El vehículo casi se había enderezado. Volvió a coger el volante y pisó el freno con todas sus fuerzas, pero no pareció servir de nada. Intentó poner la marcha atrás. La caja de cambios emitió un chirrido ensordecedor que le hizo torcer el gesto, y las salvajes oscilaciones del pedal se transmitieron a su pie. El volante volvió a cobrar vida y la conservó unos segundos más que la otra vez. La sacudida volvió a arrojarle hacia adelante. Había conseguido no soltar el volante, e intentó no hacer caso de la sangre que brotaba de sus fosas nasales.
El mundo se había convertido en un rugido continuo. El viento, los neumáticos y el vehículo rugían. El rápido aumento de la presión atmosférica hizo que sintiera un sordo palpitar en los oídos. Miró hacia adelante y vio hierbajos verdes sobre el cemento.
–¡Mierda! –gritó.
Estaba acercándose a otro promontorio. Comprendió que aún no había llegado al fondo y que tenía por delante un nuevo tramo de conducto.
Recordó que el chófer había dicho algo sobre unas herramientas guardadas dentro del primer grupo de asientos para pasajeros. Lo echó hacia atrás y cogió la herramienta más grande que encontró, abrió la portezuela de un manotazo y saltó.
Chocó con el cemento y estuvo a punto de perder la herramienta. El vehículo empezó a patinar delante de él, se salió del último retazo de hielo y fue hacia la extensión de hierbajos y maleza. Las ruedas que le quedaban crearon surtidores de espuma. Rodó sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y sintió el roce de la espuma en su rostro mientras seguía deslizándose por la pendiente cubierta de maleza. Agarró la herramienta con las dos manos, la deslizó entre su pecho y la parte superior de un brazo y la dirigió hacia el cemento que había debajo del agua y la maleza.
El metal vibró entre sus dedos.
El promontorio venía hacia él. Apretó con más fuerza. El extremo de la herramienta se hundió en la superficie llena de asperezas haciendo temblar todo su cuerpo y nublándole la vista. Una de sus axilas estaba empezando a acumular una bola de hierbajos arrancados que crecía a toda velocidad, y pensó que los hierbajos parecían un mechón de vello mutante.
El morro del vehículo chocó con el promontorio. Pudo ver como salía disparado por los aires y desaparecía dando vueltas sobre sí mismo. El impacto con el promontorio casi le hizo perder la herramienta. Se puso en pie y logró reducir un poco la velocidad de su descenso, pero no lo suficiente. El promontorio quedó atrás. Las gafas oscuras se desprendieron de su rostro, y tuvo que contener el impulso irracional de intentar agarrarlas al vuelo.
El conducto continuaba durante medio kilómetro más. El techo del vehículo chocó con la pendiente de cemento y los fragmentos metálicos desprendidos por el impacto siguieron bajando hacia el río que había en el fondo de la gran V del desfiladero. La caja de cambios y el eje restante se separaron del chasis y acabaron chocando con unas cañerías que cruzaban el conducto. Las cañerías se rompieron y dejaron escapar chorros de agua.
Siguió usando la herramienta como si fuera un piolet y consiguió ir reduciendo lentamente la velocidad de su descenso.
Pasó por debajo de las cañerías rotas. El agua que salía de ellas estaba caliente.
«Increíble –pensó–, es agua limpia…» Sus perspectivas para aquel día parecían estar empezando a mejorar.
Contempló con expresión de perplejidad la herramienta que seguía vibrando entre sus dedos y se preguntó qué era. Acabó decidiendo que debía de servir para poner en marcha el motor o para algo relacionado con los neumáticos y miró a su alrededor.
Pasó por encima de un último promontorio de cemento y fue resbalando lentamente hacia las primeras y aún muy poco profundas aguas del gran río Lotol. Algunos trocitos del vehículo se le habían adelantado.
Se puso en pie y fue chapoteando hacia la orilla. Comprobó que la pendiente estuviera libre de restos del coche que pudieran acabar chocando con él y se sentó. Estaba temblando. Alzó una mano y se acarició la nariz ensangrentada. El accidentado trayecto en el interior del vehículo le había dejado lleno de morados y contusiones. Vio algunos transeúntes que le contemplaban desde un paseo cercano y les saludó con la mano.
Se puso en pie y empezó a preguntarse cómo diablos se salía de aquel cañón de cemento. Alzó los ojos hacia la pendiente, pero sólo podía ver un tramo bastante corto. La última protuberancia de cemento le ocultaba el resto de su extensión.
Se preguntó qué habría sido del chófer.
El promontorio de cemento que estaba contemplando desarrolló un bulto oscuro que se recortó contra el cielo. El bulto pareció quedar suspendido en precario equilibrio durante unos segundos y acabó deslizándose sobre la delgada capa de agua que iba bajando por la pendiente manchándola de rojo. Los restos del chófer pasaron junto a él, cayeron al río y dejaron atrás el chasis del vehículo para empezar a flotar río abajo girando lentamente sobre sí mismos entre una confusión de hilillos rosados.
