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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (38 page)

BOOK: El uso de las armas
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Tomó un sorbo de su copa. Les contempló por encima del borde durante unos segundos y acabó bajando la vista para inspeccionar su bebida. Motilas doradas casi invisibles bailaban en las profundidades del líquido iridiscente.

–Si es cierto me temo que ha comprado demasiados recuerdos turísticos del tipo que jamás podrá llevarse a su casa –dijo la mujer–. Calles, ferrocarriles, puentes, canales, bloques de apartamentos, grandes almacenes, túneles… –Movió la mano como para indicar que la lista era bastante más larga–. Y me refiero únicamente a Solotol, claro está.

–Me dejé llevar por el entusiasmo.

–¿Estaba intentando llamar la atención?

–Sí, supongo que sí –dijo él, y sonrió.

–Nos hemos enterado de que esta mañana ha sufrido una experiencia muy desagradable, señor Staberinde –dijo la mujer. Se encogió en el sillón mientras alzaba las piernas–. Algo relacionado con un conducto del alcantarillado…

–Así es. Mi vehículo se precipitó por uno de esos conductos y cayó hasta el fondo.

–Espero que no se hiciera mucho daño –dijo la mujer con voz algo adormilada.

–Nada serio. Permanecí dentro del vehículo hasta que…

–No, por favor. –La mano se apartó del cuerpo encogido sobre sí mismo y casi invisible que ocupaba el sillón y osciló cansinamente de un lado a otro–. No soporto los detalles.

La contempló en silencio y acabó frunciendo los labios.

–Tengo entendido que su chófer no fue tan afortunado –dijo el hombre.

–Bueno, está muerto. –Se inclinó hacia adelante–. Verán, si he de ser sincero… Pensé que lo ocurrido quizá fuera cosa suya.

–Sí –dijo la mujer encogida en el sillón. Su voz flotó hacia el techo tan perezosamente como las hilachas de humo–. Si hemos de ser sinceros…, fuimos nosotros.

–Siempre he opinado que la franqueza es una gran virtud, ¿no le parece? –El hombre contempló con expresión admirativa las rodillas, los pechos y la cabeza de la mujer, las únicas partes de su cuerpo que seguían siendo visibles sobre los brazos peludos del sillón–. Mi compañera bromea, señor Staberinde. –Sonrió–. Nosotros jamás haríamos algo tan terrible, pero quizá podamos ayudarle a descubrir la identidad de los auténticos culpables.

–¿De veras?

El hombre asintió.

–Creemos que quizá podamos ayudarle. De hecho… Nos gustaría ayudarle, ¿comprende?

–Oh, claro.

El hombre se rió.

–Bien, señor Staberinde… ¿quién es usted?

–Ya se lo he dicho. Soy un turista. –Inhaló los vapores del cuenco–. Conseguí echar mano a una cierta suma de dinero hace poco y siempre había querido visitar Solotol con elegancia y estilo, no sé si me explico…, y eso es justamente lo que estoy haciendo.

–Vamos, señor Staberinde…, ¿cómo ha logrado hacerse con el control de la Fundación Vanguardia?

–Creía que ese tipo de preguntas tan directas son una falta de cortesía.

–Y lo son. –El hombre sonrió–. Le suplico que me disculpe. ¿Me permite que intente adivinar cuál es su profesión, señor Staberinde? Me refiero a su profesión antes de que se convirtiera en un caballero tan adinerado que no necesita trabajar, naturalmente…

–Si eso le distrae… –replicó él mientras se encogía de hombros.

–Trabajaba en algo relacionado con los ordenadores –dijo el hombre.

Ya había empezado a llevarse la copa a los labios con el único fin de poder interrumpir el gesto y dar la impresión de que vacilaba, cosa que hizo.

–Sin comentarios –replicó sin mirarle a los ojos.

–Ya –dijo el hombre–. Bien, parece que la Fundación Vanguardia ha pasado a nuevas manos, ¿no?

–Tiene toda la razón. Ha pasado a manos no sólo nuevas sino mejores…

El hombre asintió.

–Es lo que he sabido esta misma tarde. –Se inclinó hacia adelante y se frotó las manos–. Señor Staberinde, comprendo que no tiene por qué ponernos al corriente de sus operaciones comerciales y planes futuros, pero me pregunto si estaría dispuesto a darnos una vaga idea del rumbo que cree puede tomar la Fundación Vanguardia durante los próximos años. Es… pura curiosidad, ¿comprende?

–Es muy sencillo de explicar, –dijo, y sonrió–. Más beneficios. Si hubiera actuado de una forma más agresiva Vanguardia llevaría mucho tiempo siendo la mayor corporación del planeta, pero ha sido dirigida como si fuese una institución filantrópica. Cada vez que perdía posiciones en el mercado confiaba en que daría con alguna innovación o truco tecnológico que le permitiría recuperarse, pero a partir de ahora luchará igual que el resto de los chicos y apoyará a los ganadores. –El hombre asintió como si supiera muy bien de qué estaba hablando–. El comportamiento de la Fundación Vanguardia ha sido demasiado… ingenuo y poco agresivo. –Se encogió de hombros–. Eso quizá sea inevitable cuando permites que las máquinas se encarguen de todo, no lo sé, pero… Le aseguro que se ha terminado. A partir de ahora las máquinas harán lo que yo les ordene que hagan, y la Fundación Vanguardia participará en la competición como cualquier otra empresa. Quiero que sea una auténtica depredadora.

