Escogieron el Palacio Real como el mejor emplazamiento posible de la bomba porque las grandes explanadas del Parque podían acoger sin problemas a las tropas, y estaban casi seguros de que el alto mando querría instalarse en los espaciosos pabellones. El más viejo de los dos pensaba que querrían ocupar el Palacio, pero el más joven estaba convencido de que los invasores eran gente del desierto y que preferirían los grandes espacios del Parque a los pequeños recintos de la Ciudadela.
Colocaron la bomba en el Gran Pabellón, la activaron y empezaron a discutir sobre si habían hecho lo adecuado. Discutieron sobre cuál sería el mejor sitio para esperar y ver lo que ocurría y qué debían hacer si el ejército decidía pasar de largo ante la ciudad, y si después del Acontecimiento los otros ejércitos se retirarían presa del terror o se dividirían en unidades más pequeñas para seguir con la invasión, o si se darían cuenta de que el arma utilizada era un ejemplar único y decidirían seguir avanzando, en cuyo caso lo harían animados por un espíritu de venganza todavía más implacable que antes. Discutieron sobre si los invasores empezarían bombardeando la ciudad, si enviarían exploradores y –en caso de que optaran por el bombardeo– cuáles serían los objetivos elegidos y acabaron haciendo una apuesta al respecto.
Lo único en lo que se hallaban de acuerdo era en que lo que estaban haciendo podía definirse como la mejor forma de desperdiciar la única bomba nuclear con que contaba su bando –y, en realidad, la única existente en aquel planeta–, porque aun suponiendo que su hipótesis demostrara ser correcta y los invasores se comportaran como habían previsto lo más que podían conseguir era acabar con un ejército, y eso quería decir que aun quedarían otros tres, cualquiera de los cuales probablemente fuese capaz de completar la invasión por sí solo; y en tal caso tanto la cabeza nuclear como las vidas habrían sido desperdiciadas.
Enviaron un radiograma a sus superiores y les explicaron lo que habían hecho mediante una palabra clave. Pasado un rato recibieron las bendiciones del alto mando en forma de otra palabra. Sus superiores no creían que el arma estuviera en condiciones de funcionar, pero habían acabado dando su visto bueno al plan.
El más viejo de los dos se llamaba Cullis y ganó la discusión sobre dónde debían esperar. Se instalaron en la gran ciudadela y encontraron montones de armas y mucha bebida, y se emborracharon y hablaron y contaron chistes e intercambiaron historias imposibles de hazañas y conquistas, y en un momento dado uno de ellos preguntó al otro qué era la felicidad y recibió una contestación bastante extraña y que le pareció poco seria, pero después ninguno de los dos logró recordar quién había sido el que preguntó y quién el que respondió.
Durmieron y despertaron y volvieron a emborracharse y contaron más chistes y mentiras, y una llovizna casi impalpable empezó a caer sobre la ciudad y a veces el más joven de los dos deslizaba una mano sobre su cráneo rasurado aunque los largos y espesos mechones de su cabellera ya no estaban allí.
Siguieron esperando y cuando los primeros obuses empezaron a caer del cielo descubrieron que habían escogido un mal sitio para esperar, y salieron corriendo de allí bajando a toda prisa la escalera hasta llegar al patio y al semioruga y se alejaron hacia el desierto y las tierras baldías que se extendían más allá de él, y acamparon en ellas al anochecer y volvieron a emborracharse y se fueron a dormir muy tarde porque querían ver el resplandor de la detonación.
Viendo desfilar las tropas
desde la habitación.
Creo que deberías ser capaz de saber
si vienen o se van.
Basta con fijarse en los huecos de sus filas.
«Eres un idiota», le dije,
y me di la vuelta para salir de allí,
o quizá sólo para preparar una bebida
que esa garganta tan diestra
engulliría como hacía con mis mejores mentiras.
Me enfrenté a las sombras de las cosas
y tú estabas apoyado junto a la ventana
con los ojos perdidos en la nada.
¿Cuándo nos iremos?
