesa las odia. Y poco a poco las están asesinando... Las ocho eran aragonesas. Todas lo eran...

—Sí, ya lo sé. —Constanza tenía otras preguntas en la cabeza, pero esperó a que la novicia hablase—. ¿Y quién causa su muerte?

—No lo sé, hermana.

—Sería lógico pensar que el mismo que te ultrajó, ¿no es así?

—Claro —Cixilona afirmó con la cabeza—. Tiene que ser él... Un hombre que hace daño...

Constanza pensó que todos los hombres hacen daño, pero no lo dijo. Sólo requirió una aclaración:

—¿Hace daño? ¿Qué quieres decir?

La novicia bajó la cabeza y negó, como si no quisiera hablar de ello. Repitió:

—Yo, pecadora...

—Deja ya de repetirlo, hermana. Ya sé que te adormiló primero y que no te resististe después, como las otras hermanas, pero eso no me ayuda en nada. Necesito que me digas algo más... Tienes que ayudarme, Cixilona.

La novicia la miró suplicante, rogándole que no le obligara a decir más, pero la mirada de la monja navarra, intimidatoria, se impuso.

—Me hizo daño. Su mano era grande y él fue brusco, un hombre muy brusco.

—¿Te refieres a cuando te violó?

—Sí...

—¿Quieres decir que su arma masculina era grande?

—Su mano...

—¿Viste su cara?

—No.

—¿Dijo algo?

—No. Sólo jadeaba y se agitaba.

Parecía que el único secreto que Constanza podía esperar de aquella visita nocturna era la opinión de una novicia de que a la abadesa no le gustaban las monjas de Aragón. Y si para oír semejante conjetura había tenido que aguardar varias horas la llegada de la novicia, la espera había sido baldía.

—Todo eso podrías habérmelo dicho en la capilla. No comprendo cuál era el secreto que te imponía tanto disimulo...

La novicia Cixilona la miró, sorprendida.

—¡Es horroroso! Tengo amigas entre ellas... Tenía una amiga que ya ha muerto... —la novicia volvió a echarse a llorar—. ¡Las van a matar a todas!

—Eso ya lo has dicho, hermana —respondió Constanza—. Y tu opinión sobre las antipatías de doña Inés, aunque tuvieras razón, no me sirve de nada.

Constanza la dejó llorar. Se levantó y dio un paseo por la celda, con la convicción de que tampoco sacaría agua de aquella fuente, con lo sedienta que estaba su investigación. De todos modos, la novicia Cixilona era la única moradora del cenobio que se confesaba con ella, por lo que tenía que recabar alguna información que fuera realmente útil. Intentó obtener otras respuestas.

—Y dime, hermana: ¿hubo algún perro en la abadía?

—Lo hay, hermana.
Pilos.
Bien cariñoso es... Es de la abadesa y siempre revolotea a su alrededor. ¡Es de juguetón...!

—¿Dónde está?

—No lo sé..., por todas partes. —Cixilona, de pronto, pareció reflexionar, recomponiéndose de sus lágrimas—. La verdad es que hace días que no lo veo. Claro que, como me ha tocado turno de cocina, he salido poco...

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—Pues... hace dos o tres días que... No recuerdo. Siempre tan alegre, tan... Hace días que... Es extraño.

—¿Por qué es extraño?

Cixilona se quedó pensativa.

—No sé. Siempre va con la abadesa... Y algunas veces con la hermana Lucía... Hoy no lo he visto, no. Ni ayer. No lo sé, hermana Constanza, puede que ande escondido por ahí.

—Sí, seguramente —afirmó la monja navarra, sin querer dar noticia de su muerte a la joven—. Y dime, hermana, ¿por qué crees que os ultrajan a vosotras y luego no os dan muerte, como a las otras?

Cixilona volvió a su tristeza.

—Porque nos dejamos hacer, hermana... Dios mío, perdóname.

—Entonces nada tiene que ver si sois aragonesas o no, hermana Cixilona. Pues vaya ayuda... —Constanza continuó su paseo por la celda, intentando encontrar alguna utilidad a la novicia—. Dime otra cosa, ¿qué opinión tienes de las hermanas Lucía y Petronila?

—¿Por qué me lo preguntas? —Cixilona arrugó el ceño—. Se dice que llevan mucho tiempo en el monasterio y por eso tienen el favor de la madre abadesa, no sé... Las tres son buenas amigas; y ambas gozan de su confianza...

—¿Qué clase de confianza?

—Bueno, no puedo hablar de lo que no sé, pero comprobé que ya era así cuando vine al monasterio, hará de ello más de año y medio. Están siempre juntas, comen a los lados de la abadesa, también rezan juntas en la capilla y, sobre todo, son las hermanas que custodian la torre.

—¿La torre necesita custodia?

—Oh, sí. Claro que es preciso.

—¿Por qué?

En el rostro de Cixilona se dibujó el miedo. Torció el gesto y enmudeció. Por su reacción, Constanza supo que ocultaba algo. Puso la mano en su hombro y la impelió a hablar.