Sabía que en una actuación de ese tipo siempre se corría un cierto peligro de resultar exagerado, y dejó escapar una risita que esperaba no sonase demasiado áspera.

La sonrisa del hombre tardó unos segundos en aparecer, pero se fue ensanchando poco a poco.

–Usted… Cree que debemos mantener a las máquinas en el sitio que les corresponde, ¿verdad?

–Sí –replicó él asintiendo vigorosamente con la cabeza–. Sí, es justamente lo que creo.

–Hmmm… Señor Staberinde, ¿ha oído hablar de Tsoldrin Beychae?

–Claro. ¿Existe alguien que no haya oído hablar de él?

El hombre enarcó las cejas en un movimiento tan fluido como si fueran de goma.

–¿Y cree que…?

–Supongo que podría haber sido un gran político.

–La mayoría de personas afirman que fue un gran político –dijo la mujer escondida en las profundidades del sillón.

La miró, meneó la cabeza y acabó clavando los ojos en las profundidades de su cuenco de drogas.

–No supo escoger bien su bando. Fue una pena, pero… Si quieres ser grande tienes que estar del lado de los vencedores, y una parte de la grandeza consiste en saber identificar a ese bando. Beychae se equivocó, igual que mi viejo.

–Ah… –murmuró la mujer.

–¿Se refiere a su padre, señor Staberinde? –preguntó el hombre.

–Sí –admitió–. Él y Beychae… Bueno, me temo que es una historia bastante larga, pero… Se conocieron, aunque ya hace muchos años de eso.

–Tenemos tiempo más que suficiente y nos encantaría oír esa historia –dijo el hombre.

–No –replicó él. Se puso en pie, dejó la copa y el cuenco de drogas en el suelo y cogió el casco del traje–. Gracias por la invitación y todo lo demás, pero… Creo que será mejor que me marche. Estoy un poco cansado y la aventura de esta mañana me ha dejado un tanto maltrecho, ¿comprenden?

–Sí –dijo el hombre, y se puso en pie–. Lamentamos mucho lo ocurrido.

–Oh, gracias.

–Quizá podamos ofrecerle alguna cosa que le sirva de compensación…

–Ah, ¿sí? ¿Como cuál? –Jugueteó distraídamente con el casco del traje–. Tengo montones de dinero.

–¿Le gustaría hablar con Tsoldrin Beychae?

Alzó la mirada hacia el rostro del hombre y frunció el ceño.

–No lo sé. ¿Cree que debería hablar con él? ¿Se encuentra aquí?

Movió la mano señalando la sala llena de invitados que habían abandonado hacía un rato. La mujer dejó escapar una risita casi inaudible.

–No. –El hombre se rió–. No se encuentra aquí, pero está en la ciudad. ¿Le gustaría hablar con él? Es un hombre fascinante, y ahora ya no trabaja activamente a favor del bando equivocado como hacía en el pasado. Ha decidido consagrar el resto de su vida a los estudios, pero… Como ya le he dicho, sigue siendo fascinante.

Le miró y se encogió de hombros.

–Bueno…, quizá. Pensaré en ello. Debo confesar que lo ocurrido esta mañana en el conducto ha hecho que se me pasara por la cabeza la idea de marcharme.

–Oh, le ruego que lo reconsidere, señor Staberinde. Por favor… Consúltelo con la almohada. Si accede a hablar con Beychae podría hacernos mucho bien a todos. ¿Quién sabe? Incluso podría conseguir que el mismo Beychae acabara convirtiéndose en un gran hombre… –Extendió una mano hacia la puerta–. Pero ya veo que tiene muchas ganas de irse, ¿verdad? Permita que le acompañe hasta la salida. –Fueron hacia la puerta y Mollen se apartó para dejarles pasar–. Oh, por cierto… Éste es Mollen. Saluda, Mollen.

El hombre de la cabellera canosa acercó una cajita metálica a uno de sus flancos.

–Hola –dijo.

–Mollen no puede hablar, ¿sabe? En todo el tiempo que le conocemos no ha dicho ni una palabra.

–Sí –dijo la mujer. Su cuerpo estaba totalmente sumergido en las profundidades del sillón–. Decidimos que tenía problemas de espacio en la cavidad bucal, así que le dejamos sin lengua.

Volvió a soltar una risita ahogada, o quizá fuera un eructo.

–Ya nos conocíamos.

Saludó con la cabeza al hombretón y éste le devolvió el saludo. Los músculos de su rostro sufrieron una extraña contorsión por debajo de las cicatrices.