Podríamos acabar quedando
atrapados,
si permanecemos aquí demasiado tiempo
(dándome la vuelta)
¿Por qué no nos vamos?
No dije nada.
Acaricié un cristal resquebrajado,
conocimiento que no puede ser compartido en el silencio.
La bomba sólo está viva mientras cae.
Shias Engin.
Recopilación de obras completas (edición póstuma).
Gran Año 355, Mes 18, (Shtaller, Calendario Profeticano).
Volumen
IX:
«Obras juveniles y poemas no publicados en vida»
E
l sendero que llevaba hasta el jardín situado en la terraza más alta había tenido que seguir una extravagante ruta en zigzag para permitir que las sillas de ruedas pudieran superar la inclinación del terreno. Necesitó seis minutos y medio de esfuerzo para llegar hasta allí, y cuando lo consiguió estaba sudando, pero había superado su récord anterior y eso le complacía. Se desabrochó la gruesa chaqueta acolchada y enfiló la silla de ruedas hacia una de las plataformas de madera en que habían plantado los arriates de flores y plantas. Hacía bastante frío, y su aliento creaba nubéculas de vapor que flotaban unos segundos en el aire y acababan desvaneciéndose.
Cogió la cesta que llevaba encima del regazo y la colocó sobre el murete, sacó las tijeras de jardinería que había guardado en el bolsillo de la chaqueta y examinó con mucha atención el arriate que tenía delante intentando decidir qué variedades habían prosperado más desde que fueron plantadas. Aún no había escogido la primera cuando un movimiento en la pendiente atrajo su atención.
Se volvió hacia la verja detrás de la que se extendía la masa de color verde oscuro del bosque. Los picos lejanos eran manchas blancas que se perfilaban contra el azul del cielo. Al principio pensó que era un animal, pero la silueta no tardó en abandonar el refugio de los árboles y avanzó sobre la hierba blanqueada por la escarcha dirigiéndose hacia la puerta que había en el centro de la verja.
La mujer abrió la verja y la cerró detrás de ella. Llevaba puestos unos pantalones y una chaqueta que no parecía muy gruesa. No tenía mochila, y eso le sorprendió un poco. Pensó que quizá hubiera estado paseando por los terrenos del instituto hasta que se había cansado de caminar. Quizá fuera una doctora que había venido a visitar la institución. Decidió que si volvía la cabeza en su dirección y se encaminaba hacia el tramo de peldaños que bajaba hasta los edificios del instituto la saludaría con la mano, pero en cuanto se hubo apartado de la puerta vio que venía en línea recta hacia él. Era bastante alta. Tenía el cabello oscuro y el extraño sombrero de piel que llevaba puesto resaltaba los rasgos morenos de su rostro.
–Señor Escoerea… –dijo la mujer.
Extendió una mano hacia él. El hombre dejó las tijeras de jardinería sobre su regazo y le estrechó la mano.
–Buenos días. Creo que no nos conocemos…
La mujer no dijo nada. Se sentó sobre el murete, hizo entrechocar sus manos en una palmada casi inaudible –no llevaba guantes–, y sus ojos se posaron en el valle, las montañas y el bosque, el río y, por último, en los edificios de la institución que se divisaban al final de la pendiente.
–¿Qué tal se encuentra, señor Escoerea? ¿Bien?
Bajó la vista hacia lo que quedaba de sus piernas. Se las habían amputado por encima de la rodilla.
–Lo que queda de mí se encuentra bastante bien, señora.
Aquella frase había terminado por convertirse en su contestación habitual a esa pregunta. Sabía que algunas personas la interpretaban como un simple estallido de amargura, pero en realidad sólo era su forma de mostrar que se negaba a fingir que su cuerpo estaba intacto.
La mujer contempló los muñones ocultos por las perneras del pantalón con una franqueza que él sólo estaba acostumbrado a ver en los ojos de los niños.
–Fue un tanque, ¿verdad?