Meneó la cabeza. Se llevó la mano a la nariz, movió la punta de un lado a otro para comprobar qué tal estaba y dio un respingo de dolor. Era la decimoquinta fractura de nariz que sufría en su vida.
Se contempló en el espejo y torció el gesto. Inspiró y sintió el aire mezclado con agua caliente y sangre deslizándose hacia el interior de su nariz. La pileta de porcelana negra estaba llena de humeante agua jabonosa en la que flotaban manchitas rosadas.
–No he podido desayunar, he perdido a un chófer muy amable que parecía conocer su oficio, me he vuelto a romper la nariz, he tenido que contemplar cómo un impermeable que posee un inmenso valor sentimental se ensuciaba hasta extremos que jamás habría creído posibles… ¿Y lo único que se te ocurre decir es «Muy gracioso»?
–Lo siento, Cheradenine. No es que me ría de lo que te ha ocurrido, pero… Me parece tan raro que… No entiendo qué les puede haber impulsado a hacer algo semejante. ¿Estás seguro de que fue deliberado? Ooof…
–¿Qué ha sido eso?
–Nada. ¿Estás seguro de que no fue un accidente?
–Segurísimo. Pedí que me enviaran otro vehículo, hablé con la policía y volvimos al sitio en que empezó todo. No había luces, ni carteles ni nada… Todo había desaparecido, pero encontramos restos del disolvente industrial que habían utilizado para eliminar las señales de carretera falsas que llevaban al conducto.
–Ah. Ah, sí…
La voz de Sma cada vez sonaba más extraña.
Se quitó el transceptor de la oreja y clavó la mirada en él.
–Sma…
–Aaaaah. Sí, bueno, tal y como te dije… Si ha sido cosa de esa pareja de la Gobernación la policía no hará nada, pero no puedo entender por qué han obrado así.
Quitó el tapón de la pileta para que se vaciara y se limpió cautelosamente la nariz con una toalla del hotel. Después volvió a colocarse el pendiente-terminal en la oreja.
–Quizá porque no les gusta que esté utilizando el dinero de la Fundación Vanguardia. Quizá creen que soy el señor Vanguardia o… –Esperó una contestación–. ¿Sma? He dicho que quizá…
–Ay. Sí, perdona. Sí, te oigo. Quizá tengas razón.
–De todas formas, hay más.
–Dios. ¿Qué?
Cogió una tarjeta-pantalla de plástico muy adornada en la que se encendía y apagaba un mensaje recortado contra un telón de fondo que parecía representar una fiesta de lo más enloquecido.
–He recibido una invitación. Voy a leerte lo que pone: «Señor Staberinde: felicitaciones por haber conseguido salir vivo. Le rogamos que acuda a una fiesta de disfraces esta noche. Un coche le recogerá cuando anochezca sobre el borde. Se le proporcionará el disfraz». No hay ninguna dirección. –Dejó la tarjeta detrás de los grifos–. Según el recepcionista llegó más o menos cuando estaba llamando a la policía después de que mi vehículo recorriera esa especie de tobogán.
–Una fiesta de disfraces, ¿eh? –Sma se rió–. Será mejor que vigiles tu trasero, Zakalwe.
Oyó más risitas, no todas ellas de Sma.
–Sma –dijo con voz gélida–, si te he llamado en un momento inoportuno…
Sma carraspeó y cuando volvió a hablar usó un tono de voz lo más serio y formal posible.
–Oh, no, nada de eso. Tengo la impresión de que todo es cosa de esa pareja. ¿Vas a ir?
–Creo que sí, pero sea cual sea el disfraz que me ofrezcan no pienso ponérmelo.
–Muy bien. Estaremos al corriente de tus movimientos. ¿Estás totalmente seguro de que no quieres un proyectil cuchillo o…?
^Diziet, no quiero volver a discutir ese asunto –dijo mientras se frotaba la cara con la toalla. Resopló y volvió a inspeccionarse en el espejo–. Pero he estado pensando que si esas personas son capaces de reaccionar así sólo por que estoy utilizando los recursos de la Fundación Vanguardia, quizá podamos persuadirles de que eso les ofrece una oportunidad de salirse con la suya.
–¿Qué clase de oportunidad?
Fue al dormitorio, se dejó caer sobre la cama y alzó los ojos hacia los murales del techo.
–Al principio Beychae mantuvo una cierta relación con la Fundación, ¿no?
–Era Presidente-Director honorario. Sirvió para dar credibilidad a la Fundación durante sus comienzos, pero sólo ocupó el cargo un año y medio o dos.
–Pero la relación estuvo ahí. –Sacó las piernas de la cama, se incorporó y volvió la cabeza hacia la ventana para contemplar la ciudad cubierta de nieve–. Y una de las teorías por las que creo que se guían esos tipos es la de que Vanguardia está controlada por una máquina que ha llegado a ser consciente de sí misma y a la que preocupa mucho la moralidad…
–También podría estar controlada por un viejo recluso con aficiones filantrópicas –dijo Sma.
–Bien. Supongamos que esta máquina o persona mítica ha existido, pero que ya no está al mando. Otra persona desmanteló la máquina o mató al filántropo, y empezó a gastar ese dinero obtenido de una forma tan sucia.