La fiesta en el sótano pegado al embarcadero seguía estando muy animada, y estuvo a punto de chocar con una mujer que tenía los ojos en la nuca. Algunos invitados habían empezado a intercambiar miembros. Había gente que tenía cuatro brazos, o ninguno (lo que les obligaba a ir de un lado a otro suplicando que les dieran de beber), o una pierna extra o brazos o piernas del sexo equivocado. Una mujer se pavoneaba seguida por un hombre que sonreía como si estuviera drogado o fuese retrasado mental. La mujer no paraba de subirse las faldas para exhibir un aparato genital masculino al que no le faltaba ni el más mínimo detalle.

«Bien –pensó–, espero que al final de la velada todos hayan olvidado a quién pertenecía cada miembro… Es lo mínimo que se merecen.»

Atravesaron la fiesta más presentable del exterior. Los fuegos artificiales hacían llover chorros de chispas que no quemaban sobre los invitados. Todo el mundo reía y parecía divertirse –no logró dar con ninguna frase más adecuada para definir su comportamiento–, exhibiéndose como monos en un zoológico.

Su anfitrión le deseó que pasara una buena noche. El mismo vehículo que le había llevado a la fiesta se encargó de devolverle al hotel, aunque con un chófer distinto. Contempló las luces y las blancas sábanas de nieve que cubrían la ciudad y pensó en el comportamiento de la gente durante las fiestas y durante las guerras. Su mente repasó las imágenes de la fiesta que acababa de abandonar; volvió a ver las trincheras de un gris verdoso con hombres cubiertos de barro que esperaban nerviosamente el momento de atacar o defenderse; vio a personas vestidas de cuero negro que se golpeaban las unas a las otras o eran atadas…, y vio a personas encadenadas a un somier metálico o a una silla que chillaban mientras hombres vestidos de uniforme las utilizaban para poner en práctica sus muy peculiares habilidades.

Y comprendió que a veces era preciso recordarle que seguía poseyendo la capacidad de sentir desprecio.

El vehículo avanzaba a gran velocidad por las calles silenciosas. Se quitó las gafas. La ciudad vacía desfilaba rápidamente a ambos lados.

VI

Y
a hacía muchos años de eso –ocurrió entre el tiempo en que guió a los Elegidos a través de los páramos y cuando acabó con el cuerpo tan maltrecho como el de un insecto pisoteado en la caldera inundada arañando aquel signo sobre el suelo de la islita–, pero hubo una ocasión en que decidió tomarse una temporada de reposo y jugueteó con la idea de no seguir trabajando para la Cultura y dedicarse a hacer otras cosas. Siempre había tenido la impresión de que el hombre ideal debía ser soldado o poeta, y haber pasado la mayor parte de su existencia siendo uno de esos –para él– extremos opuestos, hizo que decidiese cambiar el rumbo de su vida y convertirse en el otro.

Se trasladó a una aldea de un pequeño país rural en un planeta pequeño y muy poco desarrollado donde aún era posible llevar una existencia tranquila y libre de tensiones. Se alojó con una pareja de ancianos en una casita oculta entre los árboles que se extendían debajo de los riscos. Se levantaba temprano y daba largos paseos.

El paisaje parecía tan verde y fresco como si acabara de ser creado. Era verano, y los campos, bosques, senderos y orillas de los ríos estaban llenos de flores cuyos nombres ignoraba y que poseían todos los colores imaginables. Los vientos cálidos del verano removían las copas de los árboles, las hojas verdes aleteaban como banderolas y el agua corría por las colinas y las llanuras cubiertas de hierba saltando sobre los lechos rocosos de arroyos centelleantes como si fuera un concentrado de aire aún más puro y límpido que éste. Sudaba a mares subiendo las pendientes de las colinas nudosas, trepaba por las estribaciones rocosas que había en sus cimas y corría gritando y riendo a través de las explanadas deslizándose bajo las sombras fugaces de las nubéculas perdidas en las alturas.

Las colinas y las llanuras estaban repletas de animales, desde las criaturas diminutas tan ágiles que podían esquivar sus pies escondiéndose entre los matorrales a tal velocidad que casi resultaban invisibles y las de mayor tamaño que saltaban y se quedaban quietas para devolverle la mirada y dar un nuevo salto que las hacía desaparecer en una hondonada o entre dos rocas, hasta las todavía más grandes que siempre iban en rebaños y parecían fluir sobre el terreno, observándole distraídamente y convirtiéndose en casi invisibles cuando se detenían a pastar. Los pájaros revoloteaban delante de su rostro cuando se acercaba demasiado a sus nidos, pero había otras especies de aves que chillaban y movían las alas en la espesura intentando distraerle cuando se acercaba demasiado a sus crías. Procuraba moverse con cuidado y fijarse en dónde ponía los pies porque no quería pisar ningún nido.

Siempre llevaba consigo un cuadernito de anotaciones y se había impuesto la obligación de consignar en él todo lo que le parecía interesante. Intentaba describir las sensaciones de sus dedos al tocar la hierba, los sonidos de los árboles, la diversidad visual de las flores, los movimientos y reacciones de los animales y los pájaros y el color de las rocas y el cielo. La habitación que ocupaba en la casita de la pareja de ancianos contenía un libro que le servía como diario propiamente dicho, y cada noche transcribía sus anotaciones a ese libro de forma tan concienzuda como si estuviera redactando un informe destinado a una autoridad lejana.

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