–Sí –dijo él, y volvió a coger las tijeras de jardinería–. Intenté hacerlo volcar cuando se dirigía a Ciudad Balzeit y… no lo conseguí. –Se inclinó hacia adelante, cortó un brote y lo puso dentro de su cesta. Anotó a qué planta pertenecía en una etiquetita y la sujetó al brote con un cordel–. Disculpe…
Hizo avanzar la silla de ruedas para cortar otro brote y la mujer se apartó de su camino.
Unos instantes después volvía a tenerla delante.
–Según la historia que he oído contar, intentaba salvar a uno de sus camaradas que había caído delante del…
–Sí –la interrumpió él–. Sí, es justamente lo que ocurrió. Naturalmente, entonces no sabía que el precio de la caridad es el fortalecimiento de los músculos de tus brazos…
–¿Aún no ha recibido su medalla?
La mujer se acuclilló junto a él y puso una mano sobre la rueda que tenía al lado. Los ojos del hombre se posaron primero en su mano y luego en su rostro, pero la mujer se limitó a sonreír.
Apartó las solapas de su chaqueta acolchada para revelar la guerrera que llevaba debajo y el surtido de cintas que la adornaban.
–Sí, tengo mi medalla.
Hizo avanzar la silla de ruedas un poquito más sin esperar a que quitara la mano.
La mujer se puso en pie y volvió a acuclillarse junto a él.
–Una hazaña impresionante, sobre todo teniendo en cuenta su extremada juventud… Me sorprende que no lograra ascender más deprisa. ¿Es cierto que no mostraba la actitud correcta en el trato con sus superiores? ¿Es ésa la razón de que…?
Arrojó las tijeras de jardinería dentro de la cesta e hizo girar la silla de ruedas hasta quedar de cara a ella.
–Sí, señora –dijo con voz burlona–. Era incapaz de dar las respuestas correctas, mis familiares nunca tuvieron muy buenas conexiones ni tan siquiera cuando vivían, y ahora gracias a la Fuerza Aérea Imperial de Glaseen ni tan siquiera están vivos, y en cuanto a esto… –Su mano se cerró convulsivamente sobre la pechera de su uniforme tirando de las cintas como si quisiera enseñárselas–. Se las cambio. Todo el lote a cambio de un par de zapatos que pueda ponerme. Y ahora… –Se inclinó hacia ella y cogió las tijeras de jardinería–. Tengo mucho que hacer. En el instituto hay un tipo que pisó una mina. Le han amputado las dos piernas a la altura de las caderas y además ha perdido un brazo. Vaya a verle, y quizá descubra que se divierte aún más que conmigo. Discúlpeme.
Hizo girar la silla, avanzó unos metros y cortó un par de brotes sin fijarse en las plantas a que pertenecían. Podía oír a la mujer moviéndose por el sendero detrás de él y colocó las manos encima de las ruedas pensando en alejarse de ella lo más deprisa posible.
La mujer le detuvo. Había puesto una mano sobre el respaldo de la silla de ruedas y era bastante más fuerte de lo que aparentaba. Los brazos del hombre se tensaron en un intento de hacer girar las ruedas. Las llantas de goma rechinaron sobre las losas del sendero. Las ruedas acabaron girando, pero ya no podían llevarle a ninguna parte. Se relajó y alzó los ojos hacia el cielo. La mujer se puso delante de él y volvió a acuclillarse.
El hombre suspiró.
–Oiga, señora…, ¿qué es lo que quiere exactamente?
–A usted, señor Escoerea. –La mujer sonrió. Tenía una sonrisa muy hermosa. Movió la cabeza señalando los muñones–. Ah, por cierto… Ese trato de cambiar las medallas por un par de zapatos que me ha propuesto…, creo que podremos llegar a un acuerdo. –Se encogió de hombros–. Aunque pensándolo bien, no hará falta que me dé las medallas. –Se inclinó sobre la cesta, cogió las tijeras de jardinería y las clavó en la tierra junto al arriate. Se inclinó hacia adelante y puso las manos sobre los brazos de la silla de ruedas–. Y ahora, señor Escoerea… –dijo Sma conteniendo un escalofrío–, ¿qué le parecería la perspectiva de tener un trabajo adecuado a sus capacidades?