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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (61 page)

BOOK: El uso de las armas
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–No sé ninguna historia.

–Todo el mundo sabe alguna historia –dijo Ky.

–Yo no. O, por lo menos, no historias que lo sean realmente…

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Ky con voz burlona.

Estaban en la Sala de Tripulantes rodeados por el desorden que iban creando.

Se encogió de hombros.

–Que sean interesantes. Historias que una persona pueda querer escuchar.

–Cada persona tiene gustos distintos. Lo que una persona consideraría como una buena historia quizá no guste en lo más mínimo a otra.

–Bueno, el único criterio por el que puedo guiarme es lo que yo consideraría como una historia digna de ser contada, y no conozco ninguna. Al menos, ninguna que quiera contar…

–Ah. Eso es muy distinto.

Ky asintió con la cabeza.

–Sí, desde luego.

–Bueno… –murmuró Ky, y se inclinó hacia él–. Entonces dime en qué crees.

–¿Por qué debería hacerlo?

–¿Y por qué no? Porque yo te lo pido.

–No.

–Vamos, no seas tan desagradable… Somos las únicas personas despiertas en un billón de kilómetros y la nave es insoportablemente aburrida. ¿Con quién vamos a hablar si no es entre nosotros?

–Nada.

–Exactamente. La nada, nadie…

Ky puso cara de satisfacción.

–No, quería decir que… Que no creo en nada.

–¿No crees en nada?

Asintió con la cabeza. Ky se reclinó en su asiento y pareció pensar en lo que acababa de decir.

–Deben de haberte hecho mucho daño.

–¿Quiénes?

–Los que te robaron aquello en que creías antes, fuera lo que fuese.

Meneó la cabeza muy despacio.

–Nadie me ha robado nada –dijo. Ky guardó silencio durante unos momentos, por lo que acabó dejando escapar un suspiro y siguió hablando–. Bien, Ky…, ¿en qué crees tú?

Ky volvió la mirada hacia la pantalla desactivada que cubría casi toda una pared de la sala.

–En algo distinto a la nada.

–Cualquier cosa que tenga nombre es algo distinto a la nada –dijo él.

–Creo en lo que nos rodea –dijo Ky. Cruzó los brazos delante del pecho y se reclinó en el asiento–. Creo en lo que puedes ver desde el carrusel y en lo que vería si esa pantalla estuviera encendida, aunque lo que vería no es la única variedad de cosas en la que creo.

–En una palabra, Ky… –dijo él.

–El vacío –dijo Ky, y una sonrisa temblorosa aleteó en sus labios–. Creo en el vacío.

Se rió.

–Eso se acerca bastante a no creer en nada, ¿verdad?

–No –dijo Ky–. Es distinto.

–Bueno, creo que a la mayoría de nosotros nos parecería que no lo es.

–Deja que te cuente una historia.

–¿Tienes que hacerlo?

–No tienes por qué escucharla.

–Claro… Bien, adelante. Cualquier cosa con tal de pasar el tiempo.

–La historia es… Ah, es una historia real, aunque eso carece de importancia. Existe un lugar donde la gente se toma terriblemente en serio el problema de la existencia o la inexistencia de las almas. Muchas personas, seminarios enteros, academias, universidades, ciudades e incluso Estados consagran casi todo su tiempo a meditar y discutir acerca de este tema y otros temas relacionados con él.

»Hace unos mil años un rey-filósofo muy sabio que estaba considerado como el hombre más sabio del planeta anunció que la gente pasaba demasiado tiempo discutiendo esos asuntos y que si hubiera alguna forma de darlo por zanjado podrían dedicar sus energías a cosas más prácticas que beneficiarían a todo el mundo, y dijo que pondría punto final a la discusión de una vez por todas.

»Convocó a los hombres y mujeres más sabios de todos los puntos del planeta para que analizaran el problema.

»Hicieron falta muchos años para reunir a todas las personas que deseaban tomar parte en el análisis del problema, y los debates, tesis, panfletos, libros, intrigas e incluso peleas y asesinatos que produjo se prolongaron aún más tiempo.

»El rey-filósofo fue a las montañas para pasar esos años en soledad y cuando se consideró preparado escuchó a todos los que creían tener algo que decir acerca de la existencia de las almas. Cuando el último de ellos hubo terminado de hablar el rey se retiró a meditar sobre lo que había escuchado.

»Un año después el rey anunció que había llegado a una conclusión. Dijo que la respuesta no era tan sencilla como creían todos, y que publicaría una obra para explicarla.

»El rey creó dos editoriales y cada una publicó un tomo de gran tamaño y muchísimas páginas. Uno de ellos repetía las frases «Las almas existen. Las almas no existen» una y otra vez párrafo tras párrafo, página tras página, sección tras sección, capítulo tras capítulo, libro tras libro… La otra repetía las palabras «Las almas no existen. Las almas existen» de la misma forma. Quizá deba añadir que en el lenguaje de aquel reino cada frase tiene el mismo número de palabras, e incluso el mismo número de letras. Aparte del título, ésas eran las únicas palabras que se podían encontrar en los miles de páginas de cada volumen.