–Hmmm –dijo Sma–. Mmmm. Mmmm. –Volvió a toser–. Sí…, ah. Bueno, supongo que esa persona hipotética habría actuado de una forma muy parecida a la tuya.
–Yo también lo supongo.
Saltó de la cama y fue hacia la ventana. Cogió unas gafas oscuras que había encima de una mesita y se las puso.
Algo zumbó cerca de la cama.
–Espera un momento.
Giró sobre sí mismo, fue hasta la cabecera de la cama y cogió el mismo aparatito con el que había examinado los dos pisos buscando sistemas de vigilancia cuando llegó al hotel. Echó un vistazo a la pantallita, sonrió y salió de la habitación.
–Lo siento –dijo mientras iba por el pasillo con la máquina en las manos–. Alguien que quiere averiguar lo que hago acaba de enfocar un láser hacia la ventana de la habitación en la que estaba.
Entró en una suite que daba a los riscos y tomó asiento sobre la cama.
–Bien… ¿Podrías crear la impresión de que ocurrió algo muy importante en la Fundación Vanguardia pocos días antes de que yo llegara aquí? Tendría que ser alguna especie de cambio cataclísmico cuyas señales sólo han empezado a hacerse visibles ahora… No sé qué puede ser, especialmente dado que se supone que ya ha ocurrido, pero debería tratarse de algo que los mercados no han averiguado hasta ahora; algo enterrado en las cotizaciones y los intercambios… ¿Crees que sería posible?
–Yo… –replicó Sma con voz dubitativa–. No lo sé. ¿Nave?
–¿Hola?
Era la voz del
Xenófobo
.
–¿Podemos hacer lo que nos acaba de pedir Zakalwe?
–Antes tengo que oír lo que ha pedido –dijo la nave, y unos momentos después añadió–: Sí, puede hacerse, aunque será mejor encargárselo a alguna UGC.
–Estupendo –dijo él reclinándose en la cama–. Ah, a partir de ahora, y en cuanto podamos interferir con los datos de los ordenadores de forma retroactiva, Vanguardia se ha convertido en una corporación muy poco ética. Vended los departamentos de investigación y desarrollo que se dedican a crear materiales ultrarresistentes para los habitáculos espaciales y todo ese tipo de cosas, y adquirid acciones en compañías terraformadoras. Cerrad unas cuantas fábricas; poned en marcha unas cuantas reducciones de empleo; acabad con todas las obras de caridad y actividades benéficas y reducid al mínimo los fondos de pensiones.
–¡Zakalwe! ¡Se supone que somos los buenos!
–Ya lo sé, pero si podemos convencer a nuestra pareja de que he tomado el control de Vanguardia y si piensan como yo creo que piensan… –Hizo una pausa–. Sma, ¿tengo que deletrearlo?
–Ah… Ay. ¿Qué? Oh…, no. Crees que quizá intenten ponerse en contacto contigo para que convenzas a Beychae de que Vanguardia sigue haciendo lo que nosotros queremos que haga para que se ponga de su lado, ¿verdad?
–Exactamente.
Colocó las manos detrás de la cabeza y se puso bien la coleta. El techo de este dormitorio no tenía murales, sino un gran espejo. Clavó los ojos en él y observó el lejano reflejo de su nariz.
–No estoy muy segura de…, en…, de que tu plan vaya a funcionar, Zakalwe.
–Creo que debemos intentarlo.
–Eso significará destrozar una reputación comercial que hemos tardado décadas en consolidar.
–Diziet, no creo que esa reputación sea más importante que impedir la guerra, ¿verdad?
–Claro que no, pero…, ah…, claro que no, pero no podemos tener la seguridad de que vaya a funcionar.
–Bueno, yo voto porque pongamos en práctica mi plan. Creo que tiene más posibilidades de éxito que el plan de ofrecer esas malditas tablillas de cera a la universidad.
–Nunca te ha gustado demasiado ese plan, ¿verdad, Zakalwe?
Sma parecía algo disgustada.
–Éste es mejor, Sma. Lo siento en mis huesos, créeme. Da las órdenes para que hayan empezado a recibir las noticias cuando llegue a la fiesta esta noche.
–De acuerdo, pero el plan de las tablillas…
–Sma, he concertado otra cita con el decano para pasado mañana, ¿de acuerdo? Puedo hablarle de tus condenadas tablillas cuando le vea, pero asegúrate de que el plan Vanguardia se pone en práctica sin perder ni un segundo.
–Yo… Oh… Ah… Sí, de acuerdo. Supongo que es…, es…, oh…, uuuuf. Oye, Zakalwe, acaba de surgir un imprevisto y… ¿hay algo más de lo que quieras hablar?
–No –dijo él en un tono de voz bastante alto y seco.
–Aaaah…, estupendo. Ummmm…, sí. Adiós, Zakalwe.
El transceptor emitió un zumbido. Se lo arrancó de la oreja y lo arrojó al otro extremo del dormitorio.
–Puta y reputa –jadeó.