—Tenemos prohibido hablar de ello, hermana —se excusó la novicia—. Es una norma que, si se infringe, se castiga con severidad.

—En ese caso necesito saber por qué.

Cixilona se cubrió la cara con las manos. Negó con la cabeza varias veces y sollozó.

—No puedo. No puedo hablar, hermana.

Constanza aceptó a regañadientes.

—Está bien. Entonces, iré yo misma a comprobar qué es lo que no puedes decirme. ¿Quién tiene las llaves de acceso a la torre?

—No lo sé. Las hermanas Lucía y Petronila y... ¡Pero no digas que te hablé yo de la torre, por favor! —suplicó la novicia.

—¿Por qué?

—¡Me encerrarían en ella! —le interrumpió Cixilona—. ¡Como a las aragonesas cuando las castigan! Y luego, luego...

—¿Qué más? ¿Qué pasa luego?

—¡No puedo hablar!

La novicia se puso de pie de un salto y salió corriendo de la celda. A Constanza no le dio tiempo a detenerla. Al asomarse a la puerta, ya había desaparecido por el fondo de la galería.

La torre. Algo había en la torre que la atemorizaba hasta el punto de ser incapaz de hablar de ello. El miedo se había vestido de pánico cuando la navarra trató de saber qué ocurría allí. Al menos, se confortó Constanza, había sacado algo en claro de la entrevista, pero nada sería de utilidad si no descubría de inmediato lo que se ocultaba en ese lugar.

Sin dudarlo, se abrigó con una toquilla de lana, tomó la lámpara y, protegiendo la llama con una mano para que el aire de la noche no apagase la vela, salió de la celda para encontrarse con el secreto de la torre maldita.

Un claro de luna le permitió caminar deprisa por el corredor, salir al claustro, cruzar el jardín y dirigirse a la torre que, en esos momentos, recortaba el lento cortejo de nubes hacia el este, procesión de caprichosas formas blancas bajo un enjambre de estrellas en el cristalino del cielo. La puerta del torreón, de madera sin labrar, estaba cerrada. El tamaño de la cerradura indicaba que sólo podía ser vencida por una llave de gran grosor, pero el inconveniente no le pareció suficiente para detenerla en sus intenciones. Constanza volvió a su celda a toda prisa, extrajo de su baúl los instrumentos que usaba para realizar las autopsias y regresó a la torre con el mayor de los punzones de hierro. Sus pasos resultaban escandalosos; cualquier quejido de una rama al quebrarse bajo sus pies y el vuelo de hojas desplazadas por el viento de sus andares podían oírse con claridad; pero tampoco le detuvo la posibilidad de que alguna monja la oyera en el trasnoche y saliera a su encuentro.

Introdujo el punzón en la cerradura, rebuscó con decisión el mecanismo de apertura hasta toparse con él, giró el punzón con habilidad y empujó la puerta. Los goznes no sólo gimieron: produjeron alaridos, un estrépito que no le importó. Y ni siquiera se detuvo a pensar en las consecuencias que podía ocasionarle el allanamiento. Si en el interior de la torre encontraba alguna explicación, lo demás carecía de importancia.

La vela fue dando luz poco a poco a la estancia y descubriendo sus perfiles. Al fondo se iniciaba la escalera que conducía a lo más alto; pero antes, alrededor de la amplia base de tierra, dos puertas permanecían cerradas.

Era un espacio descuidado y lúgubre, con una única antorcha en la pared, sin encender.

Constanza inició la subida de la escalera, pero al cuarto peldaño lo pensó mejor y eligió ver antes lo que podía encontrar detrás de aquellas dos puertas.

La primera tenía un cerrojo de hierro que descorrió sin esfuerzo y abrió con sólo empujar. Enseñó la vela al interior para que la sala se mostrara a la luz y se encontró con una mazmorra vieja, con argollas y cadenas amarradas a la piedra de las paredes y el suelo cubierto de tierra vieja y pajas sucias. Sin ventanas, lucernas ni tragaluces, carecía de ventilación y olía agrio, a podredumbre y a sangres resecas. Por su aspecto, podría asegurarse que hacía muchos años que no había entrado nadie allí. Se trataría tal vez, pensó, de un espacio inutilizado que se construyó en otros tiempos para el pernocte de alguna cabalgadura o para resguardar una piara de cerdos en las noches del invierno; y a punto estaba de salir de allí, para evitar la arcada, cuando la luz de la vela le hizo fijarse en un montón de paja que conservaba restos de sangre seca pero todavía roja, señal de que era reciente. Se acercó a contemplarla de cerca, tomó un puñado con la mano para comprobar si se trataba de lo que creía y, al removerla, quedó al descubierto un cuchillo de grandes dimensiones con la hoja manchada de sangre seca. Podía ser el que mató a la novicia que, según dijeron, había sido asesinada de una cuchillada en el corazón. Volvió a dejar el arma en el suelo, lo cubrió con la misma paja y salió pronto de la mazmorra.

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