»El rey se aseguró de que el comienzo y el final de la impresión de cada libro coincidiera en el tiempo, de que se publicaran simultáneamente y de que se imprimiera el mismo número de ejemplares de cada uno. Ninguna de las dos editoriales tenía el más mínimo tipo de ventaja o superioridad sobre la otra.

»La gente examinó los libros buscando pistas ocultas. Intentaron dar con una sola repetición enterrada en aquellos miles de páginas, con una frase o incluso una letra alterada u omitida…, y no lograron encontrar la más mínima diferencia entre una obra y otra. Acudieron al rey, pero éste había hecho voto de silencio y se había inmovilizado la mano con la que escribía. Seguía respondiendo a las preguntas sobre el gobierno de su reino con gestos afirmativos o negativos de la cabeza, pero cuando se le interrogaba sobre el tema de las dos obras y la existencia o inexistencia de las almas la cabeza del rey permanecía absolutamente inmóvil.

»Hubo disputas y luchas feroces y se escribieron muchos libros. Surgieron nuevos cultos.

»Medio año después de que hubieran sido publicadas las dos obras aparecieron otras dos y esta vez la editorial que había publicado el volumen que empezaba con la frase «Las almas no existen» publicó una obra que empezaba con la frase «Las almas existen» La otra editorial también publicó una obra que empezaba con la frase «Las almas no existen», y eso acabó convirtiéndose en una costumbre.

»El rey vivió hasta una edad muy avanzada y vio publicarse varias docenas de obras. Cuando estaba en su lecho de muerte el filósofo de la corte colocó ejemplares de cada obra flanqueándole con la esperanza de que la cabeza del rey caería a un lado o a otro en el momento de su muerte, y que la primera frase de la obra sobre la que cayera indicaría a qué conclusión había llegado…, pero el rey murió con la cabeza inmóvil sobre la almohada y los ojos mirando hacia adelante.

»Eso ocurrió hace mil años –dijo Ky–. Los libros siguen publicándose. Se han convertido en una auténtica industria, una filosofía, una fuente de discusiones interminables y de…

–Oye, esta historia… ¿tiene final? –preguntó él alzando una mano.

–No. –Ky sonrió–. No tiene final. Pero… eso es lo bueno de la historia.

Miró a Ky y meneó la cabeza. Después se puso en pie y abandonó la Sala de Tripulantes.

–Pero el que una historia no tenga final no quiere decir que carezca de una… –gritó Ky.

Salió al pasillo y cerró la puerta del ascensor a su espalda. Ky se inclinó hacia adelante y vio como el indicador de niveles del ascensor subía hasta detenerse en el nivel central.

–… conclusión –dijo Ky en voz muy baja.

Llevaba casi medio año revivido cuando estuvo a punto de suicidarse.

Estaba en la cabina del ascensor viendo girar lentamente la linterna que acababa de soltar. La había dejado encendida, y había apagado todas las luces de la cabina. Sus ojos seguían el movimiento del puntito luminoso que se deslizaba sobre las paredes de la cabina circular. El puntito luminoso se movía tan despacio como el minutero de un reloj.

Recordó los reflectores de búsqueda del Staberinde y se preguntó a qué distancia de ellos debían de estar ahora. Debían de estar tan lejos que incluso el resplandor del sol sería más débil que uno de esos haces luminosos vistos desde el espacio.

No sabía qué le hizo pensar en quitarse el casco, pero descubrió que estaba empezando a hacerlo.

Se quedó inmóvil. Abrir los sellos de un traje en el vacío era un procedimiento muy complicado. Conocía todos los pasos a seguir, pero necesitaría cierto tiempo. Contempló el punto blanco de luz que la linterna proyectaba sobre la pared del ascensor no muy lejos de su cabeza. La rotación de la linterna hacía que el punto blanco se fuera acercando lentamente. Empezaría a preparar el traje para que le permitiera quitarse el casco. Si el haz de la linterna caía sobre sus ojos…, no, si caía sobre su cara o cualquier otra parte de su cabeza se quedaría muy quieto y seguiría viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Si la mancha luminosa no llegaba a su cara a tiempo, se quitaría el casco y moriría.

Permitió que los recuerdos invadieran su mente y sus manos se fueron moviendo lentamente iniciando la secuencia que, de no ser interrumpida, terminaría con el casco saliendo despedido de sus hombros por la presión del aire.

El Staberinde, el inmenso navío de metal atrapado en la piedra (y un barco de piedra, un edificio atrapado en el agua), y las dos hermanas, Darckense y Livueta (y, naturalmente, cuando inventó el nombre por el que se le conocía a bordo había sido consciente de que estaba utilizando sus nombres o unos muy parecidos). Y Zakalwe, y Elethiomel. Elethiomel el terrible, Elethiomel el Constructor de Sillas…

El traje emitió un zumbido. Sus sistemas intentaban advertirle de que estaba haciendo algo muy peligroso. La mancha de luz se encontraba a pocos centímetros de su cabeza.

Zakalwe… Intentó preguntarse qué significaba aquel nombre para él. ¿Qué podía significar? Venga, pregúntaselo a todos los que han vivido contigo… ¿Qué significa este nombre para ti? La guerra, responderían muchos; una gran familia, si tienen una memoria lo bastante buena para acordarse de algo ya muy lejano en el tiempo; una…, ¿una tragedia? Si conocías la historia, claro…

Volvió a ver la silla. Pequeña y blanca. Cerró los ojos y sintió un sabor amargo deslizándose por su garganta.

Abrió los ojos. Faltaban tres cierres, luego una rápida torsión de la muñeca. Volvió la cabeza hacia la mancha de luz. Estaba tan cerca del casco, tan cerca de su cabeza… Casi resultaba invisible. La lente brillante de la linterna que flotaba en el centro del ascensor casi había quedado enfilada en línea recta hacia él. Abrió uno de los tres cierres que seguían sujetando el casco. Oyó un siseo tan débil que resultaba prácticamente imperceptible.

«Muerta…», pensó. Vio el rostro pálido de la mujer. Abrió otro cierre. El siseo no se hizo más fuerte.

Una vaga sensación de brillantez a un lado del casco, allí donde debía de estar cayendo la luz de la linterna.

Navío de metal, barco de piedra y esa silla tan poco convencional. Sintió que las lágrimas invadían sus ojos y una mano –la que no estaba ocupada abriendo el tercer cierre del casco– fue hacia su pecho, allí donde estaba la pequeña cicatriz justo encima de su corazón. La cicatriz quedaba oculta por las muchas capas sintéticas del traje y el mono que llevaba debajo de él; y tenía dos décadas de existencia o siete, dependiendo de cómo midieras el tiempo.

La linterna giró. La luz parpadeó y acabó extinguiéndose justo cuando acababa de abrir el tercer cierre y la mancha blanca empezaba a abandonar el reborde interior del traje para dirigirse hacia su rostro.

Intentó ver algo. La oscuridad era casi absoluta. Había un débil atisbo de luz procedente de fuera, el brillo rojizo que apenas podía verse producido por todas esas personas que dormían un sueño muy próximo a la muerte y por el equipo que las vigilaba en silencio.

Se acabó. La linterna se había apagado. Se había quedado sin energía o quizá fuese una avería…, no importaba. Se había apagado. El haz luminoso no había llegado a posarse sobre su rostro. El traje volvió a emitir un zumbido quejumbroso que se oyó claramente sobre el siseo del aire que escapaba.

Bajó la vista hacia la mano que reposaba sobre su pecho.

Alzó la mirada hacia el lugar donde debía de estar la linterna invisible que flotaba en el centro de la cabina en el centro de la nave en el punto central de su trayecto.

«Y ahora…, ¿cómo moriré?», pensó.

Volvió al frío y al sueño un año después. Erens y Ky continuaban atrapados por esa diferencia en sus respectivos gustos sexuales que les mantendría eternamente separados aunque en todo lo demás parecieran la pareja ideal. Cuando les dejó seguían discutiendo.

Acabó metiéndose en otra guerra de bajo nivel tecnológico. Aprendió a volar (porque ahora sabía que el combate entre un navío y una aeronave siempre terminaría con la victoria de la segunda), y recorrió los vórtices de aire helado que se movían sobre las inmensas islas blancas que eran aquellos icebergs en forma de meseta.

Trece

L
as ropas que había arrojado al suelo parecían la piel de algún reptil exótico que acabara de pasar por la fase de muda. Había pensado ponérselas, pero cambió de parecer. Llevaría las prendas con las que había llegado allí.

Estaba en el cuarto de baño envuelto en sus vapores y olores. Volvió a poner la navaja de afeitar debajo del chorro de agua y la acercó a su cabeza tan despacio y con tanta cautela como si estuviera pasando un peine por su cabellera en una película tomada a cámara lenta. La navaja se llevó la capa de espuma que cubría su piel y logró encontrar unos últimos pelitos. Deslizó la navaja hasta la punta de sus orejas, cogió una toalla, se limpió la lustrosa piel del cráneo e inspeccionó el paisaje tan suave y liso como el trasero de un bebé que acababa de revelar. Los largos mechones oscuros estaban dispersos sobre el suelo del cuarto de baño como plumas desprendidas durante una pelea.

Volvió la cabeza hacia las explanadas de la ciudadela y contempló las escasas hogueras que ardían en ellas. El cielo estaba empezando a iluminarse por encima de las montañas.

Desde la ventana podía ver unos cuantos niveles repletos de relieves e irregularidades de los muchos que formaban el muro curvado de la ciudadela y las torres que asomaban de ella. Sabía que la ciudadela estaba condenada y pensó que ver como se iba perfilando lentamente bajo los primeros rayos del sol que revelaban sus contornos le daba un aspecto de nobleza extraña y casi conmovedora, pero intentó no caer en el sentimentalismo